“Fácil sería demostrar que un rubio puritano de Boston no puede tener un ideal de amante que se parezca al de un negro católico de Alabama”, sentenciaba el intelectual más escuchado un siglo atrás, José Ingenieros, en el sesudo “Tratado del amor”. Que si bien era un libro de 1925 remitía más bien a la moral conservadora, patriarcal, blanca y estricta del Centenario. E hipócrita. Porque mientras exigía en el amor ciertas cuestiones selectivas de clase, casta y hasta raza, entronizando la vida familiar y la condición subsidiaria de la mujer en la casa y la calle; la ciudad de Buenos Aires bordeaba los 300 prostíbulos. Barcos cargados de polacas y francesas secuestradas atracaban con el peor negocio humano, la trata de personas, y, sin embargo, algunas mujeres de estas muchachas secuestradas por los tenebrosas Zwi Migdal o Fraternelle, conseguían inéditamente estar al frente de los burdeles como madamas. Y, otras hermanas de sufrimientos, eran las primeras operarias en las tímidas industrias, que las políticas desarrollistas radicales empezaban desperdigar en el conurbano y suburbios porteños. Volaban corset, se aflojaban corpiños, se acortaban faldas y las melenitas repudiadas por Carlos Gardel encabezan una cambio de hábitos que repercutía en alcobas y veredas.
“Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda. Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás —empavesadas como fragatas— van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas. Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo, a todos los que les pasan la vereda”, es el canto de un hombre desatado, es el "Exvoto: A las chicas de Flores" de Oliverio Girondo en 1920. Ofrenda a una divinidad de carne y hueso, en la sintonía de las vanguardias del autor de “El espantapájaros”, que parecía orbitar años luz de la candidez de los textos de la felicidad de “La novela semanal”. Esta publicación folletín destinada a las primeras generaciones de mujeres alfabetizadas, en un momento que la escuela pública había aumentado drásticamente los índices de escolarización sin distinción de clases, contaba con una tirada semanal de 300.000 ejemplares. 600 mil manos femeninas que hablaban de príncipes azules pero anhelaban otra cosa.
Hizo bien
Con historias estas revistas que solidificaban el status quo, que la felicidad es alcanzar el matrimonio, y que el mundo encaja si hombres y mujeres no lo transforman, sin embargo los estereotipados personajes empiezan a denotar ciertos desplazamientos. En un país con escasas chances de movilidad social, por algo las muchachas pobres criollas y extranjeras terminaban muchas veces prostituyéndose en los grandes centros urbanos, o sea la costurerita de Evaristo Carriego; las tramas que mostraban a la bella humilde escalando clases es un mensaje subversivo, tanto por el empoderamiento femenino, como por las resonancias sociales. Obvio que debía casarse, y el modelo era decimonónico, pero eso no dejaba de anunciar los cambios que acontecerían décadas más tarde. Por algo la pionera feminista Alfonsina Storni eligió a las obreras de la incipiente clase media como referente de sus crónicas, costureritas algo adormecidas por los folletines, pero que transformaban con su modo de vida independizado las relaciones entre hombres y mujeres, con su arribo a las fábricas.
Ya no eran las Damas de las Camelias sino la desafiante Hipólita, La Coja, de Roberto Arlt en “Los sietes locos” (1929). “El centro era suyo. Lo había conquistado -Regina- con la proletaria belleza de sus dieciocho años. Hizo bien. Entre entregar cacho a cacho su juventud a la fábrica de bolsas de arpillera para terminar sus días con la resignación de una obrera jubilable y disfrutar de ella bordeando el abismo, prefirió esto último. Hizo bien” glorificaba Enrique González Tuñón en “Callecita de mi barrio”, una de sus tantas crónicas en el diario Crítica, aquel que tiraba 800 mil ejemplares diarios. Muchos leídos por esas milonguitas, que quizá se enamoraban a un hombre, Juan Malevo el de Regina, pero con el único fin “de salir del arrabal, e ir al teatro de la calle Maipú”. Al modelo de la mujer santa o prostituta, los poetas del Tango, mediados por el eje de la traición, empiezan a revelar a una nueva mujer, la Milonguita que se independiza en la subsistencia, el romance y la cama.
Dejan de ser “señoritas”
La popular editorial Tor en 1926 publica “El matrimonio perfecto” del holandés Van del Velde y se vende pan caliente en kioscos de diarios, en aquel año clave que nace la literatura moderna argentina entre Jorge Luis Borges, Ricardo Güiraldes y Roberto Arlt. Y el objetivo de este libro popular es “instruir” al marido para satisfacer el deseo sexual femenino, antes tema tabú pero que se anota el gran enemigo del matrimonio. Profusamente ilustrado con órganos y posturas, cienti-pornografía al alcance de las damas y los caballeros, tolerado porque no había lujuria -ni el erotismo apagado de los folletines-, de todos modos estimuló las fantasías de los sexos, que empezaban a liberarse de los coletazos represivos victorianos. Y si las cancionistas podían vestirse de gauchos, o las escritoras como Victoria Ocampo ser la primera mujer al volante -sin hombres-, bajo los tensiones de la doble moral y el amor libertario; las parejas podían soñar historias al límite al estilo de la novelesca del anarquista Severino di Giovanni y América Scarfó, que tantas promesas de amores desinhibidos entregó hacia 1929. Al igual que la visita de Josephine Baker, y sus eróticos shows con escasa ropa por avenida Corrientes, que más de un dolor de cabeza trajeron al católico presidente Yrigoyen. Como autorizar que las maestras pudieran casarse y dejaran de ser eternas “señoritas”.
“No insista, que he salido”
Mientras las artes destapaban las moralina, acompañando los cambios en lo público y privado -en una revuelta de costumbres que debería esperar más de cincuenta años para algo semejante, hablamos del Destape con el Retorno de la Democracia en 1984-, en silencio los tentáculos de la trata de personas aprisionaban a la Reina del Plata. La Reina de la Prostitución para los veinte permitía consolidar, en el contubernio de los criminales y los políticos, una esquizofrenia en los varones, que debían continuar con los rituales de los noviazgos de besos secos, y las tentaciones de la noche con mujeres, muchas, prisioneras.
Para las mujeres quedaban la preservación a toda costa de la castidad antes del matrimonio, vigilada por las madres, y la moderación de la vida. Subterránea, en los círculos progresistas, en cambio, las ideas de Alicia Moreau de Justo y Julieta Lanteri pujaban en revelar el ser mujer. Y llegaba al congreso por los socialistas -varones, claro- leyes que derogaban medievales medidas como la “representación necesaria” de los esposos, algo que reducía a las mujeres a un objeto más de los varones. Detrás de estas propuestas estaban casi veinte años de luchas de mujeres que alzaban su voz en salones y fábricas.
Volviendo a la década negra del proxenetismo nacional, el final vino por la valentía de una mujer, Raquel Liberman, que escapó, cayó y volvió a escapar de la Zwi Migdal para denunciarlos y desarticular una de las redes más grandes de tráfico humano contemporáneo. Desde Polonia, aunque también de otros países cercanos, miles de mujeres fueron traídas engañadas para trabajar en sucios burdeles del Once y el Bajo, con una -mala- fama internacional que aparece en las novelas de Joseph Roth y las obras de teatro de Eugene O´Neill. Aunque, es cierto también, que el clima represivo -y antisemita y antiradical- emergente del Golpe de 1930 coayudó a liquidar una organización que incluía a la Policía, Migraciones, Sanidad y Poder Judicial.
Un puño moralista se cerniría sobre la década siguiente con sombra en el peronismo, ahogando muchas voces que en los veinte vislumbraron liberación sexual e igualdad entre géneros, y que se podía respirar en los adoquines, los conventillos y las pistas con el dulce perfume de deseos. O en las embajadas de agua colonia, y allá en Londres el comentado amorío homosexual de un Uriburu con el hijo del rey de Inglaterra. De Alfonsina en 1938, antes de entregarse al mar, “Gracias…ah, un encargo: si él llama nuevamente por teléfono, le decís que no insista, que he salido”.
Fuentes: Seoane, M. Amor a la Argentina. Sexo, moral y política en el siglo XX. Buenos Aires: Planeta. 2007; Sarlo, B. El imperio de los sentimientos. Catálogos: Buenos Aires. 1985; Diz, T. Sexualidad y desmitificación en las glosas de Enrique González Tuñón en aacademica.org/tania.diz/38
Imagen: Freepik
Periodista y productor especializado en cultura y espectáculos. Colabora desde hace más de 25 años con medios nacionales en gráfica, audiovisuales e internet. Además trabaja produciendo Contenidos en áreas de cultura nacionales y municipales. Ha dictado talleres y cursos de periodismo cultural en instituciones públicas y privadas.