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El eterno problema del cambio

Si usted es el que tiene el producto, es SU responsabilidad tener el cambio suficiente como para definir la transacción.

La verdad, me considero una persona bastante razonable. De hecho, quizás por formación (nada es definitivo, la duda como principio metodológico, etc.), suelo intentar “ponerme en los zapatos del otro”, incluso cuando sé que no estoy de acuerdo ni lo voy a estar, pero por lo menos hago el ejercicio para intentar descifrar por qué el otro piensa distinto. 

Así y todo hay algo que me saca. Es una idiotez, algo realmente pequeño, pero no logro empatizar nunca, y es la falta de cambio del taxista. En realidad, odio la falta de cambio en cualquier circunstancia. Si usted, señor vendedor, es el que tiene el producto es su responsabilidad, no la mía, tener el cambio suficiente como para definir la transacción. Está claro que me refiero a cuestiones lógicas, no pretendo comprar un paquete de caramelos con un billete de 1000 pesos, entiendo que eso es una avivada peor que la de no tener cambio.

Dicho esto, me voy a meter en el tema de lleno, para que entiendan porqué me molesta tanto este flagelo comercial. Supongamos, no supongamos, mejor afirmemos, porque lo que voy a contar me pasó esta semana, que hago un viaje en taxi cuyo importe es de 142 pesos (ni hablemos del precio del taxi, que da para una serie de notas). Bien, decía, que mi trayecto de menos de 4 kilómetros me salió 142 pesos. Reviso mi billetera (luego de preguntar si podía pagar con débito, cosa que no entiendo por qué me fue negada) y detecto que tengo un billete de 100, uno de 20 y uno de 500 pesos. Le ofrezco el de 500. El señor conductor me dice que no tiene cambio. Le digo que yo tampoco. Me mira por el espejo retrovisor, como diciendo “¿Y qué querés que haga?”. Lo miro, como diciendo “No sé, decime vos, que sos el que ofrece el servicio de traslado de pasajeros”. Pensé en el kiosco y el paquete de caramelos, si no hay cambio no me llevo los caramelos, así de fácil se pierde la venta. Pero en el taxi, ya había “consumido” por así decirlo. Tenía que pagar sí o sí. Espero a ver si se le ocurre al taxista una solución para darme el vuelto. Nada. 

Entre miradas en el espejo percibo que si no hablo, el señor taxista tampoco lo hará y el casamiento de mi hijo (que cumplió once meses la semana pasada) me va a encontrar en el asiento trasero de este Corsa inmundo lleno de olor a pucho. Así que hablo: le ofrezco los 120. Me dice que el viaje sale 142. Le digo que ya lo sé, pero dado que no tiene cambio, me parece un exceso dejarle 358 pesos de propina. Me dice que me baje a buscar cambio. Le digo que es su responsabilidad, que lo espero en el auto que vaya él a buscar el cambio. Me putea, en la cara, directamente. Le tiro los 120 en el asiento del acompañante y me bajo, dando un portazo bastante fuerte. Me voy caminando rápido, por las dudas. 

La verdad es que camino con rabia de cómo trata el taxista a los pasajeros, pero también con un poco de miedo de que me persiga por 22 pesos. Yo que no estoy en contra de ningún trabajador que se gane dignamente el pan, me encuentro pensando en que todas las aplicaciones que vienen a suplantar el taxi se merecen más mi viaje que este conductor maleducado. No quiero generalizar, hay taxistas amables, pero este me sacó de quicio. 

A las dos cuadras se me pasa el miedo de que me persiga y me pegue un palazo en la espalda. No hay derecho.

 

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