“Toda la costa nos pertenecía, en todas partes bailábamos, pasábamos el domingo entero en fiestas y por la noche o el lunes de la madrugada nos poníamos de viaje para la ciudad”, de “La Gran Aldea” de Lucio V. Mansilla recupera el Buenos Aires que no vivía de espaldas a su gran río marrón y disfrutaba del ocio y el descanso. Y el fresco. Muchos antes que se masificara la noción de vacacionar, o simplemente descansar, ya desde La Boca al Tigre eran sitios campestres obligados de paseos en plan de no hacer nada. En “Veranitos porteños: igual, lo que mata es la humedad” contábamos la historia del veraneo urbano de Buenos Aires. Ahora pinchamos voces y postales de una ola de malla entera y estrictas normas de decoro. Como prohibido sacar la bermuda por la ventanilla del tranvía 48 a la vuelta del Balneario Municipal.
Mientras los ferrocarriles conectaban el centro con San José de Flores, que florecería en jardines y quintas que los porteños pudientes utilizarían de solares de veraneo, concepto importado de los europeos de mediados del siglo XIX, en 1863 se inaugura la estación de Tigre, cercana al antiguo pueblo de Las Conchas. Sus paradas intermedias, las únicas Belgrano, Olivos, San Isidro y San Fernando, rápidamente empezaron también a crecer en caserones y balnearios en sus costas. En varios aspectos fue la locomotora marchando al Norte-más las regulares epidemias que azotaron la ciudad como la Fiebre Amarilla de 1871- quien decidiría el cambio de los paseos en La Alameda y el refresco cerca del aljibe, en el caso de los familias terratenientes y patricias, a las espectaculares mansiones de, entre otros, Beccar, Guerrico, Ocampo, varias cercanas a las quintas de la época colonial como las de Los Tres Ombúes. Todo el mundo dorado de Manucho Mujica Láinez, allá.
La delicia de la high life
“Llegamos nada más que con media hora de atraso y era demasiado temprano. Los jóvenes estaban, pero de las niñas no había llegado ninguna. Ayudamos a poner las flores en las mesas, los bombones, las masitas, y, lo que es más importante, nos hicimos más amigas de las obsequiantes quienes nos pidiéramos que hiciéramos los honores de la mesa que habíamos arreglado, y como éramos un poco dueñas de casa, atendíamos a todos. Después caminamos por entre los árboles y por la playa. Total, un paseo muy divertido”, retrataba Julia Bunge en 1903. Allí en San Isidro se bajaba en break, un especie de taxi tirado a caballos, hacia el río, por una calle llamada de “Las catorce provincias”, debido que había catorce ranchos de paja (sic) Después de la contemplar la interminable hilera de álamos, se podían bañar separados rigurosamente entre sexos, y con una isla cubierta de sauces, que impedía cualquier mirada indiscreta.
Este cuadro se repetía hacia el sur donde la familias de Bernal, Pizarro Lastra y Santa Coloma transformaron el paraje agreste, luego de la llegada del ferrocarril, en una amplia zona de veraneo, que incluía Punta Alta y la barranca de Quilmes. En Banfield veraneaba mucha gente, y en una zona tangencial a la vía del tren, entre Lomas y Temperley, existía un reducto de chalet y quintas pertenecientes a ingleses de las compañías de ferrocarril, que retrataría un juvenil Julio Cortázar. Allí los ingleses introdujeron el fútbol, el tenis y el cricket. Mucho también preferían largas cabalgatas que debía sortear los enormes pantanos en la actual Lanús. Esteban Adrogué en 1870 diseña un pueblo jardín, pletórico de eucaliptos, que tendría en el hotel “La Delicia” la joya de la zona sur. Y que rivalizaba en fiestas e ilustres inquilinos estivales, desde Carlos Pellegrini a Jorge Luis Borges, con el Tigre Hotel, inaugurado en 1900. Con 120 habitaciones, un gran comedor para 150, salones de billar, cricket, canchas de tenis y pista de patinaje, al que luego se sumó el casino, este hotel fue residencia high life de descanso de la familia Mitre, Roca, Sáenz Peña y Newbery. Para empezar.
Buenos Aires Playa, versión 1920
“Y superar alguna que otra ficción, la casa en pleno se pone en marcha rumbo al parque Saavedra (avenida General Paz y avenida de los Constituyentes en la actualidad) al que llegaba luego de dos horas de fatigoso viaje en los rechinante tranvías de las líneas 35 y 36. A veces, algún pudiente convecino contaba con un trepidante camión, en el que se podía llevar hasta la mecedora de la nena y el fonógrafo de cuerda con los últimos éxitos de Juan Maglio, Carlos Gardel o Julio De Caro. Así convivían – no muy armónicamente, por cierto- la gaita, el bandoneón, la verdulera y alguna que otro violín, sinfónicamente apoyado por la armónica. Allí también, el hijo de don Roque podía animarse de a la galleguita, sin sospechar que los sociólogos hablarían después que transculturación y aluvión inmigratorio”, narra sobre la década del 20 José María Jaunaerena, en el momento que las clases populares empiezan a tomar el gustito al ocio veraniego. Y ocupan espacios insospechados para el Buenos Aires de aspiración blanca, “rumbo a Palermo, mil coches van por la misma vereda, con mil familias iguales. Junto al lago, otrora aristocrático, detiene su marcha y hacen su corso. ¿Dónde están las silueta graciosas y finas que dieran por la mañana tan singular encanto y elegancia a este mismo lugar? La fiesta de ahora, muy distinta, es una fiesta de descanso. Aquí hay rostros cansados, manos recias y callosas”, anota el cambio de raíz social, Roberto Gaché. Son los mismos rostros que arribarían a la Isla Maciel, frente a La Boca, el los recreos famosos como El Niño, El Pasatiempo y La Plaza del Pescador. El Tigre de los Pobres, inmigrantes españoles e italianos en su mayoría, tarde de domingos de bailes y cánticos, que también se acercaban al flamante Parque Avellaneda, a participar de las gigantescas romerías españolas.
El Balneario Municipal de Costanera Sur, inaugurado el 11 de diciembre de 1918, con 21 salvas de cañonazos, y que viviría su momento de esplendor en la 30, con las fabulosas confiterías de los alrededores y los tablados artísticos, instauró un nuevo tipo de porteño, que también resultó toda una novedad. El Tostado. Recién en los 40 aparecerían hombres y mujeres, quizá por el influjo de la moda del bolero y los sones caribeños, debido a que antes se consideraba un disvalor poseer tez morena, símbolo de pertenencia a clases bajas. “Antes de que se declare abierta la temporada veraniega de los balnearios municipales, el individuo de que se trata merodea con el torso desnudo por los alrededores de la Costanera. Está preparado el pellejo para el recocinamiento inminente. Cuando la avalancha forma una compacta masa humana a lo largo de las playas oscuras, él exhibe orondo y mensajero su epidermis entrenada. Y observa a sus congéneres blanquecinos con apenas disimulada náusea… de ahí en adelante vive para tostarse. Se sabe de memoria, a décima de segundo, el itinerario de los rayos achicharrantes… permanece inmóvil, ausente, a solas con el sol que lo tuesta, indiferente al bullicio… solamente se yergue sorpresivo, incrédulo, apabullado, lacerado de pura envidia, cuando advierte la presencia de otra está más negro que él… los amigos de la cantina permanecen boquiabiertos cuando lo ven aparecer convertido en moro”, lo pesca desnudo Joaquín Gómez Bas.
Alguno de estos fanáticos del verano preferirían El Ancla, apenas cruzada la General Paz, por ciertas veleidades de playa semiprivada. Allí, a la vera de Río de la Plata, nació el patovica, asociado al principio indefectiblemente a los cuerpos bronceados. Porque en aquella época era muy popular un criadero de patos en Pilar, “Patos Viccas”, cuyo lema era “criados con leche”. Y estos Tostados patovicas, que aún no conocían el fisiculturismo, y que para ellos hacer fierros era arreglar el auto, solían beber leche en gran cantidades en la misma playa.
Fin de Playa, Fin de Fiesta
El cronista Ernesto G. Castrillón a fines de los noventa esbozaba un cuadro similar desde Punta Lara y Quilmes, perdidas por la contaminación a mediados de los 60, al igual que la popular La Salada, como el Balneario Municipal de la Costanera Sur, el chau de los porteños a disfrutar su propia costa, “En San Isidro, y también a comienzo de los años 70, el espigón construido la costanera sur en 1927, bajo la intendencia de Ernesto de la Carreras, verdadero orgullo de la zona, estaba en completo abandono… en Olivos, el cuadro era parecido, y sólo se salvaba su puerto. El Ancla, en Vicente López, era originalmente una playa cuidada y limpia, a la que concurrían familias enteras transportadas en camiones y hasta en colectivos. Pero también en este periodo su conversión en basural… en Martínez, en el balneario de la calle Perú, el cuadro era similar. El río se hizo más lejano, cortada la playa por concesiones y alambrados… décadas de desidia habían hecho lo suyo y Buenos Aires perdió también el pulmón de la ribera norte -antes, el sur-… lo difícil, todavía está hoy por hacerse, en la recuperación del río mismo. Esta sigue siendo una asignatura pendiente de la ciudad”. Un puerto sin salida al mar. Ni playas.
Fuentes: Sáenz, J. Los veranos en Buenos Aires en Crónicas de Buenos Aires. Todo es Historia. Buenos Aires: 1977; Troncoso, O. Veraneos en los que no se tomaba sol y la gente se bañaba vestida en El diario íntimo de un país. 100 años de vida cotidiana. Buenos Aires: La Nación. 1999; Alposta, L. (comp) Definitiva Buenos Aires. Buenos Aires: JC Martínez. 1986
Imágenes: Buenos Aires.gob
Periodista y productor especializado en cultura y espectáculos. Colabora desde hace más de 25 años con medios nacionales en gráfica, audiovisuales e internet. Además trabaja produciendo Contenidos en áreas de cultura nacionales y municipales. Ha dictado talleres y cursos de periodismo cultural en instituciones públicas y privadas.