El periplo empieza al momento de llamarlo. En algunos casos el botón es uno solo, entonces no hay mayores inconvenientes. No obstante, la mayoría de los ascensores tienen dos botones para solicitarlo: uno con flecha hacia arriba y otro con flecha hacia abajo.
Ahí está el hombre de oficina, con camisa y corbata, pantalón y saco de vestir, brillantes zapatos negros y un sobretodo que adorna toda su humanidad. Ingresa al edificio público, planta baja, se para frente al ascensor, el visor que marca el piso donde este se encuentra anuncia el número 4. Seguidamente, localiza la botonera para llamarlo y presiona un botón. Cualquiera, al azar. No sabe bien qué significa, pero ha tocado un botón. Entiende que es para solicitar el ascensor, pero le entra la duda de por qué hay otro botón abajo. Allá va su dedo índice a apretarlo, por las dudas, no vaya a ser cosa que no venga.
Pasan 6 segundos, el ascensor sigue en piso 4. La paciencia se agota. La ansiedad le gana por goleada. Detrás suyo se armó cola. Una mujer lo mira. Más atrás, un joven atento a su propio celular. Ese no cuenta. Pero al final de la fila de 4 personas, un hombre mayor pero bien parado está atento a la situación. Él se pregunta si estará bien lo que apretó. Por las dudas, toca de nuevo. El de abajo primero y el botón de arriba después. Se da vuelta y busca la mirada aprobatoria de los presentes. No se inmutan y, para colmo, se suman algunos reclutas a la fila. Mira las escaleras. Sería una buena opción. Escapar de esa cotidiana pero incómoda situación. Sin embargo, su orgullo se lo impide. Vanidoso, espera el ascensor.
Comienza el viaje
Tiene un cóctel de sentimientos en su existencia. Ansiedad porque llegue el ascensor, arriba lo espera una pila de expedientes para leer. Pero también lo invade la presión de la atenta e inquisidora mirada de la mujer que lo precede. A esta altura no sabe si es realmente inquisidora o es todo producto de su cabeza. Relojea el visor que marca el trayecto del ascensor. Ya está en el primer piso, arriba suyo. Ya llega, ya se acaba. La luz digital que dibuja los números marca, finalmente, las letras “PB”. Se abren las puertas de acero inoxidable, corredizas, una hoja para cada lado. Atina a ingresar, pero, recuerda, debe dejar descender a los que están adentro. Ahora sí, entra. Al rincón. No vaya a ser cosa que tenga que andar a los codazos con sus compañeros de viaje.
Es un cubículo, apenas 4 personas pueden viajar cómodas. Las puertas se cierran. Mira la botonera y el número 6 está iluminado, pero no el 7, hacia donde él se dirige. ¡Qué problema! Estirar la mano entre todos, pidiendo permiso, sería una opción maleducada. Pero pedirle al joven que está enajenado con su celular que lo haga en su lugar sonaría imperativo. Elije la primera. Estira la mano a la voz de “permiso”. La mujer cede. Pero el hombre mayor lo mira mal. No importa, ya llegó al botón. El 7 se iluminó.
Salvado por la campana
Nadie habla. El ascensor comienza a subir. No sabe a dónde mirar. Si lo hace hacia abajo, el joven pensará que le está chusmeando el celular. Decide mirar hacia adelante, como al horizonte pero que, en este caso, está a escasos 60 centímetros de él. Encuentra a la mujer, que le devuelve la mirada. Se apichona y vira. Un poco hacia la izquierda está el hombre mayor, todavía rencoroso por el roce que tuvo con su brazo. El ascensor va por el 4, no ha parado. Le queda un largo camino hasta el séptimo piso. Decide no mirar a ninguno de sus acompañantes. Entonces, inevitablemente, se encuentra con una paradoja. Mirar a otro lado es mirar a las mismas personas. Las tres paredes del ascensor están recubiertas por espejos, proyectando y repitiendo a sus enemigos. Comienza a desesperarse. Lo salva la campana.
En el sexto piso el ascensor frena. Se abre la puerta, baja el joven, sin quitar su mirada de la pantalla. El hombre mayor le cede el paso a la mujer y la escolta en el descenso. Por fin solo. Se acabó la odisea. Tarea para la casa: la misma de siempre. Dejar de pensar en los demás, en qué opinarán de él mismo.
Nota del autor: si querés subir en el ascensor, tocá la flecha para arriba. Si querés bajar, la flecha para abajo. Simple.
Argentino, mendocino. Licenciado en Comunicación Social y Locutor. Emisor de mensajes, en cualquiera de sus formas. Poseedor de uno de los grandes privilegios de la vida: trabajar de lo que me apasiona. Lo que me gusta del mensaje escrito es el arte de la imaginación que genera en el lector. Te invito a mis aventuras.