Hay algo magnético en las construcciones de épocas pasadas, esas que parecen preservar entre sus paredes los aires de otros años, cuando la vida era tan diferente a lo que es ahora. En Buenos Aires, por suerte, aún quedan algunas muestras de esas edificaciones que nos dan la posibilidad de viajar en el tiempo. El Palacio Fernández Anchorena es una de ellas.
Ubicado sobre la Avenida Alvear al 1637, nos cuenta la historia de la antigua clase alta porteña, que vista desde hoy parece salida de una serie de Netflix. Desde presidentes hasta papas recorrieron sus ambientes y fue hogar de varias figuras ilustres. Pero empecemos por el comienzo.
Como su nombre lo anuncia, la construcción del Palacio Fernández Anchorena fue encargada por esa familia en cuestión. Juan Antonio Fernández y Rosa Irene de Anchorena ordenaron la obra a la distancia, desde París, donde residían con sus cuatro hijos. Para que realizara los planos, contrataron al famoso arquitecto francés Édouard Le Monnier, y compraron todos los muebles y la decoración de la mansión allí mismo.
Pero lo curioso del caso es que el matrimonio nunca llegó a conocer el palacio. Parece que los planes que habría tenido la familia de regresar a Buenos Aires y habitarlo habrían quedado truncos cuando Juan Antonio Fernández tuvo un accidente que le dejó lastimada una pierna. Sus hijos sí visitaron el país en varias oportunidades, sin embargo, no se quedaban en la casa, sino que preferían alojarse en el Hotel Plaza.
¿Qué sucedió, entonces, con el Palacio Fernández Anchorena mientras sus dueños se encontraban a miles de kilómetros de distancia? Desde el momento de su inauguración, en 1909, hasta 1922, la casona fue habitada únicamente por los empleados del servicio doméstico, quienes trabajaban bajo las órdenes de un administrador.
Durante todos esos años, la casa fue mantenida exactamente de la misma forma que lo hubiesen hecho si hubiera estado ocupada. Es decir que, cada día, se limpiaban todos los ambientes, los muebles y la cristalería, a pesar de que era una casa completamente desocupada.
De presidentes y papas
El primer habitante de la casa fue nada más y nada menos que el presidente Marcelo Torcuato de Alvear, quien era íntimo amigo de los Fernández Anchorena. Alvear tomó su cargo en 1922; sin embargo, hasta ese momento, residía fuera de la Argentina ya que se desempeñaba como embajador en Francia. Cuando regresó al país, debió buscar un lugar donde vivir, ya que la residencia presidencial de la Casa Rosada estaba en malas condiciones.
Fue así como la casona deshabitada se convirtió, de la noche a la mañana, en la residencia presidencial. Alvear y su mujer alquilaron el palacio durante un año, hasta que se mudaron a su residencia fija en Belgrano. A ellos les sucedió como inquilina una mujer que fue un personaje particular de nuestra historia, aunque quizás su nombre no resulte tan conocido: Adelia María Harilaos de Olmos.
La impronta de Adelia
Adelia era amiga de Alvear y viuda del exgobernador cordobés Ambrosio Olmos. Su marido había sido 37 años mayor que ella y, cuando él falleció, la mujer quedó al frente de una herencia que incluía 300.000 hectáreas de campos.
Los muebles, la vajilla y la platería que hoy ocupan el Palacio Fernández Anchorena pertenecieron a la propia Adelia, quien se enamoró perdidamente de la casa, a la que se mudó en 1925. A partir de ese momento, la casona fue un punto de encuentro social de la clase alta de la época. La mujer residía allí con los cinco hijos de una de sus sobrinas, que había muerto joven. Durante varios años alquiló el lugar, hasta que finalmente lo compró.
Visitas ilustres
Alvear no fue el único presidente que cruzó el umbral del palacio: Juan Domingo Perón y Evita también fueron invitados por la dueña de la casa, en 1948. Otra figura importante que fue huésped de Adelia fue el Cardenal Pacelli, quien años después se convertiría en el papa Pío XII.
Devota cristiana, Adelia donó su casa a la Iglesia. De esta manera, cuando falleció —y hasta el día de hoy—, se instaló allí la Nunciatura Apostólica. Por este motivo, cuando el papa Juan Pablo II visitó la Argentina, en 1982 y 1987, también se hospedó en el palacio.
Si esas paredes hablaran —como se dice— sin dudas tendían muchas historias que contar.
Imágenes: Arkiplus.com
Licenciada en Comunicación Social y correctora. Nacida y criada en el oeste del conurbano bonaerense. Sagitariana, vegetariana, crossfitera y viajera. Estoy convencida de que, con las palabras, podemos hacer magia. Pasen y lean.