¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la sección"Si te gusta el durazno, bancarte la pelusa", dicen. Y así es: hasta las las mejores cosas tienen su punto malo. El ying y el yang. El vaso medio lleno o el vaso medio vacío. En Ser Argentino preferimos verle el lado bueno a todo, pero eso no quita que haya experiencias que no sean siempre agradables. Entonces, llegan el verano y las vacaciones, y nos entusiasma la idea de huir hacia la costa... hasta que recordamos que, a veces, puede que no todo sea color de rosas. Porque, aunque nos ilusione la idea del mar y la playa, hay algunos pequeños detalles que pueden hacerle perder la paciencia hasta al más equilibrado de los seres.
Veamos algunos de ellos.
Primero lo primero: las escapadas a la costa empiezan en el momento en que nos subimos al auto (o al micro). Los argentinos sabemos que siempre está la posibilidad de tardar 15 horas para hacer 400 km, en especial si es un fin de semana largo o un cambio de quincena. Ni hablar si en el auto hay niños y la banda de sonido del viaje termina siendo “¿ya llegamos?” o ¿mami, falta mucho?”. Entonces es cuando respiramos hondo, contamos hasta diez y pensamos que esa pequeña tortura valdrá la pena cuando estemos mirando el mar.
Cuando pasamos la odisea y llegamos a destino, corremos desesperados a la playa. Y ahí comienza el escaneo de espacio disponible. El desafío es encontrar el mejor lugar para poner nuestra sombrilla, cerca del agua y de los baños, pero alejados del resto de la gente. Sin embargo, una vez que lo encontramos, el placer dura poco: inevitablemente alguien vendrá a clavar su sombrilla a escasos metros de la nuestra y forzar una convivencia indeseada. Esto sin contar las veces que el viento traicionero hace volar alguna por los aires, poniendo en riesgo la integridad física de los veraneantes. ¿Alguna vez atraparon una sombrilla voladora?
"Sucundum, sucundum", diría Donald. Lo cierto es que, por más que amemos la playa, cuando el viento sopla por demás, la experiencia deja de ser placentera. Por más que queramos hacernos los que no nos importa, tomar sol, un mate, leer o hacer cualquier actividad con la arena golpeándonos el cuerpo complica mucho la jornada playera. Ni hablar si se nos ocurre sacar el sanguchito de salame y queso que trajimos para almorzar. El que nunca comió un emparedado de arena, que levante la mano.
No hay forma: por más que lo intentemos y lo hagamos a conciencia, siempre habrá un sector de nuestro cuerpo que quede desprotegido del sol. ¿El resultado? La piel irritada y roja, y mil remedios “mágicos” que prometen calmar nuestro padecer. ¿Qué hacemos al día siguiente, entonces? Vamos a la playa, claro, pero como actores de Hollywood de incógnito: nos tapamos con gorras, toallas y prendas de ropa, para que la parte de nuestro cuerpo que sufrió las quemaduras quede protegida.
Imposible descansar plácidamente sobre la arena por más de diez minutos sin escuchar a los vendedores ambulantes ofreciendo desde las cosas más básicas hasta las más inesperadas. Eso sí: cuando finalmente nos decidimos a comprar churros, desaparecen todos como si el universo estuviera en nuestra contra.
Felices con el verano y el calor, salimos al sol en traje de baño y ojotas... pero, no bien llega el atardecer, la temperatura baja abruptamente y nos empuja a tomar decisiones de moda algo polémicas. ¿Quién no anduvo alguna vez con buzo polar, short y ojotas?
Fecha de Publicación: 28/01/2021
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