Pionera en muchas cuestiones turísticas que la convirtieron en la localidad veraniega top de nuestra nación por antonomasia, la ciudad de Mar del Plata vivió a comienzos de los años ‘70s una gran fenómeno que revolucionó la cultura lúdica de los chicos y no tanto al proponer la primera sala de videojuegos en el país.
Mauricio Mochovsky adquirió durante la década anterior el sótano de la calle San Martín 2332. En aquella época, el lugar tenía a partir del primer piso un importante edificio de departamentos, mientras que en la planta baja funcionaba una galería comercial que tenía salida tanto a esa calle como a Rivadavia, paralela hacia el lado interior del casco microcéntrico.
Los constructores italianos Florentini y Bartolucci habían construído aquella famosa torre a pocas cuadras de la Bristol y para amortizar la inversión, habían concebido una extensa y prolija galería, cuyos locales por aquél momento comercializaban ropa femenina, libros, bijouterie artesanal, relojes, vinilos, juguetes y muchos productos de memorabilia sobre la localidad costera. Ese espacio incluído en la parte subterránea de la amplia construcción, funcionó inicialmente como bauleras que servían tanto para todos los propietarios de los departamentos, como para aquellos que alquilaban los espacios comerciales. Luego de un tiempo, aquél enorme espacio en la zona inferior de la construcción, se transformó en un lugar para alquilar o vender con fines comerciales.
Los fichines llegan a la Argentina
Mauricio Mochovsky, entusiasmado con una máquina que reproducía pequeños vinilos en una vitrola automática alimentada con fichas, comprendió que “el futuro” se hallaba muy ligado a esta metodología de consumo y viajó a Nueva York. Fruto de ese viaje, después de unos meses llegaron a Mar del Plata unas cuarenta máquinas de videojuegos, equipos de concepción totalmente vintage y analógica a las que se conocen actualmente. También llegaron unas pequeñas pistas de bowling, para lanzar con dos bolos chicos, juego donde el impacto de esas esferas contra una duras siluetas acrílicas de palos simulaba el formato de piezas en movimiento, por más que los mismos tenían un resorte controlable para darle su posición original de manera automática. Esas unidades funcionaban con unas fichas de un tamaño de 2 centímetros y medio con ranuras.
Con entradas por ambas calles (San Martín y Rivadavia), finalmente el mítico lugar abrió por aquellos años con expectativas moderadas, pero la reacción del gran público infantil y muchos adolescentes que disfrutaban con esos juegos, provocó un boom insólito debido a la ausencia en otros lugares de estructura similar. Aquél estreno se dio en la habitual época que comenzaban las vacaciones de verano, un hecho que provocó que tanto el público local como los ocasionales visitantes tuviesen a disposición la oferta de un espacio de entretenimiento inédito, despertando una respuesta que sobrepasó todas las expectativas de la familia Mochovsky al ponerlo en funcionamiento. De trabajar esas primeras semanas de diciembre hasta la medianoche o pocos minutos antes de la 1, todo se transformó con la decisión de hacerlo funcionar durante toda la madrugada.
Un juego de palabras para generar la marca
Obviamente al momento de inaugurarlo, el propietario de ese sótano evaluó nombres para esa infraestructura lúdica. El edificio que había sido construído por la dupla que formaban Florentini y Bartolucci se incribió a nombre de la “Sociedad Anónima de Construcción de Obras y Afines”, lo cual inspiró al flamante dueño del sótano destinado a juegos a ponerle “Sacoa”, empleando las primeras letras de esa entidad comercial. Cuando el lugar visitado por chicos y grandes explotó en su funcionamiento, el dueño decidió comenzar a fabricar en el país nuevos juegos, sumando por entonces un imponente taller para su reparación y mantenimiento. En una ciudad donde los sitios de entretenimiento quedaban limitados a la existencia de algunas calesitas en plazas, o el alquiler en esos lugares de kartings a pedal o bicicletas para una o dos personas, la llegada de “Sacoa”, a la cual se le adosó además el término “Entertainment”, agitó las pulsaciones en torno a los sitios para entretenerse.
Los juegos de aquellos primeros años podrán ahora parecer ingenuos o naifs, pero en esa época para los usuarios asomaban no solo muy modernos sino desafiantes al momento de conocerlos y lograr los propósitos de conquista de los mismos. Estaba el “Space Invader” que consistía en dispararle a unas naves marcianas bastante toscas una serie de misiles mientras estas se acercaban peligrosamente, las carreras de autitos vistas desde arriba con volantes que a esa altura de la nula evolución electrónica permitían derrapes controlados. También estaba esa chance de sentirse el gran capitán de submarino con un periscopio y dispararle torpedos a aquella secuencia de barcos que se movían de manera horizontal. El juego que más duraba en ese momento era destruir una pared de ladrillos con una pelotita que iba y venía acelerando la velocidad, a medida que uno iba progresando en la compleja actitud intentando con paciencia el desmoronamiento de esas infinitas paredes.
Nadie quería meterse en el mar o jugar en la playa
Con un precio muy accesible para esas fichas de juego, uno podía pasar no menos de tres o cuatros horas en ese lugar. El hecho de existir en aquél momento un local comercial de videojuegos con esa dimensión e infraestructura tecnológica, generó como era de esperar una reacción especial, porque en Capital Federal u otras localidades este tipo de ámbito al cual se le había incorporado esa clase de aparatos no existía. Fue tanta la locura que aquél lugar ocasionó, que los chicos no querían ir a la playa, la plaza y muchos menos pasear en los caballitos que recorrían Los Troncos, Plaza Colón o algún lugar de La Perla, porque la “Galería Sacoa” asomaba como una “Las Vegas” adolescente, repleta de juegos, un sinfín de luces y una vida nocturna propia de un casino yanqui, pero para chicos o no tanto. Esto terminaría afectando la vida nocturna de aquella calle, porque la mayoría de las familias porteñas o locales pasaban muchas horas en el sector, con todo lo que esto significaba. Recién en 1982 se modificaría la situación a nivel de comercialización.
Durante fines de los ‘70s, otros lugares de Mar del Plata contactaron a Mochovsky para saber dónde había adquirido las máquinas, tiempo donde la ciudad empezó a incorporar a esa altura de los hechos unas tres unidades en diversos sitios de la ciudad, pero de menor calidad técnica. Bastaba asomarse a las dos entradas de la “Galería Sacoa” para escuchar ese intenso sonido electrónico característico de 100 luminosas máquinas de videojuegos funcionando al mismo tiempo, para entender un sorpresivo boom costero.
La tarjeta magnética, otro paso de innegable evolución
Cuando la Capital Federal logró incorporar este tipo de aparatos, ya era tarde, la gente los consumía como parte de la oferta veraniega incorporados a los clubes de barrio, donde las pistas de bowling con palos chicos y grandes era toda una ceremonia, sin olvidar aquellas mesas de carambola, o las primeras mesas profesionales de pool. A principio de los ‘90s, el nuevo paso delante de esa firma marplatense fue presentar la “Sacoa Playcard magnética”, exactamente la misma tarjeta con esa banda electrónica con la que funcionan los cajeros, esos lugares de ingreso restringido o las actuales unidades del SUBE. Aquél tarjetón plástico tenía la ventaja de poder recargarse, se anulaba la obsoleta mecánica de las fichas y ese incómodo trámite de tener donde guardarlas en la ropa mientras uno las usaba. Aquél estreno con el paso de los meses, serviría de inspiración para muchas mecánicas de comercialización que hoy nos parecen sencillas en la utilización cotidiana.
Las décadas pasaron, la firma amplió a 12 locales en todo el país su estructura, pero con la llegada de las Playstations y todos los juegos en los celulares, este tipo de locales vio menguar su impacto comercial. La firma para no quedarse atrás, ahora sumó máquinas de realidad virtual, cines 3D, simuladores, alta definición, cascos de visión 360° inmersivos y otras cosas más, planteando que aún con lo moderno, la contra tendencia de “lo vintage que se vuelve a poner de moda”, es un clásico imbatible.
Imágenes: Sacoa / Fotos viejas de Mar del Plata
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