No está. Lamentablemente ya no está. El hombre que jugó dentro de un campo de juego a esconderle la pelota a sus rivales, desairándolos de manera contundente, concretó hace un año su última movida eludiendo más meses de sufrimiento, envasado en un cuerpo que en algún momento dejó de ser previsiblemente inmortal como la gran leyenda deportiva que lo transportaba en diversas situaciones. Diego Armando Maradona murió el año pasado y hoy, cuando debía haber celebrado su onomástico número 61, asoma más presente en los recuerdos de aquellos que lo amaron dentro y fuera de las canchas, como también en esas personas que renegaron y padecieron sus incontables desplantes a lo largo de 60 años. El tiempo hace su parte y hoy, a casi un año de su defunción, millones lo recordarán con un sabor agrio y desolador por la manera en que ocurrió su no tan inesperada partida física.
Sus últimas semanas lo hallaron en un estado inédito, con una conmoción física que tuvo algún punto de contacto con aquellos días finales del cómico Jorge Porcel. Con la mirada perdida mientras caminaba del brazo de un asistente en el campo de juego de Gimnasia y Esgrima de La Plata, situación en la que se le rindió recuerdo por su cumpleaños número 60, Diego Maradona lucía alejado de ese lugar, como si estuviese anticipando algo que la mayoría recién advirtió el mediodía del miércoles 25 de noviembre de 2020, cuando todos los medios debieron muy a su pesar emplear la frase “Murió Maradona”. Si ya el país se encontraba en un particular estado de conmoción por las restricciones sanitarias, con todos los muertos y contagiados, más los gravísimos problemas económicos devenidos del párate pandémico, la noticia del inolvidable astro futbolístico fallecido un mediodía en la zona de Dique Luján pareció una fuerte secuencia de bombas atómicas alrededor del planeta.
Nacido en Lanús Oeste en una familia muy humilde hace 61 años, Diego Maradona hizo lo impensado para romper con ese destino marginal que se le había puesto en su camino como persona a poco de nacer. Dios y el destino lo proveyeron de una capacidad única para interactuar con sus piernas en un balón de fútbol, dos extremidades que gran parte de la sociedad advirtió que el deportista manejaba distendido como si fueran brazos adicionales para ubicar una pelota en el sitio imposible deseado por la mayoría. Por esas épocas, no había Internet, mucho menos celulares inteligentes y obviamente cero redes sociales. La vida pasaba por otro lugar. Cuando los pibes querían divertirse, salían a la calle en cualquier barrio del país y se juntaban a jugar con la pelota, en cualquier sitio en donde hubiese espacio para poner un par de remeras o piedras como arcos de cada lado y arrancar un partido de duración impensada.
El genio de la pelota, como lo calificó la gran mayoría de los argentinos, arrancó su impresionante carrera deportiva en un picado de barrio y llegó con fuerza, voluntad y constancia a los sitios más alejados merced a su deseo de triunfar, algo que se volvió costumbre en los exitosos años ‘80s. Hoy si los chicos salen a jugar a la pelota en un viejo barrio, tal vez sucumban víctimas de un asalto o agresión fatal, algo que en la época en que el “cebollita” crecía como jugador era impensado. El mundo nos hace saber que retrocedimos muchos casilleros y perdimos la felicidad existente. Los violentos coparon parte del territorio y hay políticos que los bendicen impunemente. Hoy cualquier pibe que muestra ganas de participar de un partido informal, tiene la subliminal presión de sus progenitores para que se convierta en el “nuevo Maradona”, quienes así buscan que el heredero sea el “pibe de oro” que se crió en la Villa Fiorito mostrando sus habilidades con una blanca esfera.
Tuvo el mundo a sus pies. Los presidentes de todo el mundo sucumbieron al encanto de ese petiso retacón que agarraba el balón, obligando al resto a dispararle un enorme misil tierra-tierra para detenerlo en una cancha. Nadie pudo permanecer ajeno al fenómeno que su figura provocó jugando para distintos clubes, tiempos donde el fútbol tenía un lirismo que perdió cuando la globalización lo convirtió en una Play Station de verdad, donde ya no quedan casi ídolos que provoquen el entusiasmo del deportista argentino, a excepción de Lionel Messi y Cristiano Ronaldo, las únicas estrellas que hoy tiene el balompié en un milenio herido de tantas adversidades provocadas por la misma sociedad que la habita sin titubeos o vacilaciones. Se suele decir que la muerte suele “abuenar” a la persona que parte de la vida que conocemos, momento donde observamos sus episodios más negativos con la misericordia cristiana de perdonar antes de levantar la piedra para apalear al artífice de esos comportamientos. Mucha gente que no toleraba a Diego Maradona tal vez no le haya perdonado de manera absoluta ciertas actitudes horribles, como despreciar a su primer hijo, fruto de su relación con Cristina Sinagra, o decirle a un comunicador deportivo en una conferencia de prensa que “la tenía adentro”, pero ahora, con la inocultable ausencia de un particular personaje icónico por donde se lo analice, la piedad con el involucrado ubica la consideración de aquellos hechos en una óptica menos agresiva.
Hoy, cuando debía celebrar 61 años de existencia, el fantasma presente de su ausencia se hace más grande que nunca, porque siempre lo que se pierde es aquello que se termina valorando tiempo más tarde, por fuera de las alegrías o disgustos que en su momento su figura haya despertados en la sociedad. De chico en las pocas fiestas de cumpleaños que su familia le celebró camino al estrellado, Diego siempre pidió dos cosas: buen porvenir para su familia y cumplir su sueño deportivo, ese que finalmente alcanzó no solo aquí en el país sino también en el exterior. Hoy, a casi un año de su inexorable partida física, se torna necesario rememorar el deseo que habitaba en el astro deportivo, el cual consistía en reunir a todos sus hijos, un verdadero pelotón de vástagos nacidos de distintas madres que el 10 de Boca, Barcelona, Napoli, Newells y el Sevilla deseaba tener a su alrededor justo al cumplir 60 años de vida, un deseo que se vio trunco por los egoísmos de muchos de sus familiares, en una encarnizada batalla que se libró desde antes de su muerte, para saber de una buena vez quien heredará las posesiones del reconocido astro deportivo internacional.
Días después de su desnaturalizado festejo en aquél recorrido por el campo de juego de la cancha de Gimnasia y Esgrima de La Plata, donde recibió una plaqueta y el cariño de los que estuvieron en esa aislada ceremonia, Diego Armando Maradona inició el camino de su ultima maniobra buscando eludir su destino, pero su cuerpo definitivamente no logró amparar esa gambeta a la muerte con un organismo que días más tarde en la autopsia dio referencias de un corazón extendido en tamaño, fallas corporales no combatidas y mucho descuido de quienes en ese momento debían ofrecerle ayuda médica para evitar un hecho que conmocionó al mundo. El gran futbolista que marcó un antes y después en el fútbol mundial con sus gambetas, jugadas de otro sistema solar y goles propios de una ingeniosa animación artificial, había dejado de existir, una shockeante jornada donde presentadores de televisión con mucha experiencia como Jorge Lanata, Jorge Rial o Guillermo Andino vieron quebrarse sus voces al tener que notificar la noticia que pensaban por dentro que podía ocurrir, pero que por esas curiosas cosas del destino le vivía haciendo una extensa e inagotable gambeta a la muerte. Ese mediodía del miércoles 25 de noviembre de 2020, Diego Armando Maradona ingresó finalmente a la posteridad y todos sus 30 de octubre ya no tendrán el color de una celebración con el gran ídolo vivo, sino aquél descomunal impacto emocional de una persona de carne y hueso como todos, que un día sintió que su cuerpo dijo basta y se entregó definitivamente al desenlace menos deseado.
Imagen: Télam
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