A las cinco de la mañana del 6 de abril de 1900 un hombre fumaba nervioso en la capilla de la Penitenciaría de Palermo. Había llenado el cenicero, negras las manos y alma, e intentado hablar con el cura Macceo, pero su calabrés cerrado impidió que no se entendiera más que un “yo no soy un asesino, monseñor”. Domingo Cayetano Grossi enfrentaría el pelotón de fusilamiento por la aberración de asesinar a cinco hijos habidos en sendas violaciones a sus hijastras Clara y Catalina. Aunque pudieron ser más dirían los policías y fiscales que irrumpieron en su casa de Retiro en 1898. El presidente Roca no objetó la sentencia que había sacudido a la sociedad, incrédula de semejante saña. Grossi continuaba clamando la inocencia ante los hijos que había tenido con la madre de las mujeres violadas y sometidas, Rosa. Carlos sacó la mirada de su padre que imploraba compasión. Lorenzo se alejó a los brazos del cura. Y la pequeña Teresa, a quien sus hermanas salvaron de los ultrajes, solo lloraba y se tomaba el estómago.
Durante añares al “Hombre de la Bolsa” se lo llamó Cayetano para asustar a niños. Por extraña coincidencia era el nombre común entre Grossi, en realidad Gaetano en su Bonifati natal, y Santos Godino, el famoso Petiso Orejudo, otro de los asesinos seriales temidos de Buenos Aires despuntando al siglo XX. Y la gente pensó que hablaban del Penado 90 que fallecería en 1944 en el Penal del Fin del Mundo en Tierra del Fuego. Pero no. El auténtico “Hombre de la Bolsa” era Grossi debido a que trabajaba de carrero y botellero, el cartonero de la época, y el segundo cuerpo hallado en 1898 estaba justamente mutilado dentro de una bolsa de arpillera, con restos de cigarrillos y anís, algo común en la colectividad italiana. Y fue el comienzo del fin para Grossi. Había arribado en 1878, dejando en Europa una familia, y se instaló en una pensión de malvivientes paisanos -después de la Fiebre Amarilla, todo conventillo de italianos era sospechoso- en las actuales Corrientes y Riobamba. Pasaría luego algunos meses en la Penitenciaria Nacional, en la actual Plaza Las Heras, tras un altercado con otro connacional; la misma que presenciaría su muerte veinte años después. Tuvo varios empleos, entre ellos en el Hotel de Inmigrantes, hasta que en la década de 1890 trabajaría de arriero y changarín en la zona de Retiro, cerca de la casa donde cometería las atrocidades.
El Hombre de la Bolsa argentino
Todo había arrancado en 1896 cuando la policía de Parque Patricios halló restos de un bebé -otra rara coincidencia con Godino, ya que éste nació el mismo año que empezaron los crímenes de Grossi-. Carreros que recolectaban trapos en la quema de basura encontraron el cuerpo de otro infante, así que el juez Narciso Rodríguez Bustamante empezó a atar cabos. Por informaciones de otros botelleros llegaron a la calle Artes al 1400 -actual Carlos Pellegrini-. Allí vivía una familia muy sospechosa para los vecinos. Es que observaban a Grossi en el rol de marido de cuatro mujeres, Rosa -con quien se casó en 1879-, y las hijas Clara, Catalina y María, a quienes más de una vez constataban embarazadas. Pero los bebes no aparecían. Esta impunidad y silencio, en los paisanos del sórdido conventillo y los autoridades criollas del barrio, sorprendió al juez Eduardo Madero en su veredicto del 20 de diciembre de 1898. Afirmaba el magistrado que Clara se paseaba con los embarazos, sin ocultar la deshonra, ni las otras mujeres tapaban la brutal sometimiento y anómala rutina. Su único recurso, de las mujeres que eran analfabetas, era vestir de invariable negro. Igual color que el saco gastado en la espalda que envolvió a la víctima de 1898, otro elemento que apuntaría a Grossi.
“La vindicta pública exigía”
El 9 de mayo la comisión policial se acercó a la morada y el espectáculo del horror estaba a punto de salir a la luz. Debajo de una pesada cama donde Clara se recuperaba del último parto, en una lata de querosene, tapada por una piedra, estaba el vástago, ultimado de la misma manera que los anteriores, estrangulamiento y golpe en el cráneo. En los posteriores interrogatorios y confesiones, conseguidos bajo torturas a Grossi y las mujeres, las versiones fueron hechas y rehechas, inculpándose cada uno, hasta que el criminal admitió los crímenes, incluso de un salvajismo insospechado como quemaduras y desmembramientos, pero asegurando la complicidad de las madres. A quienes molía a golpes a menudo. El mismo Grossi oficiaba de comadrón, cortando el cordón con las herramientas de la carreta, y en ocasiones, advertía a las mujeres que iría con los recién nacidos a la Casa de Expósitos en Constitución. Nunca llegarían.
“El infeliz canalla violaba a sus hijas y cuando las embarazaba y ellas daban a luz, asesinaba a sus vástagos y los arrojaba a la basura”, apareció en la revista Caras y Caretas. Madero dictó entonces a fin del mismo año, en un proceso express, en el cual los fiscales y el abogado defensor no sabían bien cómo juzgar al Hombre de la Bolsa de Retiro, “Por estos fundamentos y de acuerdo con el Ministerio Público, fallo esta causa definitivamente, condenando a Cayetano Grossi a la pena ordinaria de muerte que será efectuada en la Penitenciaría Nacional, conforme a los artículos 56, 57 y 58 del Código Penal y 559 y 560 del Código de Procedimientos. Condeno igualmente a Rosa Ponce de Nicola, Clara Nicola y Catalina Nicola a la pena de tres años de prisión para cada una de ellas, como también al pago solidario de las costas procesales”. Luego se reduciría a dos años la condena de Catalina, en la confirmación de la Cámara en 1900, no en mayoría. Uno de los camaristas argumentó que los únicos testimonios que culpaban a Grossi eran las tres mujeres subyugadas, que resulta muy difícil no ubicarlas a ellas perpetrando tales atrocidades, y, a cambio de pena de muerte, proponía reclusión perpetua al imputado. Ya la “vindicta pública exigía", bramaban los periódicos y revistas, y Cayetano se enfrentaría inexorablemente a los fusiles de los soldados del Ejército.
La posverdad de 1900
Las ocho de la mañana del 6 de abril de 1900 era la hora señalada de la ejecución. Un practicante tomó el pulso acelerado del reo y debieron arrancarle el cigarrillo negro de la manos, volando una de las colillas que habían sido claves para condenarlo. El coronel director de la cárcel, Juan Carlos Boerr, ordenó que lo ataran a una silla, bajo el árbol del patio, mientras el cura Macceo vendaba sus ojos. Fueron tres hombres los que dispararían y uno, Emilio Lascano, daría el tiro de gracia. En pocos segundos ya estaba el cuerpo de Cayetano Grossi, el primer asesino serial de Argentina, en un ataúd de pino. Y a la hora llegó el fotógrafo de Caras y Caretas. Y nació de los primeros fake news autóctonos. “El medio envió a un periodista novato, que llegó tarde a la ejecución. Le pidió al cura que posara con él, que se sentó en la silla donde antes lo había hecho Grossi. Y luego, en la redacción, se hizo un montaje con el rostro de Grossi. Las fotos son trucadas. Esto lo saben pocos, pero fue confesado en una revista que tuvo pocos números, años después”, revelaba el perfilador criminal Luis Alberto Disanto, citado por Rodolfo Palacios, y corroborado por la investigadora Sandra Szir en “Reporte documental, régimen visual y fotoperiodismo. La ilustración de noticias en la prensa periódica en Buenos Aires (1850-1910)”, en la revista especializada Caina de 2013.
A modo de confesión, Grossi dictó estas palabras a otro calabrés la noche previa del fusilamiento, y que de nada sirvieron para que el juez, ni el presidente de la Nación por decreto del 5 de abril, refrendaran la pena de muerte -que en Argentina estuvo en vigencia hasta 1984, pese a que la Asamblea del Año XIII y Urquiza la abolieron formalmente en 1852, y Roca reintrodujo en 1886- “He tenido cinco hijos cristianados, en una sola mujer; de ellos, tres viven, dos varones y una mujer. Los otros dos, que eran mujeres, murieron aproximadamente hace quince años. Yo recibo con resignación la pena que se me ha impuesto, pero soy inocente. Yo no soy culpable de las muertes de esas criaturas porque las culpables son esas mujeres que me han acusado asesino de sus hijos. Yo no soy el padre de las víctimas; los padres de esos niños eran los amantes de las mujeres Nicola. Si yo fuera un asesino tan feroz, yo hubiera muerto a mis hijos con la madre. ¿Cómo es posible que una madre haya permitido que yo asesinara sus propios hijos? ¿Por qué no me acusaron ante la Policía cuando yo salía a la calle, las madres de las víctimas? No siento morir y hago esta declaración por el amor a mis hijos legítimos” Ese chacal, sin arrepentimientos, acalló la madrugada palermitana del 1900.
Fuentes: Canaletti, R. Crímenes sorprendentes de la Historia Argentina. Buenos Aires: Penguin Random House. 2021; Contreras, L. “Los crímenes de Domingo Cayetano Grossi y la pena de muerte en Buenos Aires (1893-1900)” en Historias de la ciudad: Una revista de Buenos Aires, Junta Central de Estudios Históricos de la Ciudad de Buenos Aires, Nro. 53, octubre 2010; Palacios, R. “La espeluznante historia del primer asesino serial argentino y las impactantes fotos de su ejecución” en infobae.com. 2021.
Imagen: AGN-Archivo General de la Nación
Periodista y productor especializado en cultura y espectáculos. Colabora desde hace más de 25 años con medios nacionales en gráfica, audiovisuales e internet. Además trabaja produciendo Contenidos en áreas de cultura nacionales y municipales. Ha dictado talleres y cursos de periodismo cultural en instituciones públicas y privadas.