Cuando se juega el superclásico, el fin de semana se organiza en torno a las dos horas que dura el partido. Las rutinas de familias completas se adaptan al Boca-River, aunque no a todos les interese. Amigos que ni siquiera son de ninguno de esos equipos se suman de costado al plan del día, porque el show siempre vale la pena.
Pero el show no tiene lugar en la Bombonera o en el Monumental, no no. El verdadero show se da puertas adentro: el escenario puede ser una casa o un bar, pero los protagonistas son siempre los hinchas de un lado y del otro. Amigos, cuñados, suegros, yernos, primos: cuando se juega el superclásico, no importa el vínculo que los una; lo que importa es quién gana y quién pierde.
Fede es de River. El domingo alguien mandó un mensaje al grupo de WhatsApp: “Nos juntamos en casa a ver el partido”. El anfitrión, en este caso, era de Boca. Un rato antes de la hora de la cita, Fede se dirigió al lugar del encuentro cerveza en mano para pasar un momento entre amigos. Cuando llegó, notó que todos eran de Boca, menos uno, un tímido hincha de River que prefería mantener el perfil bajo. Fernet, vino, cerveza, picada: todo estaba listo. Solo faltaba que la pelota comenzara a rodar.
Cuando se juega el superclásico, el bullying entre adultos es moneda corriente. La víctima cambia de partido a partido: esta vez le tocó a Fede. Quizás porque tuvo desde el principio una actitud de hincha orgulloso y "bocón", distinto a su tocayo de club, quien prefirió la discreción y disfrutar o sufrir en silencio. Es común que se tome más "de punto" al que muestra enojo y pasión por su equipo. Así fue. Durante los 90 minutos que duró el encuentro, Fede tuvo que soportar que le gritaran goles en la cara, que lo tildaran de gallina y de pecho frío, entre otras cosas. Como si el que estuviera jugando en la cancha fuera él, como si fuera su responsabilidad.
Porque en estos partidos en donde el triunfo -y la derrota- son tan importantes, los espectadores se vuelven participantes. Viven el momento como si estuvieran en el pasto verde disputándose el campeonato y no en el sillón de sus casas. Bancan a capa y espada a su equipo como defenderían a un familiar y critican a los contrarios como si fuesen sus peores enemigos. Esta guerra momentánea puede tomarse un recreo durante los 15 minutos del entretiempo en donde los amigos llenan sus vasos, van al baño y contestan algún mensaje. Pero el combate se retoma en cuanto el silbato del árbitro suena una vez más, indicando que comienza el segundo tiempo del juego.
No bien terminó el partido, Fede saludó y se fue rápido, enojado. Pero ese enojo quedará en otro plano, distinto al de la amistad. Porque esas cosas no se mezclan: una cosa es el fútbol y otra son los amigos. Las gastadas durarán a lo sumo un día más, y después todo volverá a la normalidad hasta el próximo superclásico.
Sin embargo, lo que sorprende es esa capacidad que tenemos de separar una cosa de la otra, de dejar de lado el cariño para darle lugar a la cargada pesada, de tomar cada hecho dentro de su contexto y enojarnos por eso, pero por eso y nada más. Después de todo, la historia, y sobre todo el fútbol, siempre nos va a dar lugar para tener nuestro propio momento de revancha, y en ese caso será Fede el que elija a su víctima.
Licenciada en Comunicación Social y correctora. Nacida y criada en el oeste del conurbano bonaerense. Sagitariana, vegetariana, crossfitera y viajera. Estoy convencida de que, con las palabras, podemos hacer magia. Pasen y lean.