¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Jueves 08 De Junio
Era un tiempo en los que Europa expulsaba a sus hijos. Y en esa corriente migratoria nuestro país los recibió con los brazos abiertos: “para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.
Salvatore Salamone partió de Sicilia, para probar suerte en América, a fines del siglo XIX. Llegó al puerto de Buenos Aires con su hijo Francisco en brazos. Salvatore era constructor y ese legado se lo transmitió al niño. Y así fue como el joven se recibió primero de maestro mayor de obras en el Otto Krause de Buenos Aires y de arquitecto e ingeniero en la Universidad Nacional de Córdoba. Sin saberlo, a Francisco la vida le tendría preparado una sorpresa que lo inmortalizaría.
En 1936, conoció al gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Manuel Fresco. El mandatario pertenecía al Partido Conservador y quería utilizar a la obra pública para figurar en los libros de historia. Su quimera era: refundar una provincia monumental. Y Salamone interpretó a la perfección el sueño del político.
Entre 1936 y 1940 desplegó casi 70 obras en 18 municipios, entre los que se destacan Azul, Epecuén, Laprida, Gonzales Chaves, Balcarce, Coronel Pringles, Tornquist, Guaminí, Saavedra y Saldungaray. Obras cargadas de monumentalismo, megalomanía y ambición, dicho en el contundente idioma del art decó, funcionalismo, futurismo italiano, expresionismo alemán y el constructivismo ruso. Sin embargo, es recién hace muy pocos años, que su obra empieza a ser rescatada de un olvido en el que cayó por esas cosas que tiene nuestra historia.
Villa Epecuén tuvo su apogeo turístico de la mano de su laguna con propiedades terapéuticas. Se encuentra en el partido de Adolfo Alsina, a poco más de siete kilómetros de Carhué. Sus orígenes se remontan a 1921. Llegó a tener cerca de 1500 habitantes, los que tuvieron que ser evacuados en 1985, cuando el desborde de la laguna la inundó por completo. De aquí rescatamos el Matadero Municipal, diseñado por Salvatore Salamone en 1937. Se destacan una torre expresionista y una atractiva chimenea ladrillera. La grafía de la función y su demostración explícita mediante la palabra “matadero” adjudica a una tipología no tan divulgada.
Saldungaray es un pueblito perdido en el sistema de Ventania, las Sierras Australes del Sur Bonaerense. Aquí sorprende la entrada al cementerio. Un arco de 12 metros de altura, que completa en su parte inferior una circunferencia casi perfecta. Inscripta en la figura, un Cristo doliente. En sus contrafuertes anidan salas administrativas y cámaras de nichos. Hacia el interior, carece de cualquier tratamiento y solo ofrece una pared desnuda.
En Azul, a 330 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, Salamone construyó una de sus casas, la que aún existe, se encuentra en Belgrano y Colón. Un inmueble que pasa desapercibido a diferencia de lo que ocurre en el centro del pueblo. Allí impacta su plaza con el piso que “se mueve”. El arquitecto logró un efecto óptico gracias a baldosas romboidales de color blanco, gris y negro, que suplica la forzada sobriedad de lo natural. Los tres tipos de bancos, las dos clases de farolas y el monumento al General San Martín completan toda la magia del diseño salamónico.
Saliendo de allí y yendo donde descansan las almas, la bienvenida al cementerio enfatiza la imagen del Ángel Exterminador que se recorta contra un gigantesco RIP correspondiente en latín al Requiescat In Pace (Descansen En Paz). La escultura cubista del ángel posee una espada en sus manos y su rostro de ceño fruncido tiene la particularidad de que según le va dando el sol expulsa desiguales expresiones. Ese carácter alegórico y expresivo concede una atmósfera heterogénea, vinculada directamente con las directrices de ese plano religioso.
Salamone se escucha enérgico entre los apasionados más fanáticos y los detractores más agarrotados, que conjeturan en las efigies un conjunto de imágenes al servicio de la difusión política de la Argentina conservadora, de la Década Infame.
Fecha de Publicación: 02/12/2019
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