Azucena Maizini aguarda, quieta, solemne, fondo negro, en pantalla gigante. Los espectadores en cien cines de barrio esperarían expectantes, silenciosos, maravillados en 1933. La comunión que superaba presenciar el adelanto técnico de la máquina de los sueños de la centuria, o conocer la cara de los ídolos de la radio. Arrancan los compases de “Canción de Buenos Aires”, letra de Manuel Romero, y música de Orestes Cúfaro y Maizani. Se suceden estampas porteñas, a la manera de un videoclip, que desembocan en un cartel anunciando la historia de un “rincón porteño donde reina el Tango”. En menos de tres minutos terminaron de fijarse las coordenadas del cine argentino masivo. La mirada costumbrista, el gusto popular, las ansías de construir una industria cultural, y, especialmente, la propuesta de hacer cine como memoria de un pueblo que iría desde Mario Soffici a Juan José Campanella. “Es todo biógrafo, pibe, todo biógrafo” se quejaba Enrique Cadícamo más tarde, por algunas consecuencias no siempre positivas del cine nacional que pretende reventar taquillas, tal cual lo soñaron los visionarios de Argentina Sono Film y Lumiton. ¿Pero quién nos quita lo bailado desde Tita Merello y Luis Sandrini?. En la verdadera Década Dorada del cine argentino, iniciada en 1933 con la cinta de Luis Moglia Bahr, ¡Tango! es una jaulita que sigue trinando la mejor canción de Buenos Aires, el Tango.
El Tango fue desde muy temprano un motor aliado de la precaria industria cinematográfica y, a la larga, el alma que realizaría la proeza de que el cine hecho en el Río la Plata compitiera de igual a igual con Hollywood, en toda Latinoamérica, hasta 1943. El periodo silente, una vez agotada la temática rural en “Nobleza Gaucha” (1915), avanza a la canción ciudadana, tamizado por el salón el tufillo arrabalero, y bajo las alas del indudable padre del séptimo arte local, José “Negro” Ferreira. Su filmografía, parada entre las dos etapas, constituye un reflejo veraz, a veces melodramático, pero auténticamente popular, del mundo porteño. A la manera de un Evaristo Carriego de la cámara, en sus películas de fines de los veinte aparecen los personajes tangueros, malevos, muchachitas, mireyas, zaguanes, farolitos, que delinearían las fuentes de inspiración de la siguiente generación. “Muñequita porteña” (1930) de Ferreyra, con el engorroso sistema Vitaphone de enormes discos sincronizados, inviable en sentido comercial para las salas, picó en punta, “es un poco injusto decir que ¡Tango! fue la primera película hablada, (José Agustín) ‘El Negro’ Ferreyra ya había hecho una antes pero no se la tomó muy en serio como película porque era más bien como un ensayo”, refutaría Luis Sandrini. Ferreyra, además, desde 1922 incluía en medio de la película una ejecución en vivo de un tango, una especie de 4D actual, y fue pionero en difundir sus películas al extranjero, obviamente, apoyadas en orquestas de tango actuando en el clásico “Final de Fiesta”, cual era la costumbre en las salas previas al sonido. Entre otros, Carlos Gardel y Juan de Dios Filiberto, un protagonista de ¡Tango!, trabajaron con el Negro Ferreyra en ese puente criollo que une el 2x4 con los 24 cuadros por segundo.
“Si se vende, entonces la hacemos”
“Rapsodia gaucha” (1932) con Ignacio Corsini, de nuevo con el artesanal Ferreyra, es un nueva tentativa de adaptar el sonido, ahora con el Movietone, o sea con el sonido directamente grabado en la cinta. Pero los problemas técnicos, las dificultades de la toma de audio con cámaras ruidosas, incluso algunas se aislaron de tal manera que una vez se asfixió el cameramen, desilusionaron a los precursores, que filmaban en una galería de la avenida Boedo al 100. Aquí entra en escena la visión comercial, y el arrojo empresarial, de Ángel Mentasti, distribuidor del suceso de “Nobleza Gaucha” en los diez, y futuro fundador de Argentina Sono Film, faro de la producción cinematográfica nativa por más de medio siglo, ahora los estudios en San Isidro de la televisión multinacional. Consulta Mentasti con Ferreyra cómo funcionaba el nuevo método de sonido y, por alguna razón, el director opta por alentarlo pese a que las voces eran prácticamente inaudibles. Junto al productor con la visión del negocio, entra Moglia Barth, que se había formado en la dirección de los noticieros semanales, Film Revista Valle. “Le mostré “Consejo de tango” –antecesor de ¡Tango! filmando a la manera de los encuadres de Gardel- a mi amigo, el productor Ángel Mentasti y le gustó. Al día siguiente estábamos en Cosmos Films, donde él era gerente y yo jefe de publicidad, y preparé un croquis publicitario donde había una pareja, un malevo, motivos de arrabal y la palabra ‘¡Tango!’ cruzando el gráfico. Debajo el reparto: Libertad Lamarque, Azucena Maizani, Tita Merello y todos los intérpretes con la siguiente leyenda: ‘Con las orquestas de Juan de Dios Filiberto, Fresedo y varias más’. Al mostrárselo a Mentasti le pregunté: ‘Se vende o no se vende’. Él me contestó que sí y yo le respondí ‘Si se vende, entonces la hacemos’”, retrata Moglia Barth, en la cita de Guillermo Courau en el diario La Nación.
Al poeta Carlos de la Púa (Carlos Raúl Muñoz y Pérez) encargan el guión, que continuando los melodramas tangueros silentes, presenta el drama de un joven cantor (Alberto Gómez) abandonado por la novia (Merello) debido a un malevo, y un viaje ida y vuelta a París. En el casting el desafío fue alejarse del modelo que habían impuesto los actores silentes, asentados en la pantomima y la declamación, y así resultó el cine sonoro la puerta de entrada de los actores teatrales –y radiofónicos- que dominarían el star system criollo. “Si bien ¡Tango! no fue la primera película hablada, si se puede decir que la primera realizada totalmente con actores de teatro. En el mundo había actores que podríamos llamar ‘de cine mudo’, pero después cuando vino el parlante hubo que buscar a los actores en el teatro. Esa fue la razón por la que muchos, yo entre ellos, fuimos a hacerla”, admitía Sandrini, que perfilaría sus caracteres cómicos en esta película gracias a que Pepe Arias llegaba tarde. Y los minutos de rodaje del futuro Felipe, la estrella del siguiente “Los tres berretines” (1933), terminaron opacando al Rey de la Revista Porteña.