¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Lunes 27 De Marzo
La sombra del Facundo se siente todavía en La Rioja. En el paraje del asesinato del 16 de febrero de 1835, Barranco Yaco, Córdoba, los arrieros y baqueanos aún conjuran fuerzas sobrenaturales. Cualquier forastero que se detenga en Sierra de los Llanos, cuna del Tigre riojano, obtendrá de respuesta que pisa la tierra santa del General Quiroga. Admirado por los amigos y enemigos de la época, Juan B. Alberdi repetía que fue un “hombre extraordinario”, y Juan Manuel de Rosas regalaba a los íntimos retratos del protector de las provincias del Norte. Aquel mismo federal Quiroga que se hizo amigo del anciano unitario Rivadavia. Solamente la pluma desaforada de Sarmiento pudo retratarlo, con retazos de realidad y mito, “nuestras sangres son afines”, en la mejor pieza narrativa del siglo XIX, cuyo título principal marcaría una ideología que pervive, Civilización y Barbarie ¿Cómo no modelar en el barro de la leyenda al general Quiroga, respetado por San Martín, a quien Facundo llamaba “Mi Venerado Jefe”, y que consultaba a su caballo moro la estrategia de batalla? Si hasta el general Paz, el mejor militar de las guerras entre unitarios y federales, forjado con Belgrano y en la gloria de Ituzaingó, temía a los capiangos, supuestas almas en pena de gauchos reclutados en el infierno, la escolta de Don Facundo “Y sobre todo el caos republicano”, afirma Félix Luna del caudillo Quiroga que quiso ser el arquitecto de una Argentina organizada, anticipando a Urquiza, “Facundo, lejano y demoníaco, acariciando tras su sonrisa el sueño de organización nacional con tonada provinciana”, no litoraleña ni bonaerense, sino sentidamente nacional.
Hacia fines de 1833 el general Quiroga estaba retirado de las armas y disfrutaba de un excelente pasar en la siempre desconfiable Buenos Aires. Para los federales de Rosas y Estanislao López su nombre evocaba la brillante campaña de 1831 de la División Auxiliar de los Andes, al inicio una suerte de runfla de forajidos y delincuentes reclutados en la campaña, sobras que permitieron los gobernadores de Buenos Aires y Santa Fe. Con el objetivo de barrer la poderosa liga unitaria de Paz, parte Quiroga de Pergamino barriendo su paso en pocos meses. Caen Córdoba, San Luis, Mendoza –fusilamientos y salvajadas por doquier deja allí el Tigre-, Catamarca y, al fin, Tucumán, batiendo al odiado general Lamadrid, que robó su dinero y vejó a la familia. Solamente un boleo furtivo le impide la cabeza de Paz, que lo había humillado en La Tablada y Oncativo. Pasaría un tiempo entre Mendoza y San Juan, reorganizando los negocios ganaderos y mineros, Quiroga uno de los hombres más ricos de su tiempo. Muchas veces había financiado él mismo a sus ejércitos, o a la misma Confederación. Trata en Cuyo de recuperar una maltrecha salud por el reuma incurable.
Tras la Campaña del Desierto de 1833 comandada por Rosas, en la cual hábilmente desiste participar (¿potenciales aliados los indígenas?), se instala frente a la Iglesia Santo Domingo, a metros de la Plaza de la Victoria, protegido de la poderosa Doña Encarnación Ezcurra, esposa del Restaurador de las Leyes. Eso no lo priva a Quiroga de criticar abiertamente a Rosas, en pleno terror punzó, sobre las demoras en llamar al Congreso Nacional o ensalzar a Rivadavia, arrepintiéndose de combatir la Constitución unitaria de 1826 –en el fondo, era un problema económico el de Quiroga, ya que la carta magna pasaba la minería a la potestad del Estado y Don Facundo tenía varios negocios de explotación con británicos en Famatina. Y sin embargo, había que tener espalda para cuestionar a Rosas en su mismo zaguán y, luego, reunirse con notorios unitarios o lomos negros, los federales disidentes. Su banca, casi todas las montoneras, y una vanidad a prueba de balas.
“Escritores serios que bogaban en las aguas de propagandistas apasionados, han presentado en esta época a Quiroga con poncho, cuchillo y demás detalles del traje llanero”, señalaba Adolfo Saldías ya a fines del XIX, uno de los fundadores –involuntario- del revisionismo, “Pero personas que lo vieron entonces me han asegurado que llevaba el traje de la ciudad –de hecho, Quiroga luego de ser derrotado por Paz en 1829, ya había pasado una larga temporada en la antigua capital virreinal y adopta los modos de un rico hacendado, afecto a las tertulias, los juegos de azar y proficuo escriba; existe gran cantidad de sólidos y argumentados documentos de Facundo, su legado al pensamiento nacional- Y el viejo oficial de Rosas en la expedición del desierto me ha referido que él mismo acompañó a Quiroga a la sastrería de Lacomba y Dugdignac, donde se vestía el mismo Rosas”, silenciando a los mitristas del ochocientos que hablaban sin saber bien qué era un traje llanero, jamás habían pasado de San José de Flores. A sus hijos Facundo envía a los mejores colegios, siempre vestidos de frac y levita en la polvorienta aldea, y cuando uno de ellos intenta seguir la carrera militar, Don Facundo que aprendió en los granaderos de San Martín, le espeta a un general rosista: “si fuera un regimiento mandado por Lavalle, pero ¡con estos cuerpos!” Y en los tiempos libres se dedica atrapar a delincuentes munido de un puñal, en una ciudad de postigos cerrados donde nadie quiere hacerse cargo, incluído Rosas que rechaza repetidamente el ofrecimiento de la Cámara de Representantes (¿sus fríos ojos azules adivinaron que no era el momento, al mejor estilo de una tragedia shakespeariana?) Quiroga sabe que doblan las campanas por él. Llamado por la Historia para que se cumpla el “parecer de los Pueblos” y nazca una Nación Organizada. Frente, Rosas, que insiste que sólo puede haber constitución “tan luego las provincias estuviesen en paz”. Y el Gran Santafesino López, que recela de la influencia del riojano en las provincias, y, que para malestar infinito de Quiroga, retiene el caballo mágico del Tigre…
Esos son los rumores que corren por Buenos Aires en diciembre de 1834, y que aparecen en cartas de Alberdi – a quien Facundo becó en los estudios. También se mencionan varias reuniones con Rosas y que discuten abiertamente las posibilidades de la “salvaje” constitución unitaria del 26. Quien quedaba afuera era López –que tuvo su oportunidad cuando llegó a las puertas de Buenos Aires en 1820-, y no dejaba de conspirar contra este temible tándem junto con aliados menores, como los Reynafé en Córdoba –a quienes había impuesto en la gobernación para disgusto de Quiroga. Así las cosas estalla un conflicto entre el Tucumán de Alejandro Heredia y la Salta de Pablo Latorre, ambos probos federales, pero que se acusaban mutuamente de intentar derrocarse, manipulados por los unitarios y bolivianos para abrir otro frente contra el Restaurador de los Leyes. Pero a Rosas más que esto preocupaba que, en las sombras, los jujeños pretendiesen sumarse a Bolivia; el Señor de las Pampas que batallaba con potencias extranjeras por la integridad territorial argentina.
“Más como convendría que antes hablásemos de algo” dirige Rosas a Quiroga el 15 de diciembre de 1834, y en la carta señala que es “necesario y urgente, si es que su salud se lo permite” que marche Facundo al Norte, a mediar el entuerto entre Tucumán y Salta, a pedido del gobernador interino de Buenos Aires Vicente Maza. En su mente cruzaría que tal misión podía promover el sustento concreto, ahora sí, para encarar la ansiada organización nacional. Se reunirían primero en la estancia del socio de Rosas en Flores, Juan Terrero, y durante dos días prepararon los documentos, además de las rutas de Quiroga, justamente Santa Fe y Córdoba, las provincias que se la tenían jurada al Tigre. Al gobernador Felipe Ibarra de Santiago del Estero se le ordena que prepare caballos en las postas y Rosas entrega su mejor galera. El 17 de diciembre parte a Luján con el secretario coronel José Santos Ortiz, negándose a una escolta, no mediando los ruegos de Rosas que adelanta planes para asesinarlo (sic). Se detienen en la estancia de Figueroa, en las inmediaciones de San Antonio de Areco, a donde arriba Rosas, y pasan una larga noche en vela que decidiría el destino de los hombres más poderosos del país. Parte Quiroga el día siguiente con la promesa de Rosas de una carta, que aclare algunas ideas discutidas: una larga esquela que prácticamente es el ideario político del Restaurador de las Leyes.
En esa famosa carta del 20 de diciembre de 1834 Rosas vuelve a insistir en que había que vigorizar a las provincias y luego labrar una constitución, invirtiendo la modalidad desde 1810, y lanza una profecía que se cumplió recién 25 años después, “el Congreso no tenga más que marchar llanamente por el camino que ya los mismos pueblos de la República le hayan designado”, claro que fue cuando se acallaron los cañones de Pavón en 1861 y Buenos Aires doblegó a la Confederación –y la Constitución- Argentina. Y propone, en coincidencia sí con Quiroga, un congreso convencional, no deliberante, y un gobierno confederal, respetuoso de las autonomías, no en el actual federalismo que esconde el centralismo flagrante. Este documento político fue hallado al lado del cuerpo de Facundo y aún se conserva con la sangre reseca.
La carta es recibido en Córdoba por Facundo –otros historiadores afirman que la recibió un mes después, ya en la capital santiagueña-. Luego se supo que su impaciencia (¿o algo más?) hizo que no sea asesinado por Guillermo Reinafé en un posta rumbo a Santiago del Estero, en el monte de San Pedro. Es que la galera, que veces detiene la marcha por animales exhaustos, si no avanza, es llevada por andas por los gauchos, que deseaban ver con sus propios ojos al hombre que detuvo un puma con la mirada. Era complejo matar una leyenda viva. El 29 de diciembre desde Pitambalá, a 25 leguas de Santiago, “ha llegado el correo Gámez con la noticia que la guerra entre Tucumán y Salta ha concluido con la prisión de Latorre, por los jujeños; sin embargo, yo paso a Tucumán a hacer notoria mi misión de paz”, escribe el rico riojano al terrateniente bonaerense; antes de que se supiera que en un intento de rescate, Latorre es ajusticiado, “un asesinato horrendo” condena Quiroga. El mismo general quien luego de la victoria en Rodeos de Chacón (1831) había fusilado sin miramientos a decenas de prisioneros unitarios.
Los mayores representantes del norte argentino se reúnen con Quiroga y firman un tratado el 6 de febrero de 1835, que hace un llamado de unidad a las provincias por el “bien nacional”, un paso apenas velado a una convocatoria a fin de constitución. Rosas desconoce el escrito hasta después de Barranco Yaco aunque pudo adivinarlo. Como aparece otra vez en una carta de Alberdi, “Con ocasión del fin trágico –de Quiroga-, me escribió el general Heredia lamentándolo por haber perecido con él los más hermosos y grandes proyectos. Yo supuse que los habían acordado juntos antes de regresar a Buenos Aires…yo he maliciado que se referían a planes y proyectos de la Constitución de la República”, cierra el inspirador de la carta magna, no sin antes mencionar que Heredia sería asesinado poco después. Antes de partir el 13 de febrero, Ibarra previene que los Reynafé esta vez lo matarán si pasa por Córdoba sin dudar, ofrece ejércitos y el camino seguro de Cuyo. Quiroga responde que los detendrá con la mirada de Tigre de los Llanos.
Llega la última posta “Doctor, todavía estamos en jurisdicción de Santiago; no entren a Córdoba. Sálvese, se lo pido como un bien. Le traigo caballo listo. La partida de los Reynafé está preparada. Cuando ustedes menos piensen serán asaltados” dice un lugareño ante el pavor del aterrado secretario. “No pase, mi general”, implora el gauchaje a cada paso. Ya habían visto a los asesinos escondidos en los breñales de Barranca Yaco. Santos Ortiz intentará convencerlo a la noche de que no vayan a una muerte segura y Quiroga sólo atina a solicitar que limpien las pistolas. Cuando el sol ardía, camino el mediodía del 16 de febrero de 1835, leyendo la carta de Rosas o soñando en constituciones y bandas, marcha Don Facundo apenas perturbado por el grito del postillón que anima a los caballos, o una imprevista detención en Intiguazi, Córdoba, debido a un eje roto. Dormita de a ratos, a su lado, el secretario observa los secos arbustos que parece los persiguen.
“¡Alto!” grita el capitán Santos Pérez, conocido malevo cordobés, “¿Qué significa esto?”, pregunta Quiroga, dos pistolas en mano, asomando la cabeza. “Pues, esto”, responde el asesino y le revienta la cabeza de un balazo, que ingresa por el ojo. Luego, la partida homicida se ensaña con su cuerpo, degollándolo y desnudándolo, al igual que el secretario y los acompañantes, sumando al niño que trabajaba de postillón. Tres semanas después asumiría Rosas con Poderes Extraordinarios en Buenos Aires y la PAX FEDERAL, o terror punzó, regiría 17 años, “no queda otro recurso que salvar al país del inmenso cúmulo de males que le amenazan…Nada dudoso, nada equívoco, nada sospechoso debe haber en la causa de la Federación”, en el discurso del único hombre fuerte en pie en 1835; a la postre, ya que López terminó muy desprestigiado por los evidentes nexos con los Reynafé –ajusticiados en 1837. “La historia imparcial espera todavía datos y revelaciones para señalar con su dedo al instigador de los asesinatos”, remata Sarmiento en el Facundo (1845), en una trama que sería una tragedia teatral sino siguiera supurando en la trama de una Argentina alternativa.
Fuentes: Peña, D. Juan Facundo Quiroga. Buenos Aires: Eudeba. 1971; Rivera, J. B. El general Juan Facundo Quiroga. Buenos Aires: Cuadernos de Crisis. 1974; Luna, F. Los caudillos. Buenos Aires: Planeta. 2009
Imagen: HDC Avellaneda / Infobae
Fecha de Publicación: 16/02/2022
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