¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Miércoles 29 De Marzo
Voy a contarles una particularidad de mi viejo, José Daniel Valencia. Él es un tipo muy despistado. Por ejemplo, me juraba que nunca había jugado una Copa América y, en realidad, le demostré con pruebas que sí. Otra vez, en una gira con Talleres de Córdoba, había cambiado una camiseta con Cruyff (N. del E: Johan Cruyff es uno de los mejores jugadores en la historia del fútbol mundial), la número 14 del Barcelona. Le pregunté a mi papá dónde la tenía y nunca supo. “Se perdió”, me contestó.
Regaló todos sus botines y camisetas, lo cual, en rigor de verdad, no es malo. El punto está en que no se acuerda a quién le regaló cada cosa. No es que le hacía regalos a personas especiales. Al primero que se le cruzara y le pedía algo, se lo daba.
Nunca supo qué hizo con las camisetas del Mundial 78, al punto que más de una vez he visto sus casacas en algunos museos y él no tenía ni la menor idea de cómo llegaron allí. En fin, podría seguir relatando estas cosas, pero voy a ir a lo concreto: el tema que voy a contar.
Era 25 de junio de 1978. Argentina se coronaba campeona del mundo por primera vez en su historia y los festejos daban que desear. Calculo que todos los que hemos jugado al fútbol alguna vez fantaseamos con la idea de ganar un mundial y no tengo que decirles, cómo lo festejaríamos.
Pero aquí la situación es distinta porque se trata de un tipo distinto. También debemos entender el contexto.
La Selección Argentina había concentrado desde mediados de enero de 1978 para lo que sería la cita mundialista. Si bien, los sábados les permitían a los jugadores salir para jugar con sus respectivos equipos, apenas finalizaba el encuentro, debían volver a la concentración, en Buenos Aires. Así pasaron casi seis meses sin ver a su familia. Mi abuelo falleció cuando mi viejo tenía 15 o 16 años, cuando ya se había ido de su casa natal, en Jujuy, para jugar profesionalmente e instalarse en Córdoba.
El partido final había terminado. Argentina 3 - Holanda 1. Todos los jugadores se reunieron para festejar y preparaban la cena en la que brindarían por el título conseguido. Pero faltaba alguien del plantel.
Ya sabrán quién era el ausente. Quizá, con 22 años, no tomaba dimensión de lo logrado, pero este es un pensamiento completamente subjetivo de la persona que escribe estas líneas. El Obelisco explotaba de gente, todos en sus casas se abrazaban, todo era algarabía.
En el hotel, los jugadores festejaban mientras el preocupado profesor Pizzarotti (N. del E: Ricardo Pizzarotti, preparador físico de la Selección Argentina) lo buscaba. En ese entonces, aclaro para los lectores más jóvenes, no existían los medios de comunicación que tenemos hoy, la búsqueda era casi inútil.
El recepcionista del hotel se acercó a Pizzarotti, a quien veía sumamente preocupado, y le dio un papel: “Profe, gracias por todo. ¡Somos campeones del mundo! Vine rápido al hotel antes de que se llene de gente, ya me voy a casa a ver a mamá. Despídame de todos. Abrazo enorme”.
Así fue que mi viejo, apenas salió campeón del mundo, decidió irse a festejarlo con mi abuela. Agarró el auto y arrancó el viaje hacia Jujuy. Ya es material suficiente para finalizar este relato pero como se trata de una persona particular, aún no lo he contado todo.
Como eran 1.500 kilómetros hasta Jujuy (la tierra natal de mi padre), mi viejo decidió detenerse en Córdoba y emprender el viaje al otro día.
Algunos gendarmes que lo reconocieron en la ruta se sacaban fotos y festejaban con uno de sus “próceres”. Así fue que, desde Tucumán, se conoció la noticia de que el primer (al día de hoy, único) jujeño campeón del mundo estaba volviendo a su tierra.
Por su parte, el gobierno jujeño tomó nota de la situación y decidió declarar asueto para que la gente pudiera ir a recibir a su héroe. Obviamente, una persona en medio de la ruta, no tenía manera de enterarse de estas novedades.
Para llegar a la casa de mi abuela había dos caminos: tomar la avenida principal asfaltada (que es lo que haría todo el mundo) que es la entrada a la ciudad o una calle de tierra que mi viejo transitaba con sus primos cuando tenía trece años. ¿Adivinen qué camino eligió? Exactamente. Tomó la ruta de tierra.
Una vez que llegó a destino, más sonriente que nunca, esperando, finalmente, reencontrarse con su madre, tocó el timbre de la casa. Abrió la señora que trabajaba ahí.
—¡Daniel, pero ¿qué está haciendo acá?!
—Bueno, me hubiese gustado que me recibiera de mejor manera —contestó mi papá.
—¡Pero, está toda la provincia esperándolo en la avenida principal! —le avisó la señora.
Ustedes dirán que lo importante era poder ver a mi abuela y tienen razón. ¿Saben cuál era el problema? Que ella también se había ido a la avenida a recibirlo.
Esta es la historia del tipo más despistado del mundo. Personalmente siempre me pregunté: ¿cómo puede haberse ido sin quedarse a los festejos? Pero cuando me dijo: “Abracé a tu abuela durante dos horas y eso fue mejor que todo”. No tuve más objeciones a sus decisiones.
Fecha de Publicación: 06/05/2021
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