¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónPara muchos, seguramente, cruzar Los Andes a caballo puede no ser la idea de unas vacaciones relajantes, pero sin duda es la aventura perfecta. Antes de emprender su histórica expedición, San Martín escribió en una carta a un amigo: "Lo que me impide dormir no es la capacidad de la oposición para convertirse en mis enemigos, sino cruzar estas inmensas montañas". Un lance que por tan épico causó el efecto deseado, liberar Chile y desde allí el Alto Perú.
El sol se desperezaba sobre un cielo azul cordillerano, salí del refugio, luego de desayunar con el resto de mis compañeros, hice varios pasos hasta un lugar poco transitado. Allí puse una rodilla en tierra, al tiempo que con mis manos acariciaba las piedras en un intento para que me contaran su historia.
Elevé la vista y un cóndor planeaba con esa habilidad extraordinaria para utilizar las corrientes de aire sin demasiado gasto de energía. Miré alrededor mientras recordaba lo andado, una escenografía increíble, glaciares colgantes, picos nevados, arroyos de deshielo, un cielo límpido y prístino.
Con los caballos listos emprendimos el camino al hito fronterizo. El frio de la mañana mutó por un agradable calor. La amplitud térmica es marcada, eso hace que la supervivencia aquí sea dura. De hecho, el refugio Real de la Cruz sólo está abierto en época estival ya que el invierno es imposible vivir aquí.
Mientras los caballos con ese paso cansino recorren metros, recuerdo el accidente aéreo de 1972, donde los sobrevientes, miembros de un equipo de rugby uruguayo, resistieron 72 días. Me imagino al pastor de cabras encontrándolos en uno de estos valles donde el río teje su cauce a través de esponjosas y luminosas plantas de yareta verde.
Lo espeso del aire me indica que estamos llegando al límite de las altas cumbres. Alrededor las montañas se ven indomables, se extienden por donde miro. Al Norte el volcán Tupungato. La mole helada de 6550 metros descuella por encima de macizos vecinos como el San Juan o Alto, el Tupungatito y el Negro o Pabellón. Se siente surrealista estar tan alto, mirando las sombras que algunas nubes proyectan, lo que agrega más profundidad al rico espectro de colores que por allí se aprecia. Las imágenes y emociones se sueldan a la corteza prefrontal y allí se quedarán por siempre.
Llegamos a esa estructura metálica que nos indica el límite con el país trasandino. Todo está inmóvil, como en un cuadro, somos nosotros los actores de reparto de esa obra. No hay indicios para saber en qué año fue colocado el hito fronterizo, lo cierto es que algunas rocas con fósiles marinos jurásicos nos enseñan que la edad no importa. Charles Darwin, en 1835, cruzó por este paso, y escribió en su libro, El Origen de las Especies, “¿Quién puede evitar maravillarse ante la fuerza que levantó estas montañas, e incluso más al pensar en las incontables edades requeridas para romperlas, removerlas y nivelarlas?”
Cumplimos, pues, con las ceremonias de rigor, como la típica trepada sobre la torre de hierro, para tocar el cartel en su cúspide donde se lee de un lado Argentina y del otro Chile.
Estábamos ahí, disfrutando de las clásicas picadas que nuestro vaqueano prepara con esmero y vimos llegar, caminando desde otro lado de la cima, a un grupo de chilenos a pie, que venían para hacer cumbre. En ese lugar sólo somos seres humanos sin nacionalidad. Alguien comenzó a mover las cuerdas de la guitarra y de pronto una cueca salió del instrumento, al tiempo que comenzamos a bailarla con las recién llegadas. Al final de esos acordes, y esperando que los dedos del guitarrista tejieran otro tema, agradecí a Dios y a la Pachamama haberme hecho este regalo.
Entonamos canciones tradicionales en honor a San Martín, O’Higgins, a sus Granaderos a Caballo, al Ejército de los Andes, y por supuesto, entonamos los himnos nacionales de los dos países. Un momento de mucha emoción y sensibilidad, lo que no permitió afinar lo suficiente, la altura también hizo su efecto, las notas musicales salían como podían, acompañadas por las lágrimas de los expedicionarios.
Al regreso por la tarde, todos sabíamos que el arroyo que cruzamos a la ida, iba a estar crecido ya que, por el efecto del deshielo, sus aguas suben en horas de la tarde. Los arrieros antes de vadearlo nos indicaron algunos consejos prácticos para superar la prueba. Nuevamente la confianza en los caballos fue fundamental para atravesarlo.
Por la tarde, llegamos al Refugio tomé un baño recuperador, con agua calentada por un calefón a leña, recobré energías y, entre todos, presenciamos el acto de descubrimiento de la plaqueta en conmemoración por la donación de los 4000 ponchos que el gobierno de Córdoba, la iglesia y el pueblo cordobés, entregó al ejército de los Andes hace más de 200 años. Un momento de mucha emoción por las palabras alusivas de los presidentes de la Agrupación Batuque, y la ONG 4000 Ponchos.
Luego en la gran sala con ventanas del refugio, cenamos para rápidamente improvisar una peña con guitarras, piano y bombo legüero. Descanso para el día siguiente, retomar el regreso. La tarde poco a poco se vistió de noche. Sobre la mesa, un cuaderno de notas, el bolígrafo y la cámara de fotos daban cuenta de lo vivido.
Fecha de Publicación: 03/05/2020
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