Si me dan vuelta, no se me cae una moneda. Y no porque tengo todo en billetes, como reza el chiste, sino porque siempre me costó ahorrar (y tampoco la literatura genera demasiados ingresos que digamos). Pero es lo que elegí y amo lo que hago, así que mi riqueza pasa por ahí. Pero no es eso lo que quería decir; el punto es que tengo una modesta fortuna en libros. Me costó más de 20 años reunirla, pero hoy podría decir que no es menor el monto al que llegué. Y ahí es donde empieza esta columna: ¿libros de papel o libro electrónico? En mi caso la respuesta es inmediata: leo un promedio de 4 libros semanales y no tengo e-reader. Es decir, decidí en acto. Pero tengo amigos que leen lo mismo o más que yo y no pueden creer que siga acumulando hojas de papel cosidas entre tapas de cartulina, con lo caros que son, el espacio que ocupan (me mudé cuatro veces en los últimos seis años, doy fe de ésto) y lo rápido que se deprecian. Mi principal argumento es que yo los escribo: uso los márgenes, las páginas de cortesía y a veces, según el libro, hasta las tapas. Cuando necesito alguna referencia o alguna cita, sé dónde buscar, es como que me fui haciendo una especie de mapa de lecturas que puedo rastrear. Pero, además, cuando pienso en algo que leí, en especial los textos que más me marcaron, no recuerdo el lenguaje en abstracto, me viene a la mente el soporte físico, la tapa, el tamaño, hasta la letra de la versión que leí. Yo ya no voy a ser un lector de libros electrónicos. No sé si tendrá que ver con mi incipiente vejez (cuando nací, en casa no había ni televisión a color) o con un amor inclaudicable por un objeto cuya tecnología no varió en los últimos, digamos, 600 años. Superen eso, millennials.
Hipólito Azema nació en Buenos Aires, en los comienzos de la década del 80. No se sabe desde cuándo, porque esas cosas son difíciles de determinar, le gusta contar historias, pero más le gusta que se las cuenten: quizás por eso transitó los inefables pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Una vez escuchó que donde existe una necesidad nace un derecho y se lo creyó.