Era la capital turística por múltiples motivos. La cercanía geográfica, sus inmensas playas y la prolongación de las mismas. El casino, la vida nocturna sin pausa hasta la madrugada y la gran oferta hotelera para todas las billeteras, amén de un clima agradable las 24 horas en la estación veraniega. Pero Mar del Plata tenía guardado su as bajo la manga, buscando seducir al turismo global con el punto débil de todos: la comida. Luego de padecer en esa época la peligrosa ruta 2, los visitantes en la misma rotonda de la avenida Constitución hallaban el primer local de Havanna, enorme tentación para los golosos. En la otra punta de esa arteria, muy cerca del mar y camino al centro, la austera edificación de una parrilla enorme, provocaba hipnóticos arremolinamientos de vehículos alrededor del lugar en ese predio descampado. “Pal’Chorizo La Gringa” convocaba 50 autos cerca del asador y los conductores compraban los sandwichs calientes, para comerlos dentro de sus coches.
Mar del Plata en aquél momento se caracterizaba por ofrecer una variada gastronomía que además de ser muy cautivante, contemplaba precios lógicos a la billetera argentina, dando a entender que había que adecuarse al bolsillo patrio. En la avenida Colón, justo enfrente del Automóvil Club, en una esquina aparecía Montecatini. Con una milanesa con papas fritas, almorzaban dos personas sin inconvenientes, los suculentos platos de ravioles con descomunal salsa boloñesa dejaban groggy al estomago más desafiante. La gente hacía colas de 50 metros para poder entrar, pero en ese lugar no había tiempo para charlas o la famosa sobremesa. Había que ir a comer, pagar y dejar el lugar para el siguiente comensal. Aquellos que no conseguían mesa, llevaban desde sus hogares las fuentes y se llevaban las mismas comidas para comer en casa, incluso con las porciones un poco aumentadas de acuerdo a la fuente proporcionada. En exacta diagonal a este histórico restaurant, estaba “Raviolandia”, esquina dedicada a las pastas, donde los amantes de la carta italiana salían totalmente enloquecidos por la variedad de salsas y productos rellenos.
Incontables ofertas gastronómicas de lujo
En la Avenida Luro, a metros de la Federación de Box y cerca del Correo Central, estaba la “Chopería Alemana”. Con manteles cuadriculados, apartados con veladores de pared y fotos de ciudades germanas, las salchichas más largas salían acompañadas con chucrut y mostaza para rajar el techo. La cerveza fría y un platazo de maníes matizaban la espera, mientras la gente en la vereda de enfrente paraba a ver los puestos de postales para enviar a sus familiares en el interior. En Independencia y Luro, a metros del teatro Ópera, todos concurrían a las parrillas de la zona, sin olvidar que en el Club Kimberley el comedor de esa institución deportiva agotaba mesas, con gastronomía española, buenas milanesas y el famoso almendrado como postre inevitable. En la misma vereda de Independencia, había otro restaurant más conservador con menú setentoide, donde se daban cita para comer en franja nocturna famosos como Carlos Reutemann, Guillermo Vilas y Jorge Portales, el sitio por excelencia para pedir el “Omelette Surprise”, un postre no apto para cardíacos.
En las tres calles peatonales (San Martín, Belgrano y Rivadavia), que iban desde San Luis hasta el Boulevard Marítimo, asomaban las confiterías más recordadas de esa ciudad. Los amantes de los churros matizaban la llegada del sol comiéndolos en la SAO, otros pedían café completo con medialunas en las decenas de locales con viejas máquinas de café a la vista, en tanto algunos un poquito más mayores se metían en la esquina donde estaba el Jockey Club Argentino para comer unos triples de miga demoledores. En la entrada de la Galería Sacoa, sin descender al subsuelo con los incontables videojuegos, dos cafeterías se disputaban a la mayoría de los turistas, porque desde ese lugar se podía observar todo el tiempo el incesante paso de visitantes y residentes, buscando ofertas en las casas de jeans y pulóveres. También había pequeños cafés de hasta veinte comensales dentro de la galería, donde se vendían libros, bijou accesible, discos y cassettes, sin olvidar todos los souvenirs relacionados con la ciudad. En Rivadavia, el “Caballito Blanco” tenía el mejor puchero de la ciudad y no faltaban los platos con diversas clases de pescados, un perímetro donde sucursales de Raviolandia y Montecatini eran mosquiteros estomacales.
Medialunas inolvidables y las explosivas hamburguesas
A metros de la Plaza Colón, cerca de la calesita, una panadería acumulaba gente a las 7 de la mañana para comprar varillas de hojaldre y medialunas ideales para rellenar, pero gran parte de los turistas iban como ratonzuelos de Hamelin hasta la “Boston”, ubicada cerca de la esquina de Belgrano y Boulevard, cafetería con las mejores medialunas de la costa, lugar que toda la madrugada preparaba ese producto, amén de inolvidables brioches para rellenar con jamón y mozzarella. En el puerto y sin horario, los carritos bastante cerca de la escollera despachaban cornalitos en fuentes de plástico, mientras la gente comía en el auto mirando el amanecer o el mar pegando en las piedras. Màs cerca del centro, a pocas cuadras del viejo Hermitage, la confitería Torombolo permitía comer las hamburguesas de mayor tamaño en la zona, por entonces acompañadas con esos enormes milk-shakes de frutilla o chocolate, un enorme patadón para el hígado, con efectos físicos no calculados a esa hora del atardecer. Yendo para Punta Mogotes, subiendo por Juan B. Justo, el famoso “Rincón Vasco”, a diez cuadras del Superdomo, ostentaba los langostinos y mejillones de mayor seducción, pero para quienes no comían pescado, siempre había unos vermichellis al fileto memorables, o la ensalada rusa con mucho jamón cocido.
En la rambla, cerca del Hotel Provincial, estaban los bares con los aperitivos y aquellos icónicos 36 platitos con ingredientes, donde el vermouth de turno asomaba escondido en medio de salchichitas amostazadas, papitas y quesos cortados en milimétricos cubos para cada cliente. Muy alejado de allí, en la avenida Juan B. Justo, pasada Independencia, dos restaurantes de gran convocatoria y perfil eran foco de atención. La gran parrilla “Rancho Grande” exhibía al público dos enormes asadores, mientras bifes y fuentes de papas fritas salían como una calesita infinita, frente a una oferta de carne donde no había que sacar un crédito para comer contundente. Tres cuadras más adelante, estaba el mítico restaurant “Los Camioneros”, donde los mozos ya alertaban respetuosos a los comensales que con un plato de ravioles comían dos personas muy bien, ni hablar de una milanesa napolitana con papas o a caballo, la cual llenaba mínimo a unas dos personas, o tres si había entre los comensales un menor. Aquellos precios, ridículos ante los valores actuales, eran sitios que entendían que la buena relación con los visitantes depararía en la siguiente temporada una igual o mayor cantidad de turistas allí en esos sitios para comer.
El final de un histórico fenómeno arrasado por el 1 a 1
La mayoría de los lugares mencionados en este informe, fueron desapareciendo entre fin de los ´80s y la siguiente década. La convertibilidad de los ‘90s le restó muchos visitantes a la costa, porque fascinados con el 1 a 1, muchas personas optaron por playas brasileñas, primeras estadías de shopping en Miami o conocer las urbes europeas en medio del fuerte invierno del viejo continente. Aquel fenómeno gastronómico se fue evaporando con los cambios de actividad turística, las ofertas de localidades del país limítrofes con playas de aguas más diáfanas y un empobrecimiento estructural a nivel local por la crisis, donde los lugares de gastronomía o aquellos de tradicionales productos nacionales, fueron dejando su lugar a los galpones de cosas con “todo a dos pesos”, las iglesias evangelistas, nuevos sitios de comida rápida plastificada y varios locales cerrados sin alquilar. El gran cuento de hadas para el estómago curioso había concluído, una etapa donde nadie regresaba de la “Ciudad Feliz” con el mismo peso corporal con el que había llegado. Mar del Plata era el bocado irresistible.
Imagen: Télam
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