La semana pasada circularon dos denuncias de abuso, una en el ámbito de la música y otra en el de la literatura. Ambas denuncias son anónimas y me llevaron a reflexionar un poco. Como ya lo dije varias veces (y voy a repetirlo las veces que hagan falta), siempre le creo a la víctima. Siempre. Es un tema complejo porque, a la vez, la presunción de inocencia me parece fundamental para la vida en sociedad. Creo que el Estado de derecho se resquebrajaría un poco si ese axioma jurídico fundamental fuera puesto en tela de juicio.
Pero en la cuestión de los abusos me lo replanteo porque todos los días conocemos casos en los que los tiempos de la justicia y los de los femicidas no van de la mano: la víctima hace la denuncia y antes de que la justicia pueda confirmar la culpabilidad del denunciado la víctima es atacada de nuevo, y, a veces, asesinada. Entonces, podría reformular y decir que me parece fundamental la presunción de inocencia siempre y cuando la justicia no tarde dos siglos en establecer veredicto.
Ahora bien, ¿por qué estos casos me hacen ruido? Insisto con la cuestión nada menor de que no tengo posición tomada. En los tiempos que corren, en los que estamos acostumbrados (y a veces hasta obligados) a tener una opinión formada de casi cualquier tema de manera inmediata, creo un hábito saludable parar la pelota y decir “de esto no entiendo” o “no sé bien lo que pienso”. Bueno, este es uno de los casos en los que “no sé bien lo que pienso”. Y ¿de dónde sale esa duda? Del anonimato de la denuncia.
También es verdad, lo sé de primera mano, que muchas veces las víctimas, por una gran cantidad de motivos, no se atreven (todavía) a poner la cara. Al abuso físico se le suma, al hacer la denuncia, un abuso psicológico y hasta la posibilidad de una represalia aún mayor por parte del abusador. Es decir, entiendo la denuncia anónima. Pero también me parece que, al ser anónima, justamente, le quita toda posibilidad al denunciado de ejercer cualquier tipo de defensa, ya no judicial sino social. No tiene nada para decir. No puede contraponer ningún argumento. La denuncia y el veredicto son prácticamente simultáneos.
Hay un capítulo de la serie Black mirror (si no la vieron la recomiendo fehacientemente) en el que una organización se dedica a armar denuncias falsas contra personajes que por uno u otro motivo les molestan (pensemos en los “carpetazos” de Comodoro Py, que a diario nos demuestran lo mal que le hacen este tipo de actitudes a la idea republicana de justicia). Y lo interesante de la situación de la serie (y de Comodoro Py también) es que una vez hecha la denuncia, el veredicto pasa a un segundo plano: no importa. Lo que le queda a la sociedad es la certeza de la culpabilidad. Por ese motivo, quizás, en los fueros judiciales no se toman por válidas denuncias anónimas: si alguien quiere hacerlo debe exponerla ante un funcionario y rubricar sus palabras con su firma.
Es un tema al que no le encuentro salida, porque por un lado entiendo la necesidad (a veces) del anonimato de una denuncia de estas características, pero también entiendo el peligro potencial de que la sociedad no requiera pruebas para un veredicto. Es un dilema de nuestros días. Veremos cómo solucionarlo.
Por ahora, eso sí, le sigo creyendo a la víctima. Pero le creería más si me dijera cómo se llama.
Hipólito Azema nació en Buenos Aires, en los comienzos de la década del 80. No se sabe desde cuándo, porque esas cosas son difíciles de determinar, le gusta contar historias, pero más le gusta que se las cuenten: quizás por eso transitó los inefables pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Una vez escuchó que donde existe una necesidad nace un derecho y se lo creyó.