¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónEn medio de la calamidad de la pandemia asombraba una noticia. Por varios meses de 2020, Versalles se mantuvo sin casos de coronavirus. Este pequeño barrio porteño encerraba un misterio nada misterioso para los que conocían esas callecitas con nombres de capitales famosas y referencias de la flora criolla. Versalles tiene la mejor relación de verde por habitante, aire fresco por doquier, con sus decenas de plazas y las prohibiciones -aún- que impiden torres que tapan el sol. Este barrio conserva ese aura de casas bajas y calles arboladas que hicieron que sea destino del paisaje emotivo de los argentinos, registrado en las entrañables películas “Esperando la Carroza” y “El hijo de la novia”. Un microclima de trencitos de escala humana, clubes de barrio queribles como el Ateneo Popular de Versalles, y mercados de voces amigas, que soplan hasta la plaza Banff de Arregui, con el amparo de decenas de tilos, paraísos y palos borrachos. Juan José de Soiza Reilly y Juan José Campanella, en distintos siglos, repararon en la singularidad de Versalles, repararon en esa atmósfera de comunidad que trasmite los valores de la porteñidad. Que protegen a Versalles de los males de una transformación que no para, en el cobijo de los puntales de la buena vecindad, la amistad y el respeto, condesados en apenas 125 manzanas.
Al igual que varios de los barrios del Oeste porteño, la historia de Versalles -sin i ya desde los antiguos planos del novecientos- empieza con la gigantesca chacra de Castro, establecida en el siglo XVIII. Por un tiempo fue propiedad del vocal de la Primera Junta, Manuel de Sarratea, y, parece, asiento de un osario de desconocidos. Era un territorio agreste apenas recortado con algún gauchaje nómade, que tendrían su descendencia en el siglo siguiente en el mitológico gaucho Yedrós, custodio de estos campos pertenecientes a la Compañía del Oeste, y Juan Cuello, un bravo criollo que paraba en la célebre pulpería "La Figura". Hacia mediados del siglo XIX, la familia Visallac Rodríguez establece una chacra, cuyo casco de estancia se encontraba en Arregui y Dupuy, y se mantuvo en pie hasta 1900.
Una década más tarde cambiaría definitivamente el panorama con la llegada del ferrocarril. En Ferrocarril del Oeste decide extender el ramal desde Villa Luro, y la subsidiaria Compañía de Tierras, a lotear los terrenos. El médico de la empresa, José Guerrico, de una de las familias terratenientes más ricas del país, recién acababa de llegar de París, impresionado con los jardines de Versailles. Y quiso para estos lares que tengan el destino de naturaleza y urbanidad residencial que soñó un Rey Sol.
Tardó bastante en aparecer esta realidad en Versalles, con casas de tejas, muchas de estilo inglés debido a que sus propietarios eran británicos que trabajaban en los líneas férreas; los típicos hornos de ladrillos que alimentaron el crecimiento periférico de la ciudad hasta bien entrados los treinta; y las infaltables quintas verduleras. Como esa de un italiano que Soiza Reilly describió en un artículo del diez, y que con chanchos que engullían velas, daban más de un susto a los primeros vecinos de Versalles. Algo de eso quedó en los cuentos y leyendas de brujas y lobisones alrededor de la Plaza Banff, denominada de ese modo por la ciudad escocesa que condecoró a San Martín en 1824, y que ofrece amplios 16.500 m2.
Uno de los más recordados patrimonios intangibles del barrio es sin dudas el Trencito de Versalles o el Tren de Cinco, por su costo de cinco centavos, y que rodó con su trocha ancha, y dos vagones, hasta 1952; perdido con la construcción de la avenida Juan B. Justo. La vecina Mabel recordaba para el sitio barriada.com.ar, a principios de los dos mil, “El trayecto era de Villa Luro a Versalles y tenía dos paraderos, uno ubicado en Médanos (actual Juan Agustín García) y Gaona (hoy Juan B. Justo) y el otro en Jonte y Gaona. También en esa época corría desde Villa Luro hasta Saénz Peña un ramal del ex-ferrocarril Buenos Aires al Pacífico, compuesto por dos coches arrastrados por una locomotora. Existía un paradero denominado Echagüe, si mal no recuerdo, en Irigoyen y Arregui. y una estación denominada Villa Real. Ese tren circulaba por una franja de tierra ubicada entre las calles Irigoyen y Ruiz de los Llanos”.
Lo que no se perdió, y a razón de los esfuerzo de vecinos como Mabel, fue la estructura del Mercado de Versalles, que iba a la chatarra en 1999. Un digno representante de la metalúrgica inglesa, antes en Bruselas y Arregui, se lo trasladó al solar de la vieja estación, Porcel Peralta y Barragán, y denominado ahora el espacio Paseo Versalles bajo su protección centenaria, ofrece milongas y otras movidas culturales.
Con la electrificación del tren en los treinta, el barrio empezó a perfilarse más urbano pero sin perder la impronta de vida apacible. Surgieron algunas industrias, que empleaban a los inmigrantes italianos y españoles que se afincaron, como las fábricas de telas Teubal, Pinturas El Mono de Massiorini Hnos. y Envases Vitrofar. Tal pujanza hizo que a mediados de los sesenta surja en Versalles el primer supermercado de la Capital Federal, Gigante, que apenas duró cinco años.
También entre hacia 1930 aparecen las entidades sociales, de importancia en soldar la identidad vecinal tan singular y cohesionada, como la Sociedad de Fomento Luz del Porvenir (1923); los clubes Atlético Versalles (1921) y El luchador (1931); el Ateneo Popular de Versalles (1938); el primer grupo de Scouts Católicos (1923), y la Biblioteca “Belisario Roldán” (1934). De todas estas instituciones emerge la Parroquia Nuestra Señora de la Salud, que erigida en 1933 en el terreno del antiguo oratorio barrial de la calle Bruselas al 1000 y con un impactante granito para el altar mayor, confiere en el recuerdo de su patrona, la fecha de celebración de Versalles, el 16 de noviembre. Su primer párroco, Julio Menvielle, se haya sepultado en el atrio.
Todas estas referencias convergen en la mayor cósmica que tiene Versalles para los argentinos. Si bien Campanella eligió el antiguo bar Buenos Aires de Nogoyá y Gallardo para “El hijo de la novia” (2001), que antes había sido pulpería y carbonería, y la serie de Pol-Ka “Los únicos” (2011) se filmó en varias zonas del barrio, la emblemática “Esperando la Carroza” (1985) vive en la casa de Echenagucía 1232 y alrededores. En esta casona, construída en 1929 por un inmigrante español, ocurre la acción principal de la película de Alejandro Doria; unos metros más allá Mamá Cora observa desde la terraza su propio funeral; y un poco más adelante, será la plaza donde la abuela irá con la corona en mano, al ritmo de “Tengo una vaca lechera”. No muy lejos pasará Cora en grupo de jubilados ante un compasivo, aunque de mirada triste, beato criollo Ceferino Namuncurá, obra del escultor Amado Armas.
El universo grotesco de los Musicardi de “Esperando la Carroza” que es el universo ¿grotesco? de los argentinos, imaginado por un uruguayo, Jacobo Langsner, y que se revuelve en salsa agridulce en Versalles, como lo atestiguan los miles de fanáticos del film que peregrinan por sus calles. Una y otra vez. Y Versalles deja de ser un punto en el mapa, barrio humano verde hoy codicia gris inmobiliaria, para ser síntoma de identidad.
Fuentes: Nogués, G. Buenos Aires. Ciudad Secreta. Buenos Aires: Sudamericana. 2003; Savloff, J. “Versalles, el barrio porteño de película” en clarin.com; barriada.com.ar
Imagen: BuenosAires.gob
Fecha de Publicación: 16/11/2023
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