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El tesoro de los jesuitas, parte 1

Cuenta la tradición oral que los jesuitas escondieron un gran tesoro en su templo de Santa Fe. Hasta ahora, nadie lo encontró.

Hay una leyenda nacida a raíz de la expulsión de los jesuitas en 1767. Tanto en el Colegio de la Inmaculada como en las demás casas que habían poseído estos en el Río de la Plata, habrían ocultado grandes tesoros. Serían fortunas en metálico y en objetos de gran valor. La leyenda persiste aún.

Tuve la bendición de poder hacer toda mi formación escolar en el hermoso colegio que alberga esta historia. Recuerdo, en algún momento de mi infancia, una producción documental televisiva sobre esta leyenda.

Como en los pueblos guaraníes permanecieron los jesuitas hasta un año después de aquella expulsión, en espera de quienes fueran a reemplazarlos, era posible que algún misionero escondiera algún objeto de valor. Pero no pudo acaecer eso en los colegios, en los que fueron sorprendidos en la forma más sigilosa y rápida. Por ende, nada pudieron ocultar los jesuitas en 1767, aun suponiendo que algo hubieran querido ocultar. No obstante, prevaleció la leyenda de que aquellos jesuitas de 1767 habían escondido dineros y joyas.

Antes de 1862, año en que volvieron a ocuparlo los jesuitas, el templo en cuestión estaba al cuidado de un solo sacerdote. Era un sólido edificio de arquitectura jesuítica. Un gran claustro de arcadas encuadraba un enorme patio central, lleno de naranjos. En medio del patio, un pozo. Cerca de ochenta celdas formaban el convento. Contiguas al claustro, la sacristía y la biblioteca del templo vecino. Las ventanas de la biblioteca, espacioso salón, entonces casi abandonado al polvo que todo lo cubría, daban al claustro. Este convento fue de los jesuitas durante la Colonia.

El sueño de todo cazador de aventuras

Como se sabe, los jesuitas fueron siempre dueños de inmensas riquezas. En Santa Fe llegaron a pertenecerles las más grandes estancias. En la sacristía y en el altar mayor del templo abundaban los objetos de oro y plata. La diadema de brillantes que lucía la Virgen en los días de grandes ceremonias debía valer una fortuna. Además, cálices, cruces, relicarios y otros objetos ostentaban piedras preciosas incrustadas.

Cuando se dispuso en 1767, en plena Colonia, la expulsión de los jesuitas en todo el virreinato del Río de la Plata, por real orden de Carlos III, el gobernador de Santa Fe dio apenas dos horas a los jesuitas de la ciudad para que salieran. Y salieron en el plazo fijado, sin más equipaje, nótese bien, que el rosario y el breviario. No se les permitió llevar riqueza alguna. Poco después los miembros del Cabildo tomaban posesión del convento en nombre del rey de España. Todo estaba perfectamente vacío. Ni en la iglesia, ni en el convento, ni en la sacristía, ni en la biblioteca se encontró una sola joya, una sola moneda de oro, nada de algún valor. Todo había desaparecido. Las autoridades civiles, defraudadas, buscaron y revolvieron inútilmente. Nada apareció.

Comenzó a correr el tiempo y, en labios del pueblo, la leyenda de un tesoro fabuloso escondido por los jesuitas. De tanto en tanto, se buscaban túneles, bóvedas, etc. Nunca se halló nada. Vino la guerra de Independencia, siguieron las guerras civiles, interminables, llegó la época de la organización nacional. Nadie se acordaba de los jesuitas ni de sus presuntas riquezas. El convento había pasado a los mercedarios, y luego, extinguida la orden, quedó al cuidado de la curia, que solo tenía allí un padre guardián.

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