¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónLos gauchos eran bravos, tozudos e ingenuos. Con ellos no podía el más salvaje de los caballos, el tiempo más duro o el hambre; pero una superstición cualquiera podía hacer temblar el puño del cuchillo más firme. La leyenda de la luz mala existe desde la época de los unitarios y federales y siempre causó escalofríos en los argentinos.
Aún al día de hoy, personas de campo, habitantes de montaña, viajeros de ruta y, sobre todo, camioneros aseguran haber visto alguna vez una luz a escasos metros del suelo durante sus viajes nocturnos. Una luz que, a simple vista, no tiene explicación lógica. Se ve suspendida en el aire y se mantiene allí por unos minutos -largos minutos para los ojos aterrados que la observan - . Este halo brilloso distrae la atención de quienes van manejando y los mantiene en alerta. Sin embargo, siempre aparece alejada de su observador, de forma tal que sea imposible descifrar de qué se trata. A muchos les causa temor el solo hecho de su aparición. Otros, se asombran. Las reacciones son diversas pero esta luz nunca pasa desapercibida.
Mi abuelo tenía la cara crispada y curtida por el sol del campo. El frío gélido de la madrugada más temprana que el gallo no atravesaba su piel gruesa como el cuero, pero el misterioso temor al cielo era notoriamente mayor que cualquier amenaza probable de la tierra, y se le metía hasta los huesos. Sus manos grandes y callosas como piedras, que nunca soltarían las riendas más desenfrenadas, se aferraban a la fragilidad del rosario y su boca que rara vez emitía palabras, murmuraba incansablemente las avemarías y los padrenuestros. Su fe era inquebrantable y la religión era palabra santa.
La luz mala se le apareció por primera vez de muy joven, en la noche profunda de un 24 de agosto, día de San Bartolomé, en que Lucifer paseaba libre por la tierra. Era la época seca en el oeste de Tucumán, cuando los espíritus malignos aparecen en los áridos cerros. Por entonces, ese fuego fatuo flotaba en el horizonte y perseguía a los atemorizados paisanos. Eran almas en pena de difuntos que no habían tenido sepultura cristiana y buscaban descansar en paz. Se pensaba que los dueños de esas almas habían perdido la vida mundana de manera injusta y estas apariciones eran su forma de vengarse. Quizás, en la tierra habían sido bandidos hambrientos, acuchillados por haber intentado robar algo de ganado. Quizás, había sido un capataz de campo vecino que había intentado secudir a la esposa de otro, quien le disparó sin piedad. Las historias podián ser infinitas y verdaderas o no, pero lo cierto es que existía el miedo de que los observadores de la luz mala sean atacados por ella y su rencor.
Mi abuelo sabía que solo podía orar y oraba. Sabía que tenía que morder la vaina del cuchillo y mordía la vaina del cuchillo. Sabía que las armas de fuego no servían y se enfrentó a este miedo fulgurante empuñando su brillante arma blanca; el filo del cuchillo sonó en la oscuridad de la noche como un disparo.
Le preguntaron si la luz era blanca o roja. Si era blanca, había que cavar en ese lugar porque podía haber un tesoro. Si era roja, era el diablo y había que rezar el rosario. Mi abuelo nunca contestó, leía en silencio las bolitas del rosario como un ciego.
Yo le expliqué que ahora se dice que la luz mala es una fosforescencia que se produce por materias orgánicas descompuestas expuestas a la luz de la luna, pero mi abuelo era gaucho y hombre de fe.
Fecha de Publicación: 18/04/2018
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