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Un ritual que refleja nuestra sociedad

El Último Primer Día es, para los adolescentes, un simple festejo. Para los adultos, sin embargo, es una proyección de algo que tal vez no quieran ver.

Desde hace unos años, los estudiantes secundarios que empiezan el último año del colegio realizan lo que bautizaron Último Primer Día (UPD). Se trata, básicamente, de festejar la última vez que van a comenzar el año lectivo. Después de eso, los esperará la universidad, el trabajo o lo que ellos elijan. Después de ese último año, comenzarán a intentar insertarse en el mundo adulto. ¿Es, entonces, tan loco que lo celebren?

Las formas, dirán: lo que importa son las formas. Los disturbios en la vía pública, los actos de vandalismo que se cuelan en las celebraciones y, sobre todo, el consumo excesivo de alcohol y otras sustancias. Sin embargo, antes de rasgarnos las vestiduras y gritar a los cuatro vientos que “la juventud está perdida”, sería bueno tener, primero, un poco de empatía. Todos tuvimos 17 años. Y, lo que es más importante, cada uno tuvo 17 años en la época en la que le tocó tenerlos. A estos adolescentes les toca ahora, con la sociedad como está, con el mundo como se lo entregaron. ¿Es culpa de ellos?

Para entender esta situación también es importante dejar la hipocresía de lado. Los chicos no salen de fiesta y se alcoholizan solamente el Último Primer Día: lo hacen, seguramente, todos los fines de semana del año. No todos los chicos, seguro. Estará también el que no toma o el que no sale. Pero sí la mayoría. ¿Por qué llama tanto la atención que lo hagan este día en particular, entonces? Por la masividad, porque es imposible ignorarlo. Porque nos podemos hacer los tontos si nuestro hijo llega a casa dado vuelta cualquier domingo a la mañana, pero si llega así al colegio, y alguien nos dice algo, ya es otra cosa.

Un trabajo de todos los días

Hay que entender, entonces, que la educación empieza por casa. Aunque suene a frase hecha. Por hacerse cargo de la situación, no el Último Primer Día, sino todos los días. Todos tuvimos 17 y (por suerte) hicimos cosas que no debíamos hacer. Correrse un poco de los límites no está mal, es parte de una etapa de descubrimiento y rebeldía. El tema es cuando se pierde el eje: ahí es cuando hay que prestar atención. No prohibir ni escandalizarse porque un adolescente se emborracha; acompañarlo, mirarlo de cerca, enseñarle cuál es el límite de la diversión y que el respeto por el otro es lo principal en cualquier situación.

Y, sobre todo, entender que esto no es cosa de un día, que porque salga en los diarios no es más importante que cualquier otro fin de semana. Hacernos cargo de la parte que nos toca y dejar de quejarnos de que los adolescentes sean lo que son: adultos en proceso de formación, con todo lo que eso implica.

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