¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónUn joven hacendado trabaja de sol a sol en la estancia “Los Cerrillos”, y además administra propiedades cercanas de los Anchorena, cuatro enormes estancias en Buenos Aires más sus saladeros, la primera industria argentina impulsada por este brioso capitalista. Otra de las insólitas particularidades, a un poco más de la Revolución de Mayo, es que no disfruta de las tertulias porteñas, y dirige a caballo y poncho las duras faenas de la campaña, en compañía de gauchos e indios ranqueles y pampas. A estos empleados paga justos salarios, sin dilaciones, y cede tierras en las fronteras de su dominio. Posee setenta arados que funcionan en simultáneo, anticipando la Argentina agraria, alguien que imagina un país como una gigantesca hacienda, un pionero latifundista. Si uno no hablaría en sus ranchos con este personaje nunca imaginaría que Juan Manuel de Rosas es un criollo del Nuevo Mundo, de acendrada cepa, y le parecería más un farmer inglés de cabellos rubios, imponente porte y cautivadores ojos azules. Hasta que el desprevenido asiste a cómo actúa, y siente que la severa y paternalista América hispana corre en sus venas, “en un cuatrero que le ha robado un capón –caballo de trabajo- y que ha caído bajo el caballo, en una vizcachera, -Rosas- le dice que para ser cuatrero hay que ser “buen gaucho y tener un buen pingo”; le lleva en ancas a la casa, lo hace estaquear y dar cincuenta azotes”, narra en limbo de ficción y realidad Manuel Gálvez, “lo sienta en su mesa, le promete que será padrino de su próximo hijo; le ofrece vacas y ovejas, una manada, una tropilla y un lugar en su campo, a fin de que trabaje allí como socio suyo; le da una cama esa noche y le hace poner salmuera porque está lastimado; y dispone que degüellen al caballo y que lo estaquen bien, “así como estuvo usted, por zonzo y mal gaucho””. Rosas, señor de las Pampas, propietario de tierras y vidas.
Había nacido el 30 de marzo de 1793 en el seno de una rica familia porteña asentada en la fortuna en la explotación de inmensas tierras, un abuelo suyo comenzó la expansión/apropiación terrateniente criolla en la provincia. De muy joven ligado a las actividades rurales, destinado a la administración de los campos de su madre, la mujer de carácter Agustina López de Osornio, una disputa familiar hace que orgulloso renuncie a su abolengo y crezca en el seno de los Anchorena. Durante las Invasiones Británicas, con trece años, armó él solo una milicia y peleó “con bravura” con distinciones del general Liniers. Durante los primeros años de los gobiernos patrios, y en especial en la década del veinte, Rosas adquiere un fuerte perfil de portavoz de los reclamos de los hacendados, imagina una proto sociedad rural, y un perspicaz entendimiento de los problemas sociales de la campaña, en tanto látigo pero además encauzamiento civil de los sectores subalternos movilizados en las guerras de la Independencia. Rosas fue uno de los primeros en pensar soluciones pragmáticas de una nación para el –supuesto- desierto, antes que Sarmiento y Mitre.
“Nada más os pido firmeza: desconfiad de los que os sugieren especies de subversión del orden, y de insubordinación: reproducid conmigo los juramentos que hemos hechos de sostener la representación la provincia”, arenga a sus leales Colorados del Monte, su milicia particular que pacientemente fue armando y acrecentará en los años sucesivos, en medio de la agitación de 1820 y en defensa del gobierno de Martín Rodríguez frente a la ofensiva federal de Estanislao López, “confiad en que los trabajos y sacrificios que costará la campaña serán provechosos y que traerán mil bendiciones sobre el virtuoso… regimiento…honrados oficiales y sobre todos los amigos y gauchos que acompañan a este comandante en jefe” Rosas termina entregando 35 mil cabezas de ganados suyas en indemnización a los santafesinos y cimenta el futuro Pacto Federal que permitirá su futuro gobierno. Sus soldados no cometen tropelías, para sorpresa de los porteños estos paisanos se “comportan”, y serán fundamentales en la defensa de la costa bonaerense repeliendo desembarcos de los brasileños en la guerra (1825-1828) que se avecina por la Banda Oriental.
Cuando ocurre el decisivo fusilamiento del héroe de la Independencia, y de la causa federal, Manuel Dorrego por Juan Lavalle, a su vez héroe sanmartiniano y de Ituzaingó, en Navarro, el único posible candidato a “fundar un gobierno enérgico que cimente la organización del país” era Rosas. No sólo tiene recursos materiales sino que posee un enorme sustento en la plebe. A quien ahora conocen como “El Restaurador de las Leyes” asciende el diciembre de 1829 con “plenitud de facultades”, tal cual había sido su pedido al gobernador Viamonte, y tal cual habían detentado las gobiernos patrios desde 1811. Ese día jura que “bajo mi mando, la causa popular triunfará…el gobierno sostendrá a los desválidos y los protegerá”, en un discurso que dirige al pueblo, a las milicias y al ejército y marina. Apenas asume renuncia a sus sueldos públicos, lo mismo harían los presidentes Hipólito Yrigoyen y Mauricio Macri, e instaura en cientos de decretos un vocabulario a fuego rojo punzó y modos de vida federales. Rosas es un furioso legalista. Todo el aparato del estado y el andamiaje legal, en simultáneo a una novedosa opinión pública adicta con su propia prensa, se transforman en una gran agencia moralizadora y patriótica. Restaura las atribuciones de la Iglesia que Rivadavia había vulnerado y la convierte en una parte más de su burocracia. A finales de 1832, con el viejo proyecto de una Campaña del Desierto que amplíe los territorios a su clase terrateniente, finaliza Rosas una administración honesta, y que cuida el dinero público como pocas –por ejemplo, eliminó el déficit que dejó Lavalle de 17 millones de pesos. Pero el legado más notable de esta primera gestión es sin duda que por primera vez las catorces provincias forman una unidad, la Federación, y un espíritu federal, republicano y democrático que influiría en la futura constitución. Constitución que rechazaba antes los pedidos de otros caudillos federales, por caso Facundo Quiroga, porque Rosas consideraba que era un “cuadernito” si antes no había una organización sólida nacional y un respeto –según Rosas, nacido en el rigor- a las leyes. La historia después de Caseros le daría la razón.
Cuando Rosas comanda la Campaña del Desierto, fallida por las defecciones de los chilenos y los ejércitos de Cuyo y Norte, sumidos en la reacción unitaria, se produce en 1833 la Revolución de los Restauradores, impulsada por la Sociedad Popular Restauradora, su brazo político, y la Mazorca, su brazo armado. E ideada por Encarnación Ezcurra, esposa de Juan Manuel, y la primera de su género que interviene activamente en la arena política argentina. Un suerte de Eva Perón del siglo XIX, con excelente llegada a los sectores marginales y una capacidad organizadora admirable, recibe las siguientes palabras de Manuel Vicente Maza dirigidas s Rosas, “tu esposa es la heroína del siglo: disposición, valor, tesón y energía desplegadas en todos los casos y en todas las ocasiones; su ejemplo era bastante para electrizar y decidirse”, acota quien luego sería asesinado por mazorqueros tras la insurrección de los estancieros del sur en 1839. Dos años después la alfombra porteña recibe por aclamación en la cámara de representantes, y en la calles, al Restaurador de las Leyes, quien gobernaría una incipiente nación a puño de hierro durante 17 años en condiciones bastante frágiles.
En el frente interno soportó el gobierno de Rosas un desgastante guerra civil contra los unitarios, entre el brillante José María Paz en Corrientes y las intentonas de ejércitos multinacionales de Lavalle, que pusieron en jaque administración y finanzas. En el externo, Rosas se enfrentó como Confederación Argentina a Bolivia, a Paraguay, a Uruguay y a los dos grandes potencias el momento, Francia (dos veces) e Inglaterra. Con la gloria de la Segunda Guerra de la Independencia, la campaña patriota del Litoral y el combate de la Vuelta de Obligado de 1845, Rosas defendió la soberanía nacional con uñas y dientes, insufló un renovado patriotismo fundante de la argentinidad. Y estuvo a punto de guerrear con el imperialista y esclavista Pedro II por las pretensiones expansionistas brasileñas; don Juan Manuel, que emancipaba negros y compartía los candombes domingueros. Imaginemos que no a cualquiera el general San Martín remitiría el sable que liberó medio Continente, la posesión más preciada de Rosas que se lo llevó a la tumba.
Un estado excepcional, violento, exacerbó en el segundo mandato las actitudes represivas rosistas con los objetivos precisos y entrecruzados de extirpar el disenso faccioso y crear una ciudadanía republicana virtuosa. Era el clima del terror y la censura, del acallamiento de opositores que emigraban masivamente a Montevideo –para aliarse a uruguayos y franceses contra su propio país-, que alcanza el cenit entre 1840 y 1842 “Buenos Aires estaba silenciosa, las calles sin gente, muy pocos que por necesidad o por miedo salían….las madres temían…la tiranía estaba en los de abajo, esa tiranía oscura, inconciente, anónima, que no está representada por un hombre sino por la muchedumbre”, retrataba un aristócrata Víctor Gálvez. Además del concreto terror perpetrado por los mazorqueros, un triste ensayo del futuro Terrorismo de Estado (aunque, justo decir, Rosas ordenaba la muerte a quienes sorprendía en pillaje, o desbordes a nombre de la Santa Federación contra los salvajes asquerosos inmundos unitarios), Gálvez menciona otro terror, otra tiranía, y es ese federalismo rosista, americanista e igualitario, que amenaza los privilegios de la aristocracias criollas. Estos paisanos accedían vía militarización, vía arriendos, vía pequeñas conquistas civiles teñidas de demagogia, a una batería de herramientas que permitía el ascenso social. El régimen rosista fue un sistema político contestado y contingente, fruto de múltiples acuerdos con sectores amplios de la sociedad, inédito en el país aunque asentado en varias instituciones legales derivadas de Rivadavia como el respeto a la propiedad y derechos individuales, y que dieron una inusitada modernidad en la conformación de ciudadanos. En este sentido, la experiencia rosista evitó una sociedad de castas tradicional en las nuevas repúblicas latinoamericanas. Para el criollo, todo quedó en la memoria.
Pero este poder omnímodo tenía un límite en el horizonte y se llamaba Justo José de Urquiza, su principal general, y competidor en extensiones de hacienda. Además gobernaba Entre Ríos, donde el relajamiento de la censura reavivó la discusión por una Constitución, y la crítica a la renuencia rosista por la libertad de comercio que perjudicaba los negocios con las potencias extranjeras. La Confederación estaba exhausta de contribuciones a guerras civiles inacabables y reclamos de una lealtad ciega al federalismo punzó. Y los paisanos se hartaron de convertirse en carne de cañón sin recompensas en dinero y tierras –en contraposición, las economías regionales crecían gracias a las medidas proteccionistas de Rosas, y Buenos Aires triplicaba en diez años el tonelaje de exportaciones y buques mercantes de ultramar. El 3 de febrero de 1852 en Caseros un ejército multinacional comandado por Urquiza vence a la desarticulada resistencia de Rosas, y detonan las matanzas, el saqueo y la rapiña por primera vez en la ciudad. El hombre más poderoso del país hasta el día anterior, en compañía de su querida hija Manuelita, se refugia en la casa del encargado de negocios británicos. Al día siguiente partiría en el HMS Conflict para nunca más volver.
Con Rosas viaja el general Gerónimo Costa. Este militar federal recuerda que el Restaurador estaba aterrorizado con la anarquía que se cernía en su país y el destino de los paisanos, los gauchos, los negros “Lástima que no haya sido posible constituir un país!”, imagina el diálogo entre Costa y Rosas el periodista Hernán Brienza, “Rosas se puso serio, “Nunca pensé en eso”, y “¿Para qué nos hizo pelear tanto?, retruca Costa. Rosas clavó la vista sobre Buenos Aires que se alejaba, “Porque sólo así se puede gobernar a este pueblo” Paz y administración diría Julio Argentino Roca en 1880. Rosas gobernó para llegar a eso. Al país le costó treinta años más de sangre y la casi extinción de gauchos e indios.
Afirmando las relaciones excelentes que mantiene con los británicos, Rosas fija residencia en Southhampton con la protección de su antiguo enemigo, el primer ministro inglés Lord Palmerston. Vigilado por los servicios secretos de la Reina tiene pocos contactos con el exterior y vive una solitaria vida en su granja de Burguess Street desde 1865. Se paseaba con casi setenta años por las calles y manejaba su farmer personalmente, “su amor por lo que podría llamarse mando despótico era tan grande que a nadie le estaba permitido decir una palabra excepto para aceptar las órdenes o contestar preguntas. El general Rosas siempre pagaba a los labradores un tercio más que las remuneraciones corrientes en el distrito, pero tenía la particularidad de contratarlos día a día” comentaba el diario local en los años que comienzan los padecimientos económicos de quien un censista inglés anotó como “estadista” La siguiente década serán de enormes estrecheces, al límite de la subsistencia trabajaba en la huerta con más de 80 años, y recibía menguantes ayudas de pocos viejos amigos o de Urquiza, quien admitía en cartas el grave error de haberlo derrocado. Desde 1857 su nombre estaba prohibido, el puntapié de las repudiables proscripciones argentinas, y sus cuantiosos bienes, ganados dignamente fuera de la función pública, confiscados. Fallece el 14 de marzo de 1877, luego de pescar una terrible congestión pulmonar arriando unos animales en pleno invierno, sin saber que en la campaña argentina las últimas montoneras bailaban al grito “Viva Rosas”, y las chinas asistían a las fiestas con el cintillo federal.
“Rosas no es un simple tirano”, dice Juan Bautista Alberdi, que empezó alabando al Restaurador de las Leyes, se transformó en el ideólogo de su derrocamiento, y que lo visita en Inglaterra, apagadas las grietas y con una tremenda perspectiva histórica, “si en su mano hay una vara sangrienta de hierro, veo en su cabeza la escarapela de Belgrano. No me ciega tanto el amor de partido para conocer lo que es Rosas bajo ciertos aspectos. Si se perdieran los títulos a la nacionalidad argentina, yo contribuiría con un sacrificio al logro de su rescate. Rosas y la República Argentina se suponen mutuamente: el temple de su voluntad, la firmeza de su genio, la energía de su inteligencia no son rasgos sino del pueblo que él refleja en su persona”
Fuentes: Gálvez, M. Vida de Don Juan Manuel de Rosas. Buenos Aires: Ediciones Trivium. 1971; Saldías, A. Historia de la Confederación Argentina. Buenos Aires: Hyspamerica. 1987; Myers, J. El nuevo hombre americano. Juan Manuel de Rosas y su régimen en Halperín Donghi, T. Lafforgue, J. Historias de los caudillos argentinos. Buenos Aires: Alfaguara. 1999.
Fecha de Publicación: 01/04/2021
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