Lo que voy a narrar sucedió en la localidad de San Francisco de Laishí, en la hermosa y lamentablemente poco conocida provincia de Formosa. Dos menores de edad se pelearon (traté de rastrear las causas pero no pude encontrarlas) el martes pasado a la tarde. Para ser más precisos, cerca de las 5 de la tarde. Eran dos chicas, una de ellas, de sólo 14 años (me pongo a pensar en cómo era mi vida a los 14 años y no puedo creer que alguien de esa edad pase por algo así), producto de los golpes entró en coma y un poco más tarde murió. Los médicos de la guardia a la que fue llevado luego de que los vecinos avisaran lo que estaba pasando, no pudieron hacer nada. Ya era muy tarde.
El pequeño pueblo de San Francisco de Laishí se conmocionó con esta noticia. Para un lugar con menos de mil habitantes, cuyo atractivo turístico principal son los monasterios franciscanos, este tipo de eventos (por llamarlo de alguna manera) no son usuales. No se sabe por qué comenzó la pelea entre ambas menores a la salida del colegio. Sí se sabe que la mayor la golpeó sin parar y la asfixió, lo que le causó convulsiones porque era epiléptica. Cuando descargó toda su ira en su compañera de colegio, porque seguramente eran compañeras, la dejó tirada y se fue. Los vecinos y algunos amigos de la menor que estaban en el momento, llamaron una ambulancia que la atendió de inmediato. La trasladaron a Formosa, pero murió en el camino. La agresora al enterarse de la muerte intentó suicidarse colgándose. No tuvo éxito.
Les juro que escribo esto y se me está cayendo una lágrima. El año pasado nació mi primer hijo, quizás eso tenga algo que ver. Lo veo como un ser que es pura emoción e inocencia, me imagino viviendo situaciones displacenteras y ya se me cae el mundo abajo. Me lo imagino adolescente y no puedo concebir que en algún momento tenga que pasar por una situación así, o (lo que más me aterra) sea culpable de una situación así. Esto no tiene punto de comparación, claro. Pero quizás sí lo tenga. Si pienso por qué siento esta angustia en este momento, por qué pienso en él cuando escribo esto, es porque me siento responsable del país que le estoy dejando.
En este momento es mi responsabilidad hacer lo que sea necesario para que él tenga las mejores oportunidades. Y una condición sine qua non es que no viva en un país (ni un mundo, pero eso ya me parece inmanejable) con ese grado de violencia. ¿Qué tiene que haber pasado para que un nena –a los 15 años sos un nena− mate a otra a piñas? ¿Qué ejemplos tiene en la casa, en el colegio, en la televisión, en los noticieros? ¿Qué mensaje le bajan los políticos, los periodistas, los personajes influyentes que opinan que al que no piensa igual hay que eliminarlo? ¿Cómo llega alguien como Bolsonaro a lograr esa cantidad impresionante de votos? ¿Cómo llega un programa de televisión que destila odio a tener las impresionantes cuotas de rating que tiene?
Cuidado con los mensajes que damos, no sólo en términos verbales sino, sobre todo, en acciones. Hay mareas que una vez desatadas no se pueden frenar. Hitler llegó al gobierno con votos, nunca nos olvidemos de eso. Pensemos en el país que le queremos dejar a los que hoy todavía no tienen las herramientas para discernir el bien del mal. Pensemos en cómo vamos a hacer para enseñarles a nuestros hijos a tener un pensamiento crítico que los ponga siempre del lado correcto, no del lado de la violencia. Es nuestra responsabilidad.
Hipólito Azema nació en Buenos Aires, en los comienzos de la década del 80. No se sabe desde cuándo, porque esas cosas son difíciles de determinar, le gusta contar historias, pero más le gusta que se las cuenten: quizás por eso transitó los inefables pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Una vez escuchó que donde existe una necesidad nace un derecho y se lo creyó.