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Pintando por un sueño

Darío tenía una vida ideal: era un contador con un buen pasar económico y una hermosa familia. Pero su vida estaba vacía, hasta que decidió dejarlo todo para mudarse al sur a vivir de su pasión: la pintura.

En una sociedad en la que nos enseñan que todas las cosas deberían ser “para toda la vida” (el amor, la profesión, la casa), pegar el volantazo requiere de mucho coraje. Sobre todo, cuando uno tiene la vida ideal, esa a la que nos enseñan a aspirar desde que somos chicos. Una vida que, en muchos casos, se siente vacía. Así se sentía Darío Mastrosimone hasta hace una década atrás, cuando decidió que su felicidad era más importante que cualquier convicción social.

Darío era lo que podría considerarse un hombre exitoso. Estaba al frente de un gran estudio contable, tenía una casa en un barrio privado en Ezeiza y un auto de alta gama. Estaba casado con Paula, con quien tenía tres hijos. Todo marchaba bien, excepto una cosa. Darío tenía una pasión, que ya conocía desde chico, pero a la que había relegado al optar por “un mejor porvenir”. Darío, más que contador, se sentía pintor.

Cuando terminó el secundario, el plan de vida de Darío estaba claro: quería estudiar Bellas Artes y dedicarse a pintar. Sus padres lo persuadieron de que optara por una carrera con mayor “salida laboral”, y dejara la pintura como un hobby. Y así lo hizo. Durante un tiempo, su vida era una de lunes a viernes y otra los fines de semana, cuando colgaba el traje y la corbata y, a partir de un lienzo en blanco, creaba un universo de colores, formas y texturas. Hasta que su creatividad se fue adormeciendo y su vida fueron solo cuentas, balances y declaraciones juradas.

Escuchar el clic

Es difícil no estar conforme con la propia vida cuando, vista desde afuera, es la vida perfecta. Pero Darío se sentía vacío: lo material de ninguna manera lo llenaba. Ingresando a su cuarta década de vida, entró en crisis. Y su crisis, por supuesto, afectó al resto de la familia.

Pero un viaje al sur comenzó a aclarar un poco su panorama. El lugar elegido por la familia para sus vacaciones era San Martín de los Andes. Fue allí donde tuvo un encuentro que sería el puntapié inicial para el comienzo del resto de su vida.

Conoció a Georg Miciu, un artista rumano que eligió nuestro país como su nueva patria. Y no cualquier parte de nuestro país: Georg se enamoró de la Patagonia –cómo no hacerlo– y allí vive y crea obras impresionistas. Darío pasó esas vacaciones pintando y charlando con el artista rumano, que lo empujaba a que se animara a dejar una vida vacía y segura por otra impredecible y feliz. Para él, fue toda una inspiración.

Volvió a Buenos Aires, pero algo dentro de él ya había cambiado. En algún lugar, veía una salida, una respuesta. Comenzó a hacer terapia y volvió a sus talleres de pintura. Sabía lo que quería hacer, pero tenía una familia que dependía de él. Por suerte, el sentimiento de su mujer iba en el mismo sentido. Lo hablaron, lo programaron, lo decidieron: iban a empezar desde cero en la Patagonia.

Vendieron la casa, esperaron a que finalizara el año lectivo escolar, pusieron sus cosas dentro de un camión y partieron rumbo al sur. El 8 de enero de 2008, comenzaba la nueva vida de la familia en San Martín de los Andes. Un par de años después, se sumó un nuevo integrante: Giovanni, el cuarto hijo de Darío y Paula.

Hoy hace más de 10 años que Darío vive de lo que ama. Realiza muestras y exposiciones, y sus obras están en algunas de las principales galerías de arte de Buenos Aires y en colecciones particulares de Estados Unidos, Australia, Brasil, Reino Unido, España, Chile, Colombia, entre otros países.

¿Si fue fácil? Claro que no. Nunca es fácil romper esquemas. Pero ¿hay algo más lindo que dedicarnos a ser, por fin, quienes en verdad somos?

 

Imágenes: web Dario Mastrosimone / IG Darío Mastrosimone

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