El teléfono fijo es nuestro esclavo y el celular es nuestro amo. Si hay algo que perdimos con la hiperconectividad es capacidad de decisión. Antes, cuando no había más que teléfono fijo (y ni siquiera me refiero a cuando había que ir a la casa del vecino a hablar; durante mucho tiempo, para saber cómo estaba mi abuela llamábamos a su vecina, le pedíamos el favor y diez minutos más tarde volvíamos a llamar para, por fin, escuchar a la nona), hablar con un amigo era un evento. Nos reservábamos un tiempo, nos preparábamos algo rico para tomar, nos sentábamos en el sillón y discábamos (literalmente, con el disco), los siete números que nos separaban de la voz del ser querido.
Ahora, ¿cuánto hace que no hablamos con la gente? Todo es whatsapp. Quizás el mensaje de audio haya imitado un poco más la lógica de la conversación, pero no es un diálogo: primero habla uno, después responde el otro. La tecnología elimina fronteras, es verdad: hoy puedo hablar (en este caso sí es hablar) con mis amigos que viven a miles de kilómetros de distancia gracias al Skype, incluso puedo verlos, pero con los que están más cerca, los que viven a quince cuadras, sólo me comunico por letritas. El fenómeno es muy llamativo: la tecnología acerca a los que están muy lejos, y aleja a los que están cerca.
Pero lo interesante es lo que mencionaba al principio de la columna: con el celular estamos obligados a contestar. Quien nos llame nos encuentra en cualquier momento, en cualquier lugar. Si no contestamos, piensan que nos pasó algo o que no queremos responder (lo cual a veces es verdad). El celular es muy buchón. Recuerdo cuando quedaba con alguna chica para tomar algo, allá en los 90, poníamos una esquina de referencia y una hora. Pongamos Acoyte y Rivadavia a las 18:30. Si a las 18:45 no había llegado, suponía que había un tema de tráfico, que había salido un poquito más tarde o que estaría por llegar. Hoy en día, si 18:32 no llegó, estoy llamando a ver cuánto le falta y por dónde anda.
La hiperconectividad nos volvió impacientes y ansiosos: corremos todo el día detrás de algo que no sabemos bien qué es. El problema es que si lo pensamos un poco, la carrera desbocada termina, indefectiblemente, en la muerte. Es un compromiso al que me gustaría llegar tarde. No sé a ustedes.
Hipólito Azema nació en Buenos Aires, en los comienzos de la década del 80. No se sabe desde cuándo, porque esas cosas son difíciles de determinar, le gusta contar historias, pero más le gusta que se las cuenten: quizás por eso transitó los inefables pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Una vez escuchó que donde existe una necesidad nace un derecho y se lo creyó.