¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Domingo 04 De Junio
Por generaciones cada vez que Miranda explotaba en la misión suicida contra los “asesinos godos” o Lucero es molido a golpes y dejado ciego por los realistas debido a su colaboción con los patriotas o el peruano Villarreal se pasaba de bando, al americano, al de los libertadores por una carta de Belgrano leída por Asunción, no muy lejos en espíritu del sargento Cruz defendiendo la libertad de Martín Fierro, los argentinos no despegábamos los ojos, en las miles de repeticiones televisivas de “La Guerra Gaucha”, dirección de Lucas Demare, guión de Homero Manzi y Ulyses Petit de Murat. Estrenada el 20 de noviembre de 1942, cuando aún no se homenajeaba la Segunda Guerra de la Independencia representada ese día con la Batalla de Vuelta de Obligado, resultó un suceso inmediato, siendo aún hoy una de las películas más taquilleras del cine argentino. "Una historia a veces convencional en su estructura, pero dinámica, llena de acción y aventura (algún crítico europeo la calificó de "western" de gauchos) y atravesada por un cálido aliento épico. Su indudable sinceridad y vibración llega aún hoy al espectador argentino”, observa el crítico José Agustín Mahieu. “Americano para colmo, traidor a su tierra”, le espeta Amelia Bence, Asunción, a un desfalleciente Ángel Magaña, Villarreal. Difícil que alguna vez la lente criolla trasunte de nuevo, en cara de mujer y en primer plano, tanto aguerrido nacionalismo.
“Yo solía dar “La Guerra Gaucha” de Leopoldo Lugones en los talleres literarios como un caso de cómo no escribir…a veces se suele decir que los libros originales son mejores que las películas. Acá no”, pondera el escritor Federico Jeanmaire, en uno del centenar de micros patrimoniales producidos por la ex Dirección General de Museos y el Canal de la Ciudad, mientras que la directora del Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken, que atesora un original del libreto, Paula Félix-Didier, amplía, “pese a las cucharadas de bronce en cada diálogo, sigue emocionando por ser profundamente argentina, esta película que por décadas fue elegida entre las mejores” Cucharadas que ya venían en el original de Leopoldo Lugones, la serie de cuentos modernistas de 1905 plagados de metáforas y patrioterismos escolares, y sin ningún hilo argumental, más allá del marco general histórico de la heroica resistencia criolla al avance de los realistas durante de la Guerra de la Independencia, “pasto de la gloria” del general San Martín mientras prepara su gesta libertadora. Y resistencia más bien gaucha, romantizada, que luego Lugones redondearía a niveles homéricos con el encumbramiento del “Martín Fierro” de José Hernández en 1911, desde entonces el Poema Nacional.
Volviendo a la publicación original, Lugones se excusaba de sus futuros críticos en el prólogo, “no he creído que su tema nacional fuese obstáculo para tratarlo en castellano y con el estilo más elevado posible, debiendo imputarse toda mengua en tal sentido a la cortedad de mis medios, no a la flaqueza de mi intención”, y daba rienda a la sobrecarga barroca en los veintitrés episodios, “Un perfume de humedad serenaba el aire. Tufaradas de calor (sic) agravaban con pesadez de asfixia al meditabundo decaimiento de las hojas”, del cuento “Alerta”, de donde los guionistas tomarían a la curandera y el chico inmolado del general Miranda. Manzi y Petit de Murat, quienes ya habían trabajado juntos en “El dedo en el gatillo” (1940) y “Fortín Alto” (1941), “pavimentó el camino a “La Guerra Gaucha”, adelantaba Domingo Di Núbila, recibieron de los amigos de la flamante Artistas Argentinos Asociados (AAA), derechos del libro en el bolsillo, un lapidario “Han comprado diez millones de palabras”
Corre paralelo en ambas producciones un clima de época, la reinvindicación del gaucho en Lugones con su inexistencia concreta en el Centenario, a fin de preservar la raza criolla frente al aluvión inmigratorio, y el marco ideológico que sustenta la versión cinematográfica cuarenta años después, con el avance de los nacionalismos y el resurgimiento de la iglesia católica -en en libro como el film, la cruz es casi sinónimo de patria- Pero “La Guerra Gaucha” también es la historia de la quijoteada de “una barra de amigos medio ilusos e inconformistas”, artistas que se reunían en el café El Ateneo, de Carlos Pellegrini y Cangallo -actual Perón- Eran los primeros cuarentas, los años dorados del cine argentino, aquellos de la esplendidez del dramón y la comedia, de los grandes estudios Lumiton y Argentina Sono Film y un florecientestar system, de los más de cincuenta películas anuales que avasallan América Latina y compiten palmo a palmo con las majors en el mercado latino del mismo Estados Unidos, y que acabarían pronto entre el agotamiento de fórmulas creativas, el dirigirismo estatal del peronismo y, sobre todo, con el ahogo que imponen los norteamericanos a un incipiente pero activa industria cinematográfica argentina -sumado al boicot comercial por el histórico neutralismo local durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo todavía se avizoraba un futuro promisorio para el séptimo arte en estas pampas y con dos mil pesos de los entusiastas fundadores Manzi, Petit de Murat, Demare, Fransisco Petrone, Magaña, Enrique Muiño, entre otros hoy legendarios detrás de cámara como Hugo Fregonese o Ralph Pappier, quedaba instituída AAA -y que sólo tuvieron fuerza con los aportes de Miguel y Narciso Machinanderena de los Estudios San Miguel. La primera película de la productora gestionada por artistas “El viejo hucha” (1942) resultó filmada más que nada para ganar tiempo e ilusionarse con la participación en “La Guerra Gaucha” de uno de sus fundadores, y mito del teatro argentino, Elias Alippi, gravemente enfermo. Para él estaba reservado el papel del valiente capitán Del Carril, incluso se había dejado la barba, pero finalmente falleció el 3 de mayo de 1942, y lo reemplazaría Sebastián Chiola.
La primera tarea fue el arduo desmontaje de la maraña del original de “La Guerra Gaucha” de Lugones que realizaron Manzi y Petit de Murat, en una de las pocas veces que Ulyses logró imponer cierta sistematicidad a un nocturno y bohemio Homero. Amigos hasta que las pasiones políticas los terminaron poniendo en veredas opuestas, uno escribiendo milongas a Perón y Evita, otro exiliado en México, conjuraron un dupla creativa poderosa, entre la alta cultura de de Petit de Murat, y el barrio de Manzi, aunque ambos se nutrían de la fuentes de la labor periodística, y en especial, la crítica. Del cuento “Dianas” de Lugones, un cura de pueblo, haciéndose pasar por realista, que utiliza las campanas de la iglesia para avisar a los patriotas sobre los movimientos godos, “Gauchos?... Señales?... Cómplices?... Ni palabra!”, en Lugones, sale el esqueleto argumental, refundido con el ciego de “Sorpresa”, que tocaba marchas patrióticas. “Estreno”, “Alerta” y “Juramento” son los otros pasajes que fueron estilizados, con visitas personales de los autores a Salta a fin de conversar con auténticos gauchos, algunos descendientes de aquellas montoneras, y darle mayor verosimilitud en diálogos, costumbres y vestuario -que se compró íntegro en el Norte a reales gauchos. Cuando acabaron la ronda casi periodística, casi etnográfica, Petit de Murat y Manzi, que no soltaban prenda sobre qué pretendían con tantas preguntas en la Puna, reunían material para dos películas.
Allí interviene Demare, “hombre fatal y empedernido a la hora de trabajar”, y hace avanzar el film de una vez por todas. Según el director de los primeros clásicos argentinos como éste, o los imprescindibles “Chingolo” (1940), “Pampa bárbara” (1947) y “Los Isleros” (1951), los meses ideales para filmar en Salta eran el verano, desconociendo las altas temperaturas y las inundaciones. A duras penas lo convencen de lo contrario y, por fin, viaja hacia mediados de abril de 1942, junto a casi la plana completa de AAA, a quienes se suman las actrices Bence, Dora Ferreyro y Ada Cornaro. Al igual que Lugones, el equipo de AAA había ido varios meses antes a realizar la preproducción y una cuidadosa selección de los escenarios naturales norteños; toda una hazaña en tiempos que proliferaba el cine de estudio aunque Demare, un bandoneonista devenido en magistral director de cine, tenía la experiencia de “El cura gaucho” (1942), sobre la vida del Padre Brochero. Lo que se encontraron en la locación elegida en San Fernando, a dos mil metros del nivel del mar, distaba mucho de las mínimas comodidas de verdaderas celebridades, “solo Enrique Muiño y su mujer tenían la comodidad de un hotel en la ciudad de Salta. Todo el resto del equipo, unas cincuenta personas, se hospedaban en el salón de una casona donde se decía que había vivido Belgrano; en dos pequeñas habitaciones lo hacían el director y los actores; y además estaban un grupo de gauchos que había enviado el hacendado Néstor Patron Costas, hermano del senador, para colaborar con el film (y que llegaron con armas auténticas), y 800 soldados del regimiento de Salta”, acota Pablo De Vita en lanacion.com.ar. Los conscriptos volvían a los cuarteles por la noche mientras los gauchos-peones del terrateniente Patrón Costas pernoctaban en tolderías al igual que 1800. Los actores, al fin unos ochenta, más los extras, que llegaron a mil, debían en ocasiones compartir el mismo baño. Algunos sobrevivientes del rodaje cuentan que los gauchos “tomaron prestada” una res y la carnearon para regocijo del equipo, extras y artistas, cortos siempre de los mínimos víveres, entre los que estuvieron los míticos folkloristas Los Hermanos Ábalos.
“Cuando terminaba -un viaje que hacía a Salta dos veces por semana para supervisar los negativos que se revelaban en Buenos Aires-, me cruzaba a un bolichito que había enfrente, me tomaba un submarino, y agarraba con el Fordcito por el lecho del río seco para llegar a las seis y media, siete de la mañana y empezar la filmación”, recordaba Demare en el libro “Más allá del olvido” de Guillermo Russo y Andrés Insaurralde. No fueron los únicos sacrificios del director de “La cigarra está que arde” (1967), y Demare se quemó la cara en la escena donde las tropas realistas prenden fuego al poblado, sufrió de moretones haciendo de doble de riesgo por unos puntazos de Magaña y se tiró de espaldas por unas escaleras -escena final impresa- Varios de los técnicos y cámaras participaron también delante de cámara y hubo un maquillador seriamente golpeado por una pedrada en plena ataque español.
La película costó unos 60 mil dólares de aquel momento y los apremios económicos hicieron que malvendan los derechos en el resto de América, que resultó un tremendo éxito en las salas de Montevideo, La Paz y Lima. Sin que los productores vean un solo peso o dólar. Un detalle más: los gauchos se rehusaron a caraterizarse de españoles, así que los realistas los interpretaron los conscriptos.
"Desde 1814 a 1818, Güemes y sus gauchos, en la frontera con el Alto Perú, abandonada por las tropas regulares, sostuvieron una lucha sin cuartel contra los ejércitos realistas. Esa lucha de escasas batallas y numerosas guerrillas se caracterizó por la permanente heroicidad de los adversarios. La espesura de los montes cobijó centenares de partidas. La guerra de recursos se abrió como un abanico mortal sobre los campos. Viejas tercerolas, sables mellados, hondas, garrotes, lanzas, lazos y boleadores fueron las armas del gauchaje. Ni el hambre ni la miseria detuvieron a estas huestes primitivas. A ellos, a los que murieron lejos de las páginas de la historia, queremos evocar en estas imágenes". Para llegar a esta leyenda de apertura que contemplaron los primeros espectadores solamente hubo doce días desde que Demare hizo la última toma en Salta y el corte final a proyectar en el Cine Ambassador de Buenos Aires; hoy desaparecido en la calle Lavalle, casi Esmeralda, con 2 mil butacas y similar en acústica, aseguraban, al Radio City de New York. En una fecha que debería significar un hito en el cine nacional a celebrar, además se estrenó también el primer corto animado en colores, “Patoruzú. Upa en apuros” de Tito Davison según el guión de Dante Quinterno.
El poco tiempo de edición de la cinta definitiva redundó el mismo día del estreno en serios problemas, que hacían dicen que una escena nocturna parezca diurna. Varias funciones vespertinas fueron canceladas, y solamente la presencia del intendente municipal Pueyrredón, hizo que se extienda el horario permitido en las salas. La solución vino con el camarágrafo del film, Humberto Peruzzi, quien sostuvo un filtro delante del proyector durante toda la película. En el recuerdo de Ulyses Petit de Murat, “fue una noche desagradable en todo sentido….la copiaron creo dos actos al revés, no clasificaron las luces, etc. Demare trabajó titanicamente, como él sabía hacerlo…y mandó la copia del estreno, acto por acto, a la una de la mañana. Magaña tenía lágrimas en los ojos, ya no resistía tanta tensión. Yo me disparaba de la sala y deambulaba por las calles adyecentes. Tan solo Petrone, presa de una sublime inconciencia, aseguraba la inminencia del triunfo. Para calmar la espera dieron una película pavorosa, norteamericana, “Puñales y bemoles”, que fue pateada todo el tiempo por la platea repleta…Desde las primeras imágenes sorprendentes, todo el mundo tuvo noción de que algo grande estaba pasando. Un director, unos intérpretes, unos técnicos, lograban el impacto que jamás se puede logar sin espíritu de equipo, sin un aliento en común”, cerraba de aquella noche mágica que más que estrenarse nuestra “Lo que el viento se llevó”, al fin una historia individual en el telón de fondo de la Guerra Civil norteamericana, es nuestro “Acorazado Potemkin”, el triunfo de la voluntad y la resistencia de un colectivo.
Nunca se sabrá cuánto recaudó ni cuántas personas efectivamente vieron la película en sus diecinueve semanas en cartel en Buenos Aires, ni en los largos continuados hasta bien entrados los sesenta, ya que tampoco la productora contaba con el control cabal de las copias. A casi 80 años del estreno, quedan en la leyenda los espectadores peleándose con boleteros en la calle Lavalle, descreídos del cartel “No hay más localidades”, y las funciones gratuitas por décadas en telones por las rutas argentinas, que motivaban pueblos enteros en las plazas al grito “Viva la Patria” con la aparición semibíblica de Martín Miguel Güemes y un Magaña, profético, “Esas lanzas cumplirán su misión de Libertad”. Lo que sí quedó son las nubes de un nacionalismo en ciernes que obtenía la legitimidad del pueblo - en armas, vaticinaba el mismo Lugones-, incluso antes del nacimiento de la Argentina. Si bien a diferencia de la novela, en la película se individualizan héroes, las escenas culminantes, y el protagonismo de la trama, quedan en el campo popular, en la masa anónima. Con los gauchos y los criollos. Sus bisnietos meterían las patas en la fuente el 17 de octubre de 1945.
Fuentes: Di Núbila, D. La época de oro. Historia del cine argentino I. Buenos Aires: Ediciones del Jilguero, 1999; Maranghello, C. Artistas Argentinos Asociados. La epopeya trunca. Buenos Aires: Ediciones del Jilguero, 2002; España, C. El cine sonoro y su expansión en Historia del Cine Argentino. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina. 1984; Portela, A. Manrupe, R. Un diccionario de films argentinos 1930-1995. Buenos Aires.
Agradecimiento: Facebook Grandes de la Escena Nacional
Fecha de Publicación: 10/11/2021
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