Uno de los costados más extraños (y en algún punto más siniestros) de la violencia es el de la violencia por diversión. Y digo que es siniestro porque no se puede explicar, no se puede entender: ¿cómo a alguien le puede parecer gracioso o divertido agarrarse a piñas? Suele pasar en la adolescencia, aunque a veces, lamentablemente, hay gente que no crece y que lo lleva más lejos. Un típico caso de esta clase de violencia es el de los rugbiers (que, por otro lado, pregonan el respeto por el rival y el compañerismo y la caballerosidad, pero parece que mucha bola no le dan a lo que ellos mismos piensan) y salen a agarrarse a trompadas contra otros grupos de rugbiers o, peor aún, contra cualquiera que se les cruce. Recuerdo que una vez, a mis veinte años más o menos, había ido a un boliche con unos amigos. Uno de mis amigos se encontró en la puerta con un conocido de él, que estaba con un grupo de rugbiers. Todavía no habíamos canjeado el ticket de la consumición por la cerveza cuando voló la primera trompada. ¿Cuánto habrán tardado en empezar? ¿Cuatro minutos? ¿Seis? De locos. Nunca me olvidé de esa noche. Ese día aprendí que hay gente que sale a pelearse. Es parte de su diversión. Son un peligro.
Por otro lado, no puedo evitar pensar en la violencia en ambientes inverosímiles. Cuando iba a la primaria, en el colegio había campeonatos de fútbol los sábados. Muchas veces iban padres a ver los partidos. Recuerdo que una vez se agarraron dos padres y, segundos más tarde, un tercero se metió a separar. A este tercero, uno de los dos primeros involucrados le metió un castañazo, nunca supe si a propósito o sin querer. La cuestión es que el tercero le empezó a pegar al primero. Y para no ser dos contra uno, el que se estaba peleando originalmente con el primero (podríamos llamarlo “el segundo”), se alejó y se tranquilizó. Lo que me quedó grabado para siempre fue que si de repente, para no estar en ventaja, dejó de pelearse, es porque podía dejar de pelearse. Entonces, ¿cómo no dejó antes? Nunca me voy a olvidar la vergüenza de los hijos de los pugilistas, no solo durante el combate sino durante el resto de la semana. Uno no fue al colegio lunes y martes. Pensamos que había abandonado. De locos.
El último hecho de violencia en un lugar inverosímil me tocó vivirlo hace muy poco. Colectivo. Hora pico. Calor. Ya se imaginarán el ambiente y el clima que se vivía en esa lata del infierno. No sé por qué arrancó (sospecho que por empujar, por no pedir permiso o, simplemente, por mal humor de ambos) pero dos flacos (uno vestido de traje) empezaron a los piñazos limpios ARRIBA del colectivo. Insisto: hora pico. Creo que la ligamos todos: el que no ligó un sopapo se comió un pisotón o un codazo. ¿Cómo te vas a pelear arriba del bondi? ¿Qué tenés en la cabeza? Yo creo suponer qué tienen: hastío, ignorancia e impotencia. Dicen que esa es la fórmula de la violencia.
Hipólito Azema nació en Buenos Aires, en los comienzos de la década del 80. No se sabe desde cuándo, porque esas cosas son difíciles de determinar, le gusta contar historias, pero más le gusta que se las cuenten: quizás por eso transitó los inefables pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Una vez escuchó que donde existe una necesidad nace un derecho y se lo creyó.