En 1930 el cronista de la masiva revista “El Hogar” se acerca a un espacio que “mágicamente” había mutado de un monte salvaje para la cacería, a un moderno parque con instalaciones para la recreación popular y la educación infantil. En poco menos de quince años la ciudad de Buenos Aires disfrutaba del Parque Avellaneda, alrededor de la cual se formaría una barriada obrera. Una joya del ejido urbano, soñada por el socialista Benito Carrasco y Antonio Zaccagnini, el primer concejal obrero, que alimentó las fantasías de generaciones con los juegos al aire libre, el tobogán más alto conocido, el tambo o el natatorio, seriamente dañada con la intervención de los militares, y la “herida absurda” de la autopista, y los sucesivos gobiernos municipales del retorno de la democracia. Solamente la decida acción de los vecinos, en un caso excepcional en Argentina y Latinoamérica de gestión compartida, logró revertir el deterioro de Parque Avellaneda y recuperar un legado que enlaza a los querandíes con los estancieros, a los federales con Enrique Santos Discépolo, a la niñez de todas las épocas a bordo del trencito de la alegría.
Llegaba Estanislao Rivas del Hogar, la influyente publicación del grupo Haynes, a visitar los últimos testigos oculares de la increíble transformación del parque, en las cuales trabajaron en sintonía las intendencias conservadoras y radicales, entre los diez y los veinte. “El primer dueño de estas tierras fue don Nicanor Olivera, vasco español (sic), quien las compró por la suma de seis mil pesos fuertes. Era el abuelo de la familia. Vino de su patria (sic), siendo muchacho, y entró a trabajar en una panadería, como peón de patio. Allí aprendió a amasar. Cuando ya supo su oficio, y había reunido algún dinero, compró, como le digo, esta tierra”, recordaba el capataz Ramón Rodríguez, que había trabajado para los Olivera desde los tiempos de la magnífica Casona, gema del eclecticismo novecentista -similares mosaicos que el Diario La Prensa, actual Ministerio de Cultura porteño-, el último casco de estancia que aún se conserva en los límites de la General Paz. Cuando le preguntaron al paisano, responsable del tambo instalado desde 1913 para abastecer a los comedores infantiles, construído al modo inglés -hoy Centro de Artes Escénicas-, y de cuidar las sesenta hectáreas originales del parque, sobre la primitiva extensión de la estancia de los Olivera señaló que “iba desde Lacarra hasta cerca de los Mataderos, y desde el Riachuelo hasta más allá de la vía del Ferrocarril Oeste”. Unas mil doscientas hectáreas por lo que cuatro barrios nacieron de la más conocida Estancia de Los Remedios, propiedad de una de las familias fundadoras de la ganadería y la agricultura nacional -de hecho hasta la venta a la municipalidad, en 1911, seguían los reseros arriando ganado hacia los bañados de Villa Lugano.
Pero la historia se remonta desde antes de la llegada de Pedro de Mendoza a Buenos Aires. Los querandíes fueron los primigenios habitantes de estas tierras bajas, que atravesaban en tiempos de la colonia, el camino de Cañuelas, actual avenida Alberdi, y el de Campana -héroe de la Independencia, cuya casa, fortín, pulpería y casco de chacra en Mariano Acosta y avenida del Trabajo/ Eva Perón fue demolida lamentablemente en 1945-, actual avenida Eva Perón. Parque Avellaneda es el único espacio de la ciudad dedicado a “Wak´a, lugar de encuentro de los pueblos originarios”, nodo cultural de los pueblos originarios, donde se celebran el Inti Raymi y la Pachamama, nada más, debido a la limitaciones impuestas por el ejecutivo porteño en el poder hace quince años.
La terrible epidemia de tifus de 1727 halló en Nuestra Señora de los Remedios una figura a invocar por los porteños y a ella se construyó un altar en la Chacra de la Huérfanas, hoy en los terrenos del parque, expósitas que llegaron a rondar las 70, y producían verduras que abastecían al Partido de Flores, además de instruírlas, algo raro en aquella ciudad de analfabetos, menos educar a mujeres. En tiempos patrios aparecería el ecuatoriano Domingo Olivera, colaborador de Hipólito Vieytes en 1811 en organizar la primera policía porteña, y quien se interesó en los planes de desarrollo agrícola y colonizador de Bernardino Rivadavia. Funcionario público del gobernador Martín Rodríguez, fundador de la primera Sociedad Rural (1825), el ascenso de Juan Manuel Rosas lo apartan de la gestión pública. Adquiere en subasta pública la Chacra de las Huérfanas -gracias a los alcances de la Ley de Enfiteusis de su amigo Rivadavia-, con un socio que pronto desaparece, y a partir de 1830 se traslada a la chacra -demolida en 1914- con la esposa Dolores, sobrina del virrey Olaguer Feliú, y los hijos Eduardo y Nicanor. Dolores sería quien rescata la olvidada figura de Nuestra Señora de los Remedios -hoy en una iglesia cercana- y desde entonces será la Chacra de los Remedios. Las antipatías del unitario Olivera con el Restaurador de las Leyes hicieron que la familia se recluya en este inaccesible paraje del suroeste de la ciudad y junto a los cuatro hijos, sumedos a Ernesto y Luis, edificaron un establecimiento modelo de ganadería bovina, ovina, caballar y agricultura, introduciendo importantes mejoras que se replicarían en las pampas. Una de las primeras tahonas -molinos- mecánicas funcionó en Parque Avellaneda.