¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Lunes 15 De Agosto
Fuente de leyendas y mitos, la Antártida puede deparar miles de cuentos pero ninguno que incluya la chance real de vida humana. Apenas viven 4000 personas de distintas nacionalidades en 14 millones de kilómetros cuadrados, 50 en invierno, la mayoría, argentinos. El Continente Blanco es la zona más seca del planeta, más que el Desierto del Sahara, la región más volcánica; además, con temperaturas rozando los 90 grados bajo cero que pueden helar y hacer caer un lóbulo en segundos. Las noches resultan sombríos inviernos eternos, poniendo a prueba a los mejores espíritus, y los vientos a 200 kilómetros por hora, amilinan al más valiente. Y sin embargo es la tierra prometida a partir del Siglo XX, la mayor reserva de agua dulce del mundo, tal vez también de petróleo, reservorio de maravillas de la evolución y el presente del planeta. Argentina ha sido el primer país en mantener una estación permanente, instalada en la Base Orcadas en 1904, y la primera que planteó la salvaguarda del medioambiente. Por ello si existieran los antárticos, nuestro país que tuvo el primer niño nacido allí en 1978, cabría a los argentinos el honor de así llamarse, año a año renovando las estaciones de un gigantesco territorio casi inexplorado, un tercio bajo la celeste y blanca. El legado soberano en la Patria Blanca que nos trasmiten los Sobral, Pujato, Leal y Carlini.
"No te extrañe que quieras irte. No te asombres que quieras volver" es la leyenda del comedor que recibe a los visitantes regulares en la Base Marambio, una de las seis operativas durante el año, las otras, Esperanza, Carlini - ex base Jubany, en homenaje al científico Alejandro Carlini (1963-2010)-, Orcadas, San Martín y Belgrano II, y que se suman al resto operativas solamente durante el verano, Brown, Melchior, Decepción, Cámara, Primavera, Petrel y Matienzo. A pesar de que podría parecer una mazmorra glacial, que a veces lleva a los dos años de aislamiento, varios militares y científicos suelen repetir la experiencia ¿Por qué? Claro que hay un poco de vanidad, de superación personal, que no es para cualquiera, y algo más, “a la capacidad científica y técnica de los hombres que se lanzan hacia la Antártida en pos de arrebatarle sus secretos, deben sumarse los requisitos de una buena salud física y mental, de una deseo íntimo de probar la aventura, y un convencimiento firmemente arraigado en una obra útil”, aclaraba el contralmirante Rodolfo Panzarini en 1962, año que la Fuerza Aérea clavó la bandera argentina en el Polo Sur, “quienes vayan alentados por motivos que al individuo sólo importan -en la actualidad, la mayoría de los militares optan por el desapacible destino por razones económicas, según los distintos cronistas-…tendrán bien pronto la sensación de estar pagando un precio demasiado elevado por la satisfacción del objeto que los guió, será una carga para sus colegas y experimentarán la amagura que transmite el fracaso”, enumerando entre otros sacrificios, sin contar el desarraigo violento y la soledad extrema, las operaciones obligatorias de vesícula y apéndicis, duela o no. También el chequeo riguroso porque en la Antártida bajo cero nadie se resfría, no hay virus ni bacterias de influenza. Sólo después de los recambios, alguien viene y trae alguna gripe; con severas consecuencias en los miembros que permanecen debido a que la ausencia de enfermedades comunes hace que bajen sus defensas. La Antártida fue el único continente libre de COVID.
Otra curiosa medida prolifáctica es prohibir el uso de la barba. La experiencia aconsejó caras libres de pelambre. En el invierno se sale al exterior, el aliento se congela sobre los pelos y en torno a los orificios de boca y nariz se bosqueja una arquitectura de carámbanos y estalactitas, que pesan, molestan y duelen.
También otros problemas aparecen con el encierro prolongado, se sale solamente a misiones programadas y en grupos. No existe el explorador solitario en la inmensidad blanca, casi una muerte segura. Y más allá de la lógica irritabilidad de los largos días de convivir con la misma -desconocida- gente, cuando se agotaron las bibliotecas, ludotecas y discotecas, físicas y, ahora, virtuales. “Ni aún en las Orcadas se deja de ser hombre. Indudablemente, hay días que le circulación sanguínea parece activarse en nuestras arterias (sic) Un recuerdo, un grabado, una conversación, son suficientes para transportar la imaginación a cualquier parte…vi desfilar y sufrir a muchos hombres sensibles”, comentaba José Manuel Moneta, uno de los hombres que más años permaneció en las Orcadas del Sur, cuatro. En su estadía, el doctor Alberto Soria ordenó descolgar “grabados sensuales y voluptuosos” y recomendó la práctica deportiva para el “desgaste físico” En verano, pese a que la temperatura es bajo cero, algunos se animan a torso desnudo a un picadito y tomar sol -obligatorio con lentes, el reflejo puede provocar ceguera temporal.
La maestra Julia Beatriz Buonamio fue una de las diez familias que iniciaron en 1978 la experiencia de vivir en Antártida. Quizá algunas de las reflexiones de Soria y Moneta, referidas a los soledad de los soldados, y aparecidas en publicaciones de los cuarenta, hallan motivado que allí se celebre la primera boda con Julia y el sargento primero Alberto Sugliano. "A estos novios no los asusta ¡ni el hielo!", tituló una revista de entonces, en plena fiebre procesista, parte del plan militarista que acabaría con el desastre de Malvinas. Buonamio cuenta a Verónica Sukaczer de Redaccion.com.ar las singularidades de la vida cotidiana antártica, "En 1978 contábamos con dos estufas a kerosene para calefaccionar la casa. Llegamos Fora vivir con diez grados bajo cero adentro y teníamos que derretir nieve en la cocina para tener agua. Por ser tan precaria la calefacción, se congelaban los caños y no llegaba el agua caliente al baño. Mi esposo, entonces, colgó de la ducha una lata de galletitas a la que le había soldado una canilla, la llenaba de agua caliente y así nos bañábamos. Todo era diferente, allá, fue un privilegio participar del proyecto a pesar de los riesgo que presentaba. Ahí te encontrás con vos misma y te mostrás tal cual sos. Es una gran familia donde todos dependemos de todos", cerraba quien repitió la oportunidad en 1984, y que se mantiene en la actualidad con algunas familias, y sus diez o quince niños, en la Escuela Presidente Raúl Alfonsín. Y, empero, para la mayoría de los antárticos es un experiencia que prueba el temple, “Es imposible dejar de pensar y de decir: Faltan aún seis, siete meses, medio año más…quien sabe -Vendrán? Sí, vendrán…Pero ¿verdaderamente vendrán?”, aparece la angustia en los diarios de Moneta. Además puntualiza que los esfuerzos de estos soldados, que llevan de por vida una distinción antártica en el uniforme, dejan el precedente de ocupación soberana nacional, anticipando un escenario por si el pacifista Tratado Antártico se descongela.
Cabe en este punto diferenciar a dos antárticos argentinos: los civiles y los militares. Los civiles resultan en su mayoría científicos, coordinados por el Instituto Antártico Argentino (IAA. Fundado en 1951), y que trabajan en distintas tareas ramas de las ciencias naturales. Junto con ellos, en mayoría, marchan militares, de las tres fuerzas, y que poseen algún conocimiento específico que ayude en las tareas de campo científicas. “Detrás de esas cartas bien hechas – a los familiares- están manos ateridas de los que manejaron teodolitos, los rostros curtidos por el frío del personal de las lanchas, la vigilancia atenta de los puentes, los dedos semicongelados de los fotógrafos de las aeronaves y las esperas pacientes en pos de cielos claros para las observaciones astronómicas”, reconocía el oficial Emilio Díaz. Algo que sufrió Mario Markic en carne propia, mano propia, que en su última visita, en pleno invierno, se le ocurrió, menos de un minuto, quitarse el guante protector para saludar al jefe de la base y estuvo varios días con dolores, el área del pulgar y el índice, paralizadas. El mismo Markic que relata la hazaña de aterrizar en la isla de la Base Marambio, la pista un pedazo de tierra de tres kilómetros que empieza y termina en un barranco, y la maravilla de nuestros pilotos diestros que posan allí las moles de los Hércules, volando a nivel del mar para evitar el “capuchón” que solapa la estación.
Viven nuestros antárticos en casillas de madera, alumnio y plástico, presentan doble pared, techo y piso, y con sustanciales aislantes que mantienen cálido el interior. En la cercanía de la casilla se despliegue la barraca de víveres, con alimentos frescos y deshidratados, organizados de acuerdo al personal y los turnos de reabastecimiento, y debidamente custodiado porque los incendios constituyen el peligro más temible de la Antártida. Liquidan las suministros vitales y son costosos de apagar, ya que el agua se obtiene trabajosamente acarreando y derritiendo bloques de hielo. Cada una de las casillas, a través de sus puertas que son escotillas, están además conectadas por sogas, que permiten guiar si ocurre un previsible viento rastrero, que oculte puntos de referencia, y se pierda la orientación. Sobre este viento reflexiona Federico Bianchini en el diario Clarín, “descubrí que sin obstáculos a su paso, el viento no suena. Se mantiene en silencio. Pero al rozar con la aspereza de las rocas húmedas, la suavidad del liquen, al chocar con el laboratorio argentino, la nieve, el cerro Tres Hermanos, las plumas de un skúa o el lomo de un elefante marino, surge un silbido, constante y variable. El paisaje se convierte en instrumento musical y el viento ulula incansable”.
Otro letrero aparece en el comedor de Marambio, “Cuando llegaste, no me conocías, cuando te vayas, me llevarás contigo” Y en las justas palabras de Miguel A. Scenna en 1978, “procedentes de todos los puntos del país, el personal queda embrujado, hechizado por la Antártida, fascinante hasta en sus peligros e inconvenientes, y como tal, pasa a ser la segunda patria de cada uno. Podrán ser puntanos, jujeños o porteños, pero tras la experiencia pasan a ser, además, antárticos, y así se llaman entre sí, expresando la premonición de una provincia argentina que habita en el futuro” La provincia número 25 -la Ciudad Autónoma de Buenos Aires no es una provincia- Porque la 24 fueron, son y serán las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del Sur, unidas el futuro de la Antártida Argentina.
Fuentes: Scenna, M. A. La marcha al lejano Sur en revista Todo es Historia Año IX Nro. 134. Buenos Aires.1978; Markic, M. Misteriosa Argentina. Diario de Viaje. Buenos Aires: El Ateneo. 2013; Edición Especial Antártida. Revista La Lupa. Año 8 - No 13. Tierra del Fuego. 2018
Imágenes: Cancillería.gob // Télam
Fecha de Publicación: 22/02/2022
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