Yo fui parte del Centro de estudiantes del colegio y después del de la facultad. Como muchos integrantes de mi generación y de mi clase social, fui a colegio privado y a universidad del Estado. En mi experiencia, la educación pública no sólo me formó mejor en términos netamente académicos, sino que además me enseñó a pelear por lo que quiero, a que en el mundo “real” las cosas no son fáciles ni inmediatas y que la educación debería estar al alcance de todos. Pero por sobre todas las cosas, me enseñó que para poder cambiar algo es necesario involucrarse. No se puede exigir nada desde la comodidad de un sillón. Y eso me lo enseñó el Centro de estudiantes.
Platón decía que todo ciudadano de bien debía involucrarse en la actividad política de la polis (que desde el nombre mismo ya significa más o menos eso, no hay que saber griego ático para detectar la relación entre “política” y “polis”) porque era su responsabilidad. No sólo debía pagar impuestos, además debía ofrecer tiempo y capacidad. Porque, por un lado, sería imposible el crecimiento individual en un contexto de dificultades para el vecino y, por otro, si uno no se involucra, si no participa de la toma de decisiones, los otros van a decidir por uno. De hecho, la palabra que se usaba para los que no se involucraban era “idiotés”.
Hoy en día queda un resabio de esa participación masiva, que se transformó en la democracia moderna (“democracia”, otra palabra griega), pero hay cada vez más gente que se confunde y que cree que con votar cada determinada cantidad de años ya está aportando y decidiendo, es decir, cumpliendo con su obligación.
El Centro de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires me enseñó que no, que el compromiso debe ser pequeño pero constante. Un botón que basta como muestra: después de las asambleas, había que limpiar el espacio que habíamos usado. Porque lo importante es lo que esté al alcance de uno: nada significativo se puede conseguir con sólo palabras e ideas, son las acciones lo que cambia el destino de la gente. Y una acción que le recomiendo a todos los lectores que estén en la facultad o en el colegio es: formen parte del Centro de estudiantes. Formen parte de algo que los convoque. En síntesis, formen parte.
Hipólito Azema nació en Buenos Aires, en los comienzos de la década del 80. No se sabe desde cuándo, porque esas cosas son difíciles de determinar, le gusta contar historias, pero más le gusta que se las cuenten: quizás por eso transitó los inefables pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Una vez escuchó que donde existe una necesidad nace un derecho y se lo creyó.