¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Viernes 02 De Junio
Cuando una parte del cerebro envía un mensaje a otra, emplea dos tipos de energía: eléctrica y química. La electricidad conduce el mensaje de un extremo a otro de cada una de las largas células nerviosas, las neuronas; pero las cosas se complican cuando tiene que pasar de una neurona a otra porque estas células no están directamente conectadas, hay entre ellas un espacio, lo que se llama una sinapsis.
Puede compararse la sinapsis a un río que separa dos tramos de una vía de tren. Cuando el tren llega a un extremo de la vía, cruza el río en un transbordador y al llegar a la otra orilla sigue su marcha sobre el otro tramo de rieles. Así, el mensaje cerebral cruza la sinapsis a bordo de un transbordador que, en este caso, es un compuesto químico llamado, genéricamente, neurotransmisor. La corriente eléctrica que conduce el mensaje hasta el extremo de la neurona se interrumpe al llegar a la sinapsis, el neurotransmisor toma entonces a su cargo el mensaje y lo transmite a la siguiente neurona donde se pone en acción otra corriente eléctrica, y así sucesivamente hasta que el mensaje -llamado técnicamente impulso nervioso- llega a su destino.
La transmisión química del impulso a través de la sinapsis es más lenta que la transmisión eléctrica; tarda de una a tres milésimas de segundo (si tomamos una taza de café, la cafeína acelerará el proceso). Unas partes del cerebro producen un tipo de neurotransmisor y otras otro; en total, existen alrededor de 30.
Las neuronas con que cuenta una persona hasta el final de sus días son las mismas que tenia al nacer. Una vez diferenciadas, este tipo de células no se multiplican; si alguna se lesiona o muere no puede ser reemplazada. Sin embargo, la dotación de neuronas de que está provisto un individuo es tan grande que -a menos que sufra una lesión enorme- basta y sobra para cubrir las contingencias que puedan presentarse a lo largo de la vida.
Aunque es verdad que el cuerpo de una neurona es irreemplazable, algunas de sus prolongaciones sí pueden regenerarse después de haber sido destruidas por una lesión; eso explica por qué es posible que los miembros reimplantados recobren parte de sus funciones.
Cuando estamos nerviosos nos parece que esa sensación procede de la boca del estómago, pero en realidad tiene su origen en el sistema nervioso. Supongamos que el dentista le dice que le tiene que extraer una muela; antes de que pueda razonar y darse cuenta de que no hay nada que temer, esas palabras ya han estimulado al cerebro.
Instantáneamente, su pensamiento se centra en la muela, y en lo más profundo del cerebro, donde se producen las reacciones «irracionales», las neuronas interpretan el mensaje como un peligro. Antes de que haya cerrado la boca para comprobar con la lengua que la muela todavía está en su lugar, las glándulas suprarrenales han recibido señales que les hacen verter epinefrina en el torrente sanguíneo. Los efectos de esa hormona llegan a todas partes del cuerpo; a ella se debe el rápido latir del corazón, la sensación de vacío en el estómago, el sudor de las manos y la intranquilidad general que llamamos nerviosismo.
Una vez que la epinefrina entra en la sangre, su efecto dura unos minutos sin que pueda detenerse antes la reacción. Aunque en ese momento el dentista decidiera no sacarle la muela, su estado de nerviosismo continuará mientras la hormona permanezca activa. De hecho, el sistema nervioso no necesita un estímulo externo, real, para alarmarse; por lo que a él concierne, un pensamiento es tan válido como un acto.
Una idea perturbadora basta para ponerlo a uno nervioso y, una vez que el cerebro reconoce los síntomas, da por sentado que hay razón para ese nerviosismo y se sostiene en tal estado.
Fecha de Publicación: 23/03/2023
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