“Belgrano, el pueblo improvisado que surgió al impulso progresista de la época, y es hoy un Edén, un punto de reunión donde la belleza, la elegancia y la moda tienen sus atractivos”, escribía José María Cantilo bajo el seudónimo de Bruno, en el Correo del Domingo, su diario a mediados de 1860. Para Cantilo, y otros que configuraron la mentalidad de la Generación del 80, Belgrano, nacido de un “mar verde de alfalfas” propiedad de Juan Manuel de Rosas, tuvo los atributos de un espacio imaginario de la modernidad, y bajo el paradigma urbano sarmientino, aquel que definió a las ciudades como “el centro de la civilización”. No es casual que el barrio posea un Museo Sarmiento, solar de la calle Cuba donde se votó la federalización de Buenos Aires en 1880, y, en fin, el modelo centralista y urbano. Y Cantilo, un hombre de Bartolomé Mitre, sumaba logros en medio de la “salvaje campaña” para argumentar: “los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos. La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos europeos, el frac y la levita tienen allí su teatro y su lugar conveniente”. Y, sin embargo.
En las barrancas y al Bajo se vuelve a las melodías de las lavanderas y los arrabaleros, espacio de la primera villa miseria capitalina. Que también son el Belgrano del caserón de tejas, que “nos llama mamá”, y el ominoso de la dictadura que describía Luis Alberto Spinetta en su Lp “Bajo Belgrano”, “el disco es bien porteño... Interviene ese río tan perlado que nos ha dado una añoranza tremenda, una permanente melancolía. Yo soy de ahí, y siento esa realidad del bajo que ahora está mezclado con tanta muerte que hubo injustamente en la Argentina”. Por estas calles, algunas vez, pudieron cruzarse Carlos Gardel, Enrique Larreta, Manuel Mujica Láinez y Roberto Arlt. Hijos de diferentes cunas, vidas de diferentes estelas luminosos, que hacen la porteñidad, contaminada, mirando al Sur, llámase Civilización, llámase Barbarie.
Durante 300 años estas tierras, bajas e inundadas por el Arroyo Vega, cercanas el río que bañaba la actual Barranca de Belgrano, paso obligado al labrador San Isidro, permanecieron en manos de dos conquistadores españoles. El 24 de octubre de 1580, poco más de poco más de cuatro meses de la única fundación de la ciudad de la Trinidad y Puerto de Santa María de Buenos Aires, Francisco Bernal y Miguel del Corro recibieron las suertes números 22 y 23, respectivamente, dadas en merced por el adelantado Juan de Garay. Cada una de estas suertes medía 350 varas de frente por 6.000 varas (una legua) de fondo, que corrían de nordeste a sudoeste. Diversos negocios insipientes entre estos pioneros derivaron en una primitiva explotación que distinguiría el alejado paraje: la cal. De hecho la zona durante los tiempos virreinales y los iniciáticos criollos se conoció de “La Calera”, en su mayoría formada por conchilla de épocas remotas-fósiles abundan en sus profundidades, tal como los demostraron los restos de casi 20 millones de años de antigüedad encontrados en las obras del entubado del arroyo, en los treinta, y la ampliación del subterráneo, en los noventa.
La pulpería más antigua de Buenos Aires
Apenas unas casitas blanquedas, muchos ombúes, emergían solitarias y que compartieron paisaje con los asientos franciscanos, a fines del siglo XVIII. Estos religiosos introducen técnicas modernas en la explotación de la cal y la fabricación de ladrillos. Y asientan la primera capilla cercana a dónde se erigiría en 1878 la famosa La Parroquia de la Inmaculada Concepción, “La Redonda”; en cuyo lateral de la calle Vuelta de Obligado, aledaño del Hotel Watson -se conservan las arcadas de la lujosa residencia que hospedó tres presidentes argentinos-, se podía uno adentrar en el infierno para Ernesto Sábato en el “Informe sobre ciegos”, fragmento autónomo de la novela “Sobre héroes y tumbas” (1961). Un año después de la muerte de Manuel Belgrano en 1820, el gobernador Martín Rodríguez ordena la fundación de un pueblo allí en honor al Creador de la Bandera, y estimula el asiento de colonos alemanes e ingleses, quizá los más antiguos antecedentes del aluvión inmigratorio que transfiguró el país. No prosperó pero por décadas estos parajes serían de los “gauchos gringos”.