¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Lunes 27 De Marzo
Cuando juega la Selección, el fútbol es lo de menos. Es, a lo sumo, un vehículo para canalizar una catarata de emociones que vienen del fútbol, sí, pero también de tantas otras cosas más. Porque, cuando gritamos un gol, no estamos gritando solamente un gol: estamos sacando afuera todo eso que nos duele, todo eso que nos frustra, todos los sentimientos encontrados que tenemos hacia nuestro país. Porque amamos a la Argentina, la amamos mucho, pero también nos rompe un poco el corazón.
La Argentina nos duele, y eso nos da bronca. Y puteamos y nos quejamos y emigramos si es necesario; sin embargo, eso no cura la herida enorme de no poder remontar nunca.
Pero, cuando juega la Selección, la victoria es algo alcanzable en nuestro horizonte. La ilusión se enciende, la esperanza se agranda, se nos llena de amor el corazón. Sentimos que acá sí podemos ganar, que por un ratito podemos dejar de lado las crisis, las incertidumbres, todo lo que funciona mal, y soñar con que ser un país feliz es posible.
A fuerza de talento, de disciplina, de garra, de pasión. De lo que haga falta.
Los argentinos sabemos mejor que nadie lo que es caerse y levantarse un millón de veces. Somos un pueblo con una capacidad de adaptación gigante, con una resiliencia admirable y con recursos infinitos. Lo aprendimos a los golpes, claro, pero es lo que nos permite seguir en pie a pesar de todo.
Por eso, cuando juega la Selección, sentimos que esta es la nuestra, que nos merecemos esta alegría. Por lo menos esto. Por lo menos una. Si lloramos, sufrimos, gritamos y salimos a la calle a abrazarnos con extraños, es porque cada partido ganado es un desahogo por tanto sufrimiento, por tantos palos en la rueda. Porque todo nos cuesta tanto.
En cada gol dejamos la garganta, las lágrimas, las frustraciones, los sueños rotos. ¿Es exagerado? Tal vez, pero ¿hay algo más lindo que gritar un gol?
Cuando juega la Selección, los barrios se visten de Argentina, las banderas se asoman por las ventanas, chicos y grandes salen a hacer los mandados con el pecho forrado de celeste y blanco. Se respira risa, algarabía, expectativa, orgullo, ilusión compartida. Se respira, y eso ya es muchísimo.
Por un ratito, podemos dejar los problemas de lado. Por un par de horas, el partido es lo más importante del mundo, para todos. Es, quizás, el único momento en el que estamos vibrando al unísono, compartiendo la misma energía, tirando —por fin— todos para el mismo lado.
Cuando juega la Selección, tenemos una tregua. Una tregua con nuestra realidad, pero también una tregua entre nosotros. Es, tal vez, el único refugio que nos queda. El único lugar donde la brecha no existe, donde no hay banderas políticas ni ideológicas que nos separen.
Están quienes dicen que deberíamos ser así de patriotas siempre, y no solo cuando se juega el Mundial. Y puede ser cierto, pero nos estamos quedando con pocos motivos para festejar como país, y agarrarnos de este nos da esperanza. Porque, así como cada grito de gol es un desahogo por tantas otras cosas, cada victoria nos hace sentir que, si podemos con esto, tal vez podamos con todo lo demás.
Cuando juega la Selección, es cuando más nos sentimos parte de lo mismo. El fútbol nos da esa posibilidad; es la excusa para sentirnos orgullosos de ser argentinos, para gritarle al mundo cuánto amamos a nuestro país, para contarles que nos duele, que tenemos un montón de cosas malas, pero que también está dentro de nosotros la grandeza de un pueblo que sufre, pero que nunca, jamás, deja de soñar.
Cuando juega la Selección, creemos que la magia es posible. Y, si eso hace que se enciendan los corazones cansados de los argentinos, ojalá que la pelota nunca deje de rodar.
Imágenes: Télam
Fecha de Publicación: 01/12/2022
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