¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Lunes 27 De Marzo
Varias vidas, en la vida de Alejandro Urdapilleta. “¡Compórtate en este mundo presente como si tuvieses que vivir siempre, y compórtate respecto al mundo futuro como si tuvieses que morir mañana!”, un anatema sufí, tan Urda. De joven rebelde a ese gran monstruo de la actuación, que comparaban con Alfredo Alcón, y él, “Ésas son pelotudeces totales. ¿Sucesor de Alcón? ¿Qué quiere decir eso? Son cosas de cuñada, de señora de barrio…No tengo esa cosa de hacer Shakespeare, Beckett o Chéjov. Al contrario, Chéjov siempre me pareció un poco plomazo. No tengo esa visión del actor” Con las mieles televisivas de los dos mil, con sabor amargo para Urda, “detesté “Sol Negro” (2003) -pese a estar nominado a un premio Martín Fierro por un incomensurable doctor adicto y soñador-…Lo que me resuena a mí no es el bronce” Quien haya visto sus actuaciones en teatro underground y grandes salas comerciales, o lea su literatura del deseo, encontrará otro eco, más profundo, más de raíz. Urdapilleta es una enorme herida abierta de la que también brotan carcajadas teñidas de desesperación, en una acertada síntesis de Pablo Zunino, tan, tan, tan, pero tan argentina “Soy un arlequín magnético/¡No maten más vacas!”
“-Nací- el 10 de marzo de 1954, a las 14.40. Me contaron que cuando nací tenía como una especie de globo, de deformación en la cabeza. ¿Cómo se arregló?. ¿Quién te dijo que se arregló?. Yo creo que soy retardado y nadie me dice", contestaba a Diego Rottman, en un cuestionario de la revista Humor de 1992. Médico era el sueño infantil de Alejandro pero una maestra de pueblo bonaerense torció la muñeca del destino. “Se fue dando con el tiempo. Empecé a escribir de muy chico, con la Señora de Núñez, mi maestra de tercer grado. Hacía composiciones que a ella le encantaban y me las hacía leer delante de la gente. Yo leí desde muy chico. Mi viejo notó que me gustaba leer y empezó a comprarme libros. (…) Escribo para conocerme, porque soy solitario. Escribir es un vicio”, remataba Urdapilleta a su editor Jorge Dubatti, y con orgullo, acotaba que su primer texto, escrito a los nueve años, «Cartas de un niño a la madre fallecida», apareció en un diario de Olavarría. Allí estaban los Urdapilleta, una familia de militares, numerosa, que recalaría en varios pueblos y ciudades por los requerimientos laborales del padre, el coronel Fernando. De hecho, Alejandro nació en Montevideo pero, esta vez, por los convicciones paternas, quien se implicó en un frustrado golpe contra el presidente Perón en 1951.
De un abuelo dandy paterno de ojos celestes, que lo llevaba al exclusivo Buenos Aires Rowing Club, quizá adquirió la pasión por la vida, la pose y el misterio. Errante por la recoleta Martínez, pasados los veinte se lanzó Urdapilleta a la aventura, y vivió de mayordomo y yonkie entre Inglaterra y España, con los punk en plena ebullición de 1978, “los mejores meses de mi vida”, recordaría. Pero los vaivenes de un cuerpo angelado y politóxico empezaron a mellar sus sueños. “Esta gente no tiene vocación de nada. Y yo sí. Yo valgo para el teatro”, fueron sus palabras a los conocidos sevillanos antes de volver a su querida tierra, “Yo amo a Argentina. Me parece una cosa de locos este país”. Antes había estudiado teatro en la Asociación Argentina de Actores y contaba de una corta experiencia teatral, debutando en “Esteban y la servidumbre” (1973) y realizando espectáculos infantiles de Horacio Diana, los fines de semana en las plazas de Belgrano.
Hablar de la década de los ochenta y Urdapilleta representa mencionar el resurgimiento del arte nacional luego del plomo de la dictadura. En compañía de un movimiento teatral porteño, que jamás fue orgánico pero sí solidario, muchas obras y actores iban de lado a lado, del Parakultural al Centro Cultural Ricardo Rojas (UBA), de Cemento a Medio Mundo Varieté, incluso repitiendo personajes en historias distintas, descreídos del teatro de texto y los mandatos de los actores, Urdapilleta con Batato Barea y Humberto Tortonese fueron mucho más que tres con otros renovadores como Vivi Tellas y su teatro malo, Las Gambas al Ajillo, Los Melli, el Clú del Claun, Los Macocos y la Organización Negra, entre otras compañías. Ellos rompieron con la pesada herencia sicologista del teatro argentino e impusieron puestas performáticas, breves intervenciones con máscaras y lluvia de imágenes obscenas que ayudaban a comprender una nueva época de libertad, en un pastiche que no es completamente demoledor de las costumbres y mitos nacionales, más bien, al fin, iluminadores, “Me voy al mar/a reconciliarme/con todos los que estén adentro/para que salgan afuera/y se vayan/ tranquilos ellos/tranquilo yo/otra vez el cuenco de paz”, en la poesía de Urdapilleta “Miramar”, principios de los noventa.
De aquella fiebre de diálogos y situaciones en los bordes, casi un vómito caliente sobre qué era lo decible en la joven democracia, surgían algunas de sus composiciones dramatúrgicas más memorables, entre decenas de pequeñas obras al filo de lo teatral, “La Mamaní” (1985), “¡Lesluyas! ¡Lesluyas! La luz me ha guiado hasta este antro de podredumbre para que diga mi testimonio” y “Las fabricantes de tortas” (1989), “¡Tome! ¡Para que no ande contando por ahí lo que ve en esta casa!” -y que inauguró la sala Cancha del Rojas, en un concepto de teatro contrario al escenario italiano, espectadores y actores en un mismo plano.
“No me considero autor teatral ni autor de nada. Quiero ser libre. Trato de no ser nada, de no ser. No quiero tener un título, ni siquiera de actor. Prefiero ser una persona común y silvestre, que escribe, pero no me siento escritor, sinceramente, lo digo con todo el corazón... Como tampoco me siento actor” decía a Jorge Dubatti en la presentacion del libro “Legión Re-ligión” (Colihue) de 2007, un poco incómodo de la dimensión de leyenda que tomaba para las nuevas generaciones. Que pedían los derechos para representar sus textos clásicos, “La Carancha”, “La moribunda” -el gran homenaje a su amiga Batato- o “La paralítica”, y el dramaturgo actor rechazaba sistemáticamente porque deseaba que se arriesguen, que no repitan, que no se parezcan a nadie, que sean ellos. Vivía -y sufría- ya del suceso del primer libro, “Vagones transportan humo” (Adriana Hidalgo) de 1999 -que tuvo una reedición ampliada en 2019-, “estoy encantado, porque es como dejarle a la gente un testimonio de lo que hice en los ‘80. Es como un hijito este libro… Medio deforme, por supuesto. Es rarísimo ver en un libro cosas que uno ha escrito medio en pedo y que ha usado en sótanos oscuros. Tiene de todo: dibujos, cuentos, cosas que son más tipo literatura… Aunque digo literatura y me da vergüenza”, en un entrevista del 2000; el primero de una trilogía en papel que se completaría con “La poseída” (2008. Adriana Hidalgo)
Una década larga lo habían asentado en el circuito grande, en especial a partir de que Antonio Gasalla lo llevó a la televisión abierta, “El Palacio de la Risa” (1991-1992) y Ricardo Bartís al Teatro San Martín, “Hamlet o la guerra de los mundos” (1991) El principal teatro público municipal vería sus grandes actuaciones en “Martha Stutz” (1997), “Mein Kampf (una farsa)” (1999) y “Rey Lear” (2006), con los cuales descolgó todos los premios inamiganables. Poco importaba el éxito comercial de “Recuerdos son Recuerdos” (1997) en la Trastienda, o los críticas celebratorias por los papeles cinematográficos de “La niña santa” (2004) o “Adiós, querida luna” (2005), o en tevé, “Tumberos” (2002), “actuar me gusta cada vez menos”, confesaba cansado a Hernán Panessi de la revista “Haciendo Cine” en 2013, meses antes de fallecer el 1 de diciembre. Cuando el teatro se volvió serio e intelectualoide, comercial y futil, tanto el under y la gran marquisina, Urda se refugió en su mundo, “Y a veces bailo…Soy hija y nieta de espejismos, soy un espejismo ¡pero siento! Tengo frío en invierno y calor en verano. Tengo la manía de mirar de reojo las calas que hay en los jarrones de las iglesias ¿Será posible tanto pecado? ¿Seré tan, tan, tan, tan, tan, tan pecadora? ¿Tan pecadora puedo ser? Por eso si alguien puede ayudarme a no sentir más nada yo le estaré eternamente agradecida”, en uno de los monólogos anticipatorios de ”Urdapilleta en llamas” (1996) “Atendiendo al Sr. Sloane” (2007), dirección de Claudio Tolcachir en el Konex, fue la última vez en las tablas, “A Urda se le miraba como se mira la luna, sin saber si existe, si es real. Su intensidad no tenía límites porque todo en él era al límite. Buscaba el fuego y se quemaba”, acotaba Tolcachir al diario El País.
“Creo que la vida es para algo, que tiene un sentido, posiblemente sea dar. Posiblemente, no sé, tengo grandes dudas, sufro de dudas. Soy religioso por naturaleza, porque además la naturaleza me dio la religión. Viví mucho en el campo. Los bosques, las hiedras, los pájaros, los atardeceres... eso me habló de Dios, yo lo escuché. Tengo un buen oído”, en otro tramo de la entrevista a Dubatti, y ampliado ese oído que revela “caminos que conducen a ataúdes”, señas particulares en una nota al diario Perfil, “-actor es- ser leal con el niño, con el que juega, nada más que eso. Que para mí, y para hacerlo más grande y no quedar tan ridículo, está todo en un tramo entre los 5 y los 9. Yo no pasé de los 9. Creo que a los 60, que es cuando me voy a morir o me van a matar, voy a tener once”, burlaba el dramaturgo actor la seriedad del orden social, burlaba a la muerte, Alejandro Urdapilleta. Un suspiro crudo y divino fosforecente, un artista desaforado y espantado con un corazón que bombea cosméticos, arrojados a fuego hacia la gran mueca nacional.
Agradecimiento: Grandes de la Escena Nacional
Fuentes: Urdapilleta, A. Vagones transportan humo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. 1999; Escenas de los 80. Los primeros años. Catálogo y textos. Fundación Proa. Buenos Aires, 2011; Diego Rottman citado en www.periodismo.com; Jorge Dubatti citado en www.centrocultural.coop; Facundo Aguirre en facundoaguirre.wordpress.com.
Imágenes: Argentina.gob / Grandes de la Escena Nacional
Fecha de Publicación: 03/01/2022
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