¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Lunes 27 De Marzo
A partir del auge del tango y el sainete, el conventillo se levantó como un templo de buenos recuerdos y anatema de la amistad y buena vecindad. Eran los veinte, le cantaba Carlitos Gardel a esos zaguanes, inmortalizaba Alberto Vaccarezza ese Babel del Río de la Plata con una sonrisa, Armando Discépolo más de mueca triste, y empezaba a entrar el conventillo en el pasado para miles de familias humildes, en especial inmigrantes, con los planes de viviendas obreras del radicalismo y el socialismo, más los círculos obreros católicos, completados en los cuarenta con las viviendas del peronismo. Aunque aún permanecían en esas viejas casonas, que supieron momentos de esplendor, casi un 50% de los obreros y empleados informales. La romantización del conventillo, transformado en una postal porteña para los turistas, espantaría a las generaciones precedentes. “Entran sin conocerse, viven sin amarse, mueren sin llorarse” era el cartel que para el escritor Santiago Estrada debería colgarse en las puertas de los conventillos en 1889. Y en el 2000, también.
Plena edad dorada de los conventillos, iniciada en 1880 y finalizada antes de la Primera Guerra Mundial, con la entrada anual de casi 2 millones de persona por el puerto de Buenos Aires en 1914, con algunos remezones en la entreguerra europea, desde temprano fue un objeto de marchas y contramarchas del Estado. Ojo de la tormenta política. Más preocupados los políticos por las cuestiones que alteren el orden público, y la discriminación encubierta a esa inmigración “no querida” de hambrientos españoles, italianos, turcos y otros desclasados del Viejo Mundo, que por las razones de salud pública y urbanismo. “Resaca humana” se repetía en el Club El Progreso y el Congreso Nacional.
Recién en 1886 y 1887 la municipalidad de Buenos Aires decide intervenir, con la sombra de la Fiebre Amarilla de 1871, solicitando la intervención de las flamantes Comisión de Higiene y la Oficina de Obras Públicas. Algo tarde cuando habían pasado de 1770, abroqueladas en los barrios del Sur, a casi 3000 en esa década del 1880. Sin control gubernamental. Guillermo Rawson en 1885 realiza un pormenorizado informe de la situación, recalcando la inacción estatal, mostrando la avaricia de los propietarios -una pieza para 10 podía ser cobrada cinco pesos, cuando el sueldo de la década rondaba los dos con cincuenta. Uno de los más crueles propietarios fue el autor del arreglo definitivo del Himno Nacional, Juan Esnaola, que poseía varios conventillos en San Telmo y Barracas-. Y apelando Rawson a las clases acomodados en alguna costilla cercana, “acordémonos entonces de aquel cuadro de horror que hemos contemplado un momento en la casa del pobre. Pensemos en aquella acumulación de centenares de personas, de todas las edades y condiciones, amontonadas en un reciente malsano de sus habitaciones; recordemos que allí se desenvuelven y se reproducen por millares, bajo mortíferas influencias, los gérmenes eficaces para producir las infecciones, y que ese aire envenenado se escapa lentamente con su carga de muerte, se difunde en las calles, penetra sin ser visto en las casas, aún en las mejor dispuestas” O el higienismo clasista argentino en pañales.
Si bien existió la prehistoria de los conventillos, que se puede rastrear hasta fines del siglo XVIII, lo cierto es que los primeros aparecen en 1860, acelerándose con las leyes inmigratorias de la presidencia de Avellaneda. En 1886 se pintaba de esta forma, en los viejos edificios coloniales que los especuladores de turno empezaban a remodelar sin ninguna condición de dignidad humana, “la casa inquilinato -una categoría gris que engloba también a los conventillos- presenta un cuadro animado, lo mismo en los patios que los corredores. Confundida las edades, las nacionalidades, los sexos, constituyen una especie de gusanera, donde todos se revolvían saliendo unos, entrando otros, cruzando los más, eres actividad diversa del conventillo. Húmedos los patios…estrechas las celdas, por sus puertas abiertas se ve el mugriento cuarto, lleno de catres y baúles, sillas desvancijadas, mesas perniquebradas, con espejos enmohecidos, con cuadros almazarronados, con los periódicos de caricatura pegados a la pared y ese peculiar desorden de la habitación donde duermen seis o diez”.
Los Cané, los Mansilla y los Obligado en los salones y oficinas gubernamentales departían qué hacer “con ese tropel extraño de gentes”. Personas, por su parte, que preferían vivir de manera mísera a fin de ahorrar por el sueño de hacerse la América, de cualquier forma, y donde surgía la poca solidaridad, incluso entre compatriotas, “tenga consideración, dijo Francisco, somos paisanos Don Pascuale”, en “El conventillo” de Luis Pascarella, “paisanos son éstos, replicó Don Pascuale dándose una fuerte palmada en el bolsillo el pantalón. Estamos en América y en América no hay otros paisanos”. Habría que esperar otra Argentina, con derechos sociales extendidos y mejoras salariales, a partir de los veinte, con barrios de obreros, comerciantes de almacén y empleados rasos en las mismas cuadras, para que la buena vecindad empezara aflorar en las veredas. Y en los zaguanes.
En 1890 poco ha cambiado y Adrián Patroni en “Los trabajadores en la Argentina” liquida cualquier mirada nostálgica del hoy, “pocos son los conventillos donde se albergan menos de 150 personas -el terrenos de 6 a 10 metros de frente por 50- todos son, a su vez, focos de infección, verdaderos infiernos pues el ejército chiquillos en eterna algarabía no cesa en su gritería, mientras más pequeños, semidesnudos y harapientos, cruzan gateando por el patio, recogiendo y llevando su boca cuanto residuo hallan a mano…” Este era uno de los problemas menores de la familias, padres, abuelos y nietos en una pieza de 4x5, ya que el principal problema eran los alquileres abusivos. Argentina en 1912 era el país donde más caro se pagaban los alquileres en el mundo. No en vano ocurrió la insólita Huelga de los Inquilinos, o la huelga de las escobas, porque fueron mujeres las que enarbolaron el reclamo por las calles de Buenos Aires, en 1907. Iniciada en un conventillo de Ituzaingó 279, donde vivían 130 familias, rápidamente se extendió por la capital hasta que en los puertas del inquilinito de San Juan al 600 ocurrió una violenta represión ordenada por el jefe de policía Ramón L. Falcón. Muertos y heridos, familias con niños que salieron a protestar, fue el saldo luctuoso. Y si bien hubo algunas mejoras, con la intervención del Estado para mediar entre inquilinos y propietarios, las cosas no cambiaron mucho. Para peor, en los conventillos hicieron carrera rufianes, y caudillos políticos, de los más peligrosos, fuera del control policial.
“Braseros improvisados con media lata de querosén sobre cuyo frío rescoldo descansa la pava cubierta de hollín con el mate acostado con la concavidad tapada dada vuelta, tacho de agua jabonosa con lejía intentando disolver la mugre de la ropa percudida, alambres y cordeles sosteniendo camisetas agujereadas y calcetines sin puntera; junto a cada cocina, el cajón de la carbonilla a $0,40 la bolsa conteniendo en potencia la lumbre que asará el higado que se pidió el carnicero para el gato inexistente o calentará en la olla el agua de la bomba que hará sobrenadar sin rozarse un trozo de cuadril o de falda, un zapallito arrugado, medio choclo cuatro papas y algunos porotos entreverados con fideos requecho”, otra de las duras crónicas de los periodistas a finales de los diez. Las 14 provincias, Los dos mundos, El Palomar, Babilonia, el Gallinero, conventillos míticos, modelos de los que se extenderán por la ciudad desde Barracas a Villa Crespo, de Monserrat a Mataderos, poblado por la masa trabajadora. Y que los poetas del teatro y el tango repondrán en la memoria una vez que empezaron a transfigurarse y desaparecer. Como desapareció en 1914 el conventillo de la Virreina Vieja en Perú y Belgrano, una edificación del siglo XVIII, hogar del Virrey del Pino, que se transformaría en el moderno edificio Otto Wulff. Como también la residencia de la familia de Rosas de Moreno al 500, durante décadas un rebalsado conventillo. Leopoldo Marechal en la novela “Megafón” (1970) ironizaría sobre el paso de estas casas señoriales a lúgubres y pobres inquilinatos.
Aún en 1940 siguen las descripciones crudas como las de Ezequiel Martínez Estrada, “un conventillo no es un pequeño convento, es un infierno. Muchos de ellos fueran antaño casa solariegas y señoriales. Dante no entraría en ellos. Seres infelices ganan esos refugios diurnos desamparados; reducto de escorias y rebabas humanas. Los niños crecen y los ancianos mueren sin piedad ¿cómo no ha de ser triste una ciudad sobre las que se difunden emanaciones de tanta amargura y desconsuelo? De verdad no hay nadie del país que sea rico en la misma proporción en que estos pobres son pobres” Unas líneas más adelante en ese ensayo, “La cabeza de Goliat”, brinda un presagio a futuro de este cuadro desolador, las villas miserias. Ningún sainete.
Raúl González Tuñón pegaría en la tecla justa del conventillo en “Violín del Diablo”, entre el imaginismo metaforizador de Florida y el humanitarismo pietista de Boedo, con algo incurablemente romántico, “Sol; el gris llegado de los paredones,/el verde musgoso de las puertas,/la frialdad de los corazones,/las almas muertas,/la mirada turbia y el escupitajo/y el cansancio del tedio y el trabajo,/están pidiendo tu ardiente/calor fecundo y purificador…Tú eras la única verdad” Como la realidad.
Fuentes: Páez, J. El conventillo. Buenos Aires: CEAL. 1970; Gómez Bas, J. Definitiva Buenos Aires. Buenos Aires: JC Martínez Editor. 1986; La vivienda colectiva en la ciudad de Buenos Aires. Guía de inquilinatos 1856-1887. IHCB: Buenos Aires. 2007
Imagen: Télam / Archivo General de la Nación Argentina
Fecha de Publicación: 01/03/2023
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