Quien crea que Maradona era un jugador de fútbol no podría estar más equivocado. Y no vamos a hablar aquí en términos de héroe, leyenda ni nada parecido. Para bien o para mal, le pese a quien le pese, Maradona fue –fundamentalmente– argentino. Con todo lo que eso implica.
El periodista español Santiago Segurola escribió, hace ya algunos años, que la Argentina es “un país maradoniano: excesivo, genial, autodestructivo, superviviente, vanidoso, depresivo y siempre contradictorio. No es fácil saber si Argentina es la metáfora de Maradona o Maradona la metáfora de Argentina".
En Maradona convivían el talento, la excelencia, la destreza, el ingenio, el coraje, la viveza. La destrucción, la dualidad, la imperfección, la imprudencia. Los extremos, todos: los buenos y los malos. Maradona condensó el ser argentino de punta a punta. Con todos sus matices.
Hubo quienes lo amaron a pesar de todo y hubo quienes lo odiaron –también– a pesar de todo. Pero ambos bandos tienen, de seguro, una cosa en común: en él se ven reflejados. Algunos ven proyectados sus triunfos, ven claramente por qué somos los mejores del mundo. Otros ven la irreverencia argentina en su máxima potencia, y eso les da bronca, los avergüenza. Quizás porque, en algún punto, también es parte de ellos mismos.
Maradona es el gol a los ingleses, el primero y el segundo. La Mano de Dios y el Gol del Siglo. El que va por fuera de las normas y el que viene directamente de otro planeta. La picardía y el don divino. Las dos caras de una moneda que se personificaron en él. Las dos caras de una moneda que nos representan a cada uno de los que tuvimos la dicha de nacer en estas tierras.
A imagen y semejanza
"Con mi enfermedad yo di ventajas. ¿Sabés qué jugador hubiese sido yo si no hubiese tomado droga?", dijo alguna vez Diego. Y tal vez haya tenido razón. Lo que es seguro es que no debe haber sido fácil estar en su piel. Cargar con el mote de héroe nacional, con las piernas más mágicas de la historia del fútbol, con el amor incondicional de un país (o de varios).
Diego Maradona es, también, la lucha de clases. El sueño cumplido de los que viven en los márgenes. La revancha del pobre, del desplazado, del villero. El pibe del potrero que se convirtió en el rey del mundo. Y que puso el mundo a sus pies. “Yo crecí en un barrio privado de Buenos Aires. Privado de luz, de agua, de teléfono…”, bromeaba. Pero el hecho de que haya llegado a lo más alto –en cierta forma– indigna a las clases altas y enorgullece a las bajas.
Hay quienes creen que no es digno del aura que lo recubre, que fue un buen futbolista y nada más. Que no debería ser tomado como ejemplo. Hay otros que opinan que no es posible separar al hombre del jugador: Maradona es todo junto, en el cielo y en el infierno.
Es la metáfora de un país acostumbrado a caer y levantarse. Un país que rebalsa de talento, pero no termina de aprovecharlo del todo. Un país que se autoboicotea, que es el mejor del mundo y el peor del mundo, todo al mismo tiempo. Es orgullo y es vergüenza.
Diego fue un hombre, sí, pero un hombre que sintetizaba en su ser a muchos otros hombres y mujeres. No es casual que, vayamos donde vayamos, la primera palabra que se pronuncia luego de que decimos Argentina sea “Maradona”.
Después de todo, si Maradona es Dios, todos los argentinos estamos hechos a su imagen y semejanza.
Buen viaje, Diego eterno. Hoy, finalmente, te volviste inmortal.
Licenciada en Comunicación Social y correctora. Nacida y criada en el oeste del conurbano bonaerense. Sagitariana, vegetariana, crossfitera y viajera. Estoy convencida de que, con las palabras, podemos hacer magia. Pasen y lean.