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Historia de los barrios porteños. Buenos Aires sin cabeza

Cada vez que camine por Avellaneda, Lavalle o Avellaneda estará recordando el fervor cefaleuta embebido en la toponimia porteña. Más de 200 degollados, decapitados, degolladores y decapitadores trazan calles sangrientas mucho antes de las motosierras.

Buenos Aires
Buenos Aires sin cabeza

La sangre está desde los comienzos de la República, en los primeros gritos de Mayo, fusilando a los héroes de la Reconquista, o en los 300 federales degollados por Venancio Flores en 1861, con la mirada complaciente del futuro presidente Mitre. Una calle de Mataderos recuerda semejante acto en Cañada de Gómez, sugestivamente en paralelo a Alberdi: Juan Bautista que en su pieza teatral “El gigante de Amapolas” imagina un sable que decapita seis en un mismo acto para “economizar”. Algo que no pretendía Sarmiento, otro prócer celebrado en las calles de Buenos Aires, que cuando era director de guerra y ¡escuelas!, puso en la pica la cabeza del Chacho Peñaloza, recomendando no “economizar sangre de gaucho”. Y volviendo al uruguayo Flores, que terminó con la cabeza fuera de sus lugar en el momento de su funeral en 1868, otra de sus gestas fue cortando gargantas rememora Yatay en Almagro. Luego de la victoria en 1865 en la Guerra contra el Paraguay, Flores tomó 1600 prisioneros, a 800 obligó pelear contra sus compatriotas casi sin armas; a los otros 800, en su mayoría correntinos y entrerrianos federales, degolló con las manos atadas. Otra vez Mitre felicitó aunque pidió un poco de “moderación” ¿Qué iba a decir un hijo de estas pampas, Don Bartolo, nacido entre el matadero y la refalosa, sangre y cabezas en los huecos, devoto de san degüello?

Estos y muchos datos más encontró Vicente Di Maggio, historiador, escritor y ensayista, que lleva dos ediciones de “Cefaléutica de Buenos Aires”, un relevamiento con 225 entradas que identifica el mapa urbano alrededor de las cabezas cortadas de distintos personajes y hechos históricos. Editado por el Teatrito Rioplatense de Identidades en 2015, y con una edición ampliada en 2022 por Urania, tuvo una recordada exhibición en la Biblioteca Nacional, “Buenos Aires. Un mapa del degüello”.

¡Que le corten la cabeza!

En griego, cefaléutica remite al arte de encontrar y señalar cabezas trofeo. Un ritual muy viejo de la humanidad, impreso en varios pasajes bíblicos, y que en América aztecas y guaraníes compartían con igual frenesí, pero que en la naciente Nación adquiere volúmenes de sangre inéditos. Quizá por esa obsesión por los fluídos de la primera parte del siglo XIX, con un vampírico Juan Manuel de Rosas -sin calles porteñas pero con estación de subte…¡que corta la línea con el nombre de su vencedor en Caseros, el antiguo lugarteniente Urquiza!-  y la génesis de la literatura argentina embebida en sangre por Hilario Ascasubi y Esteban Echeverría -claro, ambos con sus respectivas calles-; el degüello y la decapitación era la moneda corriente de las guerras civiles que se extendieron de 1810 a 1880. Era común incluir en las partidas unitarias y federales argentinas, coloradas y blancas uruguayas, cuando éramos uno, sin colonias cisplatinas cocidas en Londres,  a expertos degolladores.

Que se consideraba, al revés que en la Europa jacobina admirada por Mariano Moreno -sí, tiene su calle el supuesto redactor del terrorista y cefaleuta “Plan de operaciones”-, un gesto de humanidad.  Había una variedad de técnicas, perfeccionadas en guerras interminables, primero contra españoles -de quienes aprendimos a no dejar prisioneros, menos si eran indios o negros; sino pregunten a los degolladores Belgrano y Lamadrid, otros nombrando calles-, luego portugueses, y finalmente, entre hermanos: la oriental de oreja a oreja; la brasilera, por detrás de la tráquea; o la más al uso nostro, la argentina, dos cortes en la carótida. En ello iba la habilidad aprendida en el degüello de animales y el increíble manejo del facón de los gauchos. Nadie salía de la casa sin el facón cruzado por si había que tajear animal, o persona, en lo posible, en el cuello. Y manía cortante que impregnaba a todos los estratos sociales, si no revisemos las notas de José Mármol -otra calle, otro que plasmó el fervor cefaleuta rojo punzó en “Amalia”-, y cómo las niñas de bien debían esconder las muñecas de sus hermanitos que solamente querían cortar cabezas para “practicar” en 1851.

Villa Crespo, récord de decapitados

El lector adivina cierta tendencia de las callecitas porteñas. Buenos Aires posee una inmensa mayoría de cabezas sueltas de la guerra de Independencia, el coronel Ignacio Warnes en Chacarita, que estuvo semanas en una pica realista en Santa Cruz en 1816; y las unitarias, con el padre de Nicolás entre los casos más tremendos, Marcos que corta desde Floresta a Caballito. Al gobernador de Tucumán, capturado tras la derrota de Lavalle en 1841, cortan la cabeza aún de pie, nada de rodillas para el “salvaje unitario” , y, parece, la extremidad superior y el cuerpo siguieron en movimiento, varios minutos. No, no es un cuento de Poe, es la Patria naciente. Esto fue la orden salvaje del federal y rosista general Manuel Oribe; sin calle, extraño de alguien que tanto tuvo que ver con nuestra Independencia, héroe de los 33 Orientales de Lavalleja. Éste general uruguayo sí con calle en Villa Crespo y decapitado, por supuesto -al margen, el barrio con más cefaléutica, ¿será por la fantasma matrero y malevo del Arroyo Maldonado?-. Volviendo el desgraciado Marco Avellaneda sacaron la piel para fabricar aparejos de caballo, y cuentan, con el cuerpo descabezado aún en movimiento. Si hay un fin de esta historia trágica, que recuerda por el sadismo al destino del cuerpo de Evita, el presidente Sarmiento rastreó sin suerte por todo el país, pagando grandes sumas de dinero del erario público, esta barbarie para enviarla al Museo de París. Sí, Francia. Un dato sarmientino: su “corta-cabezas” preferido era Ambrosio Sandes, mala palabra en Cuyo hasta el día de hoy por su crueldad contra el paisanaje; en cambio, para el Padre del Aula sanjuanino era equiparable al Cid Campeador y Aquiles.

En la capital de la República donde se recuerdan también degolladores degollados, el infame Rauch en Palermo; bromas (sic) como la del monumento de Lavalle en lo que era la mansión Dorrego, avenida palermitana del fusilado y  decapitado en 1828; o los coleccionistas de cráneos, Ameghino en Parque Avellaneda o Perito Moreno en Pompeya, conviviendo con sus objetos de estudio, los caciques Catriel en Saavedra o Calfucurá en Villa del Parque (¡ambas cortadas!), no queda otra que entregarse a los arcanos de la ficción del gran pericón argento. Una ficción que es más filosa que lo Real.  

Borges con el facón y el poncho

Jorge Luis Borges -calle en Palermo-, que a veces en sus declaraciones y acciones erraba fiero a la realidad y su pueblo, en sus cuentos alcanza una lucidez envidia del analista o dirigente. El escritor de “El Aleph”, cuyo pasión cefaleuta emerge temprano en versos y ensayos, allí su “Poema conjetural” (1943) para el degollado Francisco Narciso Laprida  -calle al denominado Barrio Norte, en honor al presidente del Congreso de Tucumán de 1816-; retoma el tema en “El otro duelo” para “El informe de Brodie” (1970). Brillante análisis de los odios nacionales que se pierden en el infinito del ombú y el algarrobo, con el telón de fondo de la trágica y violenta década del setenta, estos dos gauchos se matan entre ellos sin necesidad de motosierras, a puro facón, puro odio ciego, a lo argentino:

“Con el sable, un sargento marcó una raya a lo ancho del camino. A Silveira y a Cardoso les habían desatado las muñecas, para que no corrieran trabados. Un espacio de más de cinco varas quedaba entre los dos. Pusieron los pies en la raya; algunos jefes les pidieron que no les fueran a fallar, porque les tenían fe y las sumas que habían apostado eran de mucho monto.

A Silveira le tocó en suerte el Pardo Nolan, cuyos abuelos habían sido sin duda esclavos de la familia del capitán y llevaban su nombre; a Cardoso, el degollador regular, un correntino entrado en años, que para serenar a los condenados solía decirles, con una palmadita en el hombro: "Ánimo, amigo; más sufren las mujeres cuando paren".

“Tendido el torso hacia adelante, los dos hombres ansiosos no se miraron. Nolan dio la señal.

Al Pardo, envanecido por su actuación, se le fue la mano y abrió una sajadura vistosa que iba de oreja a oreja; al correntino le bastó con un tajo angosto. De las gargantas brotó el chorro de sangre; los hombres dieron unos pasos y cayeron de bruces. Cardoso, en la caída, estiró los brazos. Había ganado y tal vez no lo supo nunca”    

Bonus para el enano cefaleuta

Esta pasión de cortar cabezas en la cabeza de Goliath -Martínez Estrada dixit- no paró en el siglo XX: si bien el cadáver de Juan Domingo Perón -calle céntrica- perdió las manos en los ochenta; a su esposa Eva Perón -avenida de Flores- intentaron serrucharle la cabeza embalsamada, y la de su cuñado, Juan Duarte, exhibieron en los interrogatorios contra los “adictos al sangriento tirano prófugo”, entre ellos Fanny Navarro, orquestados por la autodenominada Revolución Libertadora.  No perdamos la testa que nuestras calles ya nos rompen el coco, porteños.

 

Fuentes: Di Maggio, V. M.  Cefaleútica de Buenos Aires. Buenos Aires: Ediciones Urania. 2022; Ferro, G. Sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas. Buenos Aires: Marea. 2008; Slatta, R. W. Los gauchos y el ocaso de la frontera. Buenos Aires: Sudamericana. 1985.

Imágen: Freepik

Fecha de Publicación: 02/09/2023

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