En mi familia pasaba algo muy raro: mi viejo era de Racing (como prácticamente toda su familia, que se componía de 19 tíos y más de 50 primos) y mi hermana, sospecho que para demostrar la rebeldía lógica de la adolescencia, se hizo de Independiente. El tema es que en mi familia las cosas no se toman a la ligera, así que mi hermana no se hizo hincha del rojo: se hizo fanática. Y empezó a querer ir a la cancha. Un día, mi viejo, casi con lágrimas en los ojos, me dijo “no quiero que tu hermana sienta que no la quiero acompañar a la cancha. Pero a ver a esos amargos no voy ni loco. La vas a tener que llevar vos”. Me tiró ese fardo pesadito y yo recogí el guante: en esa época de mi vida me encantaba ir a ver fútbol al estadio. Fue por esa casualidad de la vida que pude ver en acción a un jugador que, cuando lo recuerdo, todavía me deslumbra. Estoy hablando de Albeiro “El palomo” Usuriaga López, uno de los mejores jugadores que vi en mi vida.
Al Palomo le jugó muy en contra la joda. Era un crack y un atleta impresionante (no volví a ver esa velocidad y esa técnica combinadas en un solo tipo), pero tenía un imán para el escándalo. Quizás por eso nunca logró jugar en un equipo europeo importante (solo lo hizo en el humilde Málaga español).
Sea como sea, Albeiro, que se había ganado su apodo porque en uno de sus primeros partidos profesionales en Colombia, al salir mejor jugador del partido le dieron un canje de ropa y eligió un traje blanco que generó que sus amigos, cuando lo vieron llegar al barrio le dijeran “¡ahí viene el palomo!”, se las arregló para ganar torneos locales en Colombia, México y Argentina y además una Libertadores con el Atlético Nacional y una Supercopa Sudamericana y una Recopa Sudamericana con Independiente (donde jugó 63 partidos, hizo 20 goles y ganó tres títulos).
Los problemas con la conducta se empezaron a notar en 1990: hizo el único gol de la selección Colombia en el repechaje contra Israel, lo que los clasificó al mundial de Italia (era la segunda vez en la historia que clasificaban a un mundial), pero por cuestiones que nunca fueron del todo aclaradas, en el cenit de su carrera fue desvinculado de la selección y no lo convocaron al mundial. Algunos dicen que la situación le produjo una desazón de la que nunca llegó a recuperarse.
Nunca se fue de su barrio. Le costaba vivir lejos de sus vecinos de toda la vida, por eso volvía una y otra vez a Colombia. Regalaba ropa y comida a quien lo necesitara y le pagó los estudios a muchísimos jóvenes que lo siguen recordando casi como a un padre. En 1997 fue suspendido por la AFA porque le dio positivo por cocaína. Cuando volvió a jugar, lo hizo en el General Paz Juniors de Córdoba, un equipo del Argentino A que gracias al Palomo ascendió por primera y única vez en su historia a la B Nacional. Los hinchas del “Poeta” cordobés lo siguen amando. Una anécdota que él mismo le contó a un periodista lo pinta de cuerpo entero: cuando por fin tuvo el dinero necesario, se compró su primer auto. Como no sabía manejar, le preguntó al de la concesionaria cómo se ponía la primera. Sorprendido por la pregunta, el vendedor le explicó. El Palomo salió manejando. Chocó a las dos cuadras.
En 2004 (seguía jugando a los 37 años) estaba en un local un poco turbio de Cali. Se lo solía encontrar ahí jugando al dominó y apostando resultados deportivos. Sin decir nada, en una época en la que Cali era una de las ciudades más peligrosas del mundo, un tipo se bajó de una moto y le pegó trece tiros. Lo quisieron relacionar con ajuste de cuentas por venta de drogas, pero la justicia colombiana logró, con el tiempo, limpiar el nombre del Palomo: las investigaciones concluyeron que el asesinato fue ordenado por Jefferson Valdez Marín, jefe de una banda de sicarios, porque el crack colombiano estaba en pareja con su ex. Un quilombo de polleras se llevó la vida de uno de los mejores jugadores que vi en mi vida. Qué muerte tonta. Como no podía ser de otra manera, hasta su velorio fue una fiesta: una multitud irrumpió en la Catedral y lo llevó, en la caja de una camioneta, a pura música y festejo, hasta el cementerio Metropolitano de Cali, lugar en el que lo puede encontrar quien quiera llevarle una flor. Ojalá algún día pueda ir a visitarlo.
Para los que lo extrañan como yo, acá va un video para recordarlo sonriente y haciendo lo que más le gustaba: goles.
Hipólito Azema nació en Buenos Aires, en los comienzos de la década del 80. No se sabe desde cuándo, porque esas cosas son difíciles de determinar, le gusta contar historias, pero más le gusta que se las cuenten: quizás por eso transitó los inefables pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Una vez escuchó que donde existe una necesidad nace un derecho y se lo creyó.