Por María Cabeza
Te defino a La hermandad: nos llevamos 15 meses. Nos preguntaban si éramos mellizas y nos reíamos. Nos divertía la idea y hasta, a veces, fantaseábamos con que fuera una en vez de la otra a algún lugar. Nunca lo hicimos, ¡hubiera sido maravilloso!
Mi hermana mayor. María, como yo, pero Fernanda. Crecimos, jugamos, peleamos, amamos, soñamos y envejecemos, cada una a su manera, a su paso y con nuestros estilos tan diferentes pero con algo que compartimos y que ni el tiempo ha desvanecido: juntas.
La hermandad abriga un vínculo de amor y fraternidad. La playa y el mar, podría ser la perfección. Tengo ríos de historias para contar pero me sumerjo en lo más descriptivo ya que las vivencias solamente las guarda la memoria.
María Fernanda era mi opuesto: pacífica, amante de la literatura, con una sutil pincelada hacía un océano de dibujos increíbles, era buena. Mi hermana era tan bondadosa y daba tanto, tanto…que me dolía.
Caminaba vestida de rosa, con su canasta de mimbre que balanceaba de un lado al otro mientras yo, vestida de celeste, le pegaba con mi palo de hockey a las espinas de un Palo Borracho. YIN, ella, YAN, yo.
Quiero hacer hincapié en la importancia de tener un hermano
Los hay de sangre y también los que elegimos. Yo tengo de los dos. Mi hermana es mi sangre y mi amiga: ella sabe mis secretos, mis desvelos y mis quebrantos. Mis amores, ¡mis amores! ¡Y los suyos! También aprendimos a guardarnos cosas; no es necesario contar todo. Ella me enseñó a cuidarme, a no abrirme hasta sangrar. Yo le mostré lo contrario: “Defendete”, le suplicaba y la historia terminaba igual: yo agarrando de los pelos a la que se había atrevido a jorobarla a ella, mi melliza imaginaria, mi luz en la sombra, mi huella cuando estaba perdida.
“Hiciste tanto por mí, nunca lo voy a olvidar”; cuando me lo dice me vienen imágenes que prefiero olvidar y esbozo una sonrisa para seguir adelante, como siempre.
Hoy me toca a mí la confesión: “Fer, vos me diste amor cuando mi alma estaba repleta de escalofríos, me prestaste tu oído cuando todos se tapaban los suyos, amaste a mi hijo y lo acunaste como propio. Sos mi balanza, la racionalidad que no logro aprender porque me gana mi impulsividad y mi sentido de justicia. Aún sigues escribiendo −no creas que ese secreto no lo sé− ¡y lo haces de maravilla! Todavía confías y apuestas al diálogo e intentas persuadirme de que Don Quijote era esquizofrénico. Pues, mis molinos de viento…he derribado algunos, te cuento. Otros….me han tumbado pero te he escuchado y he barrenado algunas olas, no he enfrentado todas.
Te quiero. Te quiero como se ama a una parte de tu cuerpo porque vive en ti, como una canción de cuna que no se olvida y ese sueño recurrente que tenemos de niños solo que éste, en vez de asustarme, me trae calma.
Es una bendición tenerte. Tus palabras, tus miradas, tus silencios han quedado escritos en la eternidad.
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