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Las 2 leyendas que cuentan los misioneros sobre el mburucuyá

La tierra colorada tiene sus creencias a la hora de determinar el origen del mburucuyá. Ambas conjugan las raíces guaraníes con la religión.

Flor nacional de Paraguay, departamento de la provincia de Corrientes, Parque Nacional o bien, el nombre de una planta. Esas son algunas de las particularidades que podemos sumar al curriculum vitae del mburucuyá. Y como sabemos que detrás de toda belleza con mística se esconde una historia, quisimos indagar al respecto. Así que vamos a hablar un poco sobre lo que se dice sobre su creación en el litoral argentino.

El amor al prójimo

La leyenda guaraní gira en torno a un sacerdote que llegó a las misiones del nordeste con un gran propósito. Pretendía predicar las enseñanzas del Divino Maestro y cruzaba todos los días la selva en busca de indios para convertir. Hasta que una vez sucedió algo distinto mientras cruzaba una picada: escuchó el grito desesperado de una  niña que era perseguida por un yaguareté. Para salvarse, la pequeña se había refugiado en las ramas de un débil árbol, y hacia allí se dirigió el cura. Sin embargo, su valentía despertó la furia del animal, lo que lo llevó a gritarle a la criatura que huyera velozmente.

En este contexto, el yaguareté abandonó su empecinamiento con la niña para abalanzarse sobre el sacerdote. Lo hizo con golpes y arañazos terribles que terminaron con su vida. Tristemente, la sangre del hombre regó la tierra sobre la cual más tarde nació una planta. Se trataba del mburucuyá o pasionaria, cuya flor le recuerda al mundo la poesía de sufrir por el prójimo.

Mburukujá y su romance prohibido

Mburukujá era una doncella española que había arribado al suelo guaraní con su padre, quien era capitán. En realidad, su nombre cristiano no era ese, sino el que le había dado su amado, un joven aborigen. La pareja se veía a escondidas del papá de Mburukujá, dado que el hombre nunca hubiese permitido la unión. En cambio, tenía en mente esposarla con alguien a quien ella no amaba, lo que sacó el lado más déspota y autoritario del marinero. Por lo que los amantes solamente podían verse a escondidas, de tarde y con menos frecuencia. Si bien ella no podía salir de noche porque no lograba burlar la vigilancia paterna, él sí lo hacía por ambos.

Oculto en las sombras hasta el amanecer, el cacique se iba del lugar sin ver a su amada. No obstante, antes de retirarse tocaba su rústica flauta de caña confiando en que los sonidos iban a llegarle con el viento. Hasta que un día las melodías dejaron de escucharse y Mburukujá buscó al muchacho toda la noche siguiente. En su interior nunca dudó que la ausencia se debiera a desinterés, sino a que estuviese malherido. Pero el chico nunca volvió y la angustia se apoderó de la joven, transmitiéndose en su mirada triste y dolorosa.

Finalmente, un atardecer se enteró gracias a la madre de su amor acerca del trágico destino que tuvo. El padre de Mburukujá lo había asesinado. Así que la doncella insistió en ir hacia los restos donde descansaba el chico: una tumba aérea, como dicta la costumbre guaraní. Allí, cavó una fosa donde depositó el cuerpo de su amante y sobre él se clavó en el corazón con una flecha.

Un mburucuyá nació

El arma mortal hecha de plumas que el cacique le había regalado a Mburukujá quedó en su pecho como una estaca. Pero de este había brotado una flor exótica y extraña. Por indicación de la joven, la madre del chico se encargó de enterrarlos juntos y, al tiempo, se asombró de lo que encontró. Sobre sus tumbas crecía con fortaleza una planta nunca antes vista hasta ese entonces, que era el mburucuyá. De ahí se desprendió la leyenda que sigue contándose en la actualidad entre los habitantes de la selva y el río.

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