Lo que les voy a contar pasó en la ciudad de Santa Fe. Al principio parece gracioso, casi un guión de Woody Allen, pero después, como el vino picado, de a poco, empieza a subir el feo sabor por la boca y ya no baja más. Veamos.
Una chica se fue de vacaciones con su novio. Llegaron las fiestas y ella decidió ir a visitar a su familia en su provincia natal: Formosa. Se habían ido el 17 de diciembre y no tenían pensado volver hasta pasado Año Nuevo. Lo que pensaban que iba a ser un merecido descanso y festejo con su familiares se convirtió en una pesadilla cuando regresaron.
Al volver a su departamento la pareja lo encontró todo dado vuelta. Ella empezó a revisar si le faltaba algo, pensando que había sido algo al voleo. Grande fue su sorpresa al darse cuenta de a poco, que le faltaba todo. Se llevaron el ventilador de techo, el horno, casi toda la ropa y hasta los cubiertos. No le dejaron un electrodoméstico, la plancha, el microondas, la licuadora, todo faltaba. Dejaron la heladera (muy probablemente porque es difícil de cargar) y una impresora (no debían tener mucho para imprimir o, al tanto del precio de los cartuchos, los chorros pensaron que no valía la pena). Recordemos que el robo fue en un edificio.
Florencia, la propietaria del departamento, joven estudiante de Medicina, no podía creer lo que había encontrado. Sorprendida por la magnitud del hecho, la chica habló con los vecinos, no podía ser que nadie hubiera visto nada. Ahí se llevó la peor sorpresa: sí habían visto, a los dos o tres días de su partida hacia el descanso, en el departamento empezó a haber luces encendidas y hasta música. Los vecinos no dijeron nada porque pensaban que por algún motivo ella habría vuelto. Cuando preguntó cuántas horas había estado en el departamento “ocupado”, la respuesta la dejó boquiabierta. No fueron horas. Fueron varios días.
Una de las vecinas les contó que desde el 26 de diciembre en adelante habían visto movimiento en la casa, la misma vecina le dijo que desde esa fecha por lo menos cuatro días seguidos se veían las luces prendidas. Algunos habían visto movimiento de gente que se llevaba cosas, pero no les pareció raro, porque no se dieron cuenta que no eran Florencia y el novio.
Hasta acá es la parte casi graciosa. Entran chorros a tu casa y como saben (o suponen) que no vas a volver, se te instalan y te usan la bañera y la cuenta de Netflix. Parece una comedia policial en la que de repente el dueño llega y se arma la batahola. Pero no. Esto no es Hollywood. Acá viene la parte terrible: ¿qué grado de impunidad tiene que tener un chorro para quedarse en la casa que está robando? Insisto con el detalle porque no me parece menor: no era una casa en el medio del campo que requiere cinco horas de galope para llegar. Era un departamento en un edificio del centro de la ciudad de Santa Fe. Me hace pensar que tenían estudiados los movimientos del lugar y sabían las rutinas tanto de la dueña de casa como de los vecinos, sino no me explico cómo no los descubrieron.
No quiero ni imaginarme qué hubiera pasado si esta pareja llegaba antes de lo previsto y se los encontraba en plena “mudanza”, quizá terminaba en algo peor que un departamento desvalijado. No deja de asombrarme la bajeza del ser humano para cometer un hecho así. Lo invito querido lector a que usted tampoco se quede del lado de los que van.
Hipólito Azema nació en Buenos Aires, en los comienzos de la década del 80. No se sabe desde cuándo, porque esas cosas son difíciles de determinar, le gusta contar historias, pero más le gusta que se las cuenten: quizás por eso transitó los inefables pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Una vez escuchó que donde existe una necesidad nace un derecho y se lo creyó.