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No existen las despedidas

Una periodista argentina que ahora vive en Copenhague, nos cuenta como su amor por la literatura nacional la llevó a conocer a uno de nuestros celebres escritores.

Por María Fernanda Lago

Empezó como un juego.

Una pregunta: ¿a quién te encantaría conocer? A Ernesto Sábato respondí.

Tenía 24 años, un amor enorme por la literatura y admiración por el Gran Ernesto.

Al mes de esa pregunta sin importancia, estaba frente a la casa de Santos Lugares donde Gladys, la mujer que lo acompañaba todo el día, me abría la puerta. Así empezó todo. Una charla de más de una hora, un recorrido por su biblioteca y una despedida sin un “nos vemos” aparente.

Cuánto tiempo pasó hasta la siguiente vez que lo vi, realmente no recuerdo, pero no olvido jamás la alegría de encontrarlo en el aeropuerto de Barajas, a la espera del mismo avión con el que volveríamos a Buenos Aires. Si, el destino quería que nos volviéramos a cruzar, y el destino descree de la geografía.

A partir de ese momento, a veces cada domingo y otras tantas domingo de por medio, después de acordar por teléfono con Gladys, lo visité cuantas veces pude. Llegaba con el tren de la línea San Martín y tocaba el timbre, como si hiciera el viaje a visitar a mi abuelo con el que compartía la pasión por el arte. Tomábamos el té con medialunas, las charlas nunca eran lineales, muchos cuentos repetidos, porque Ernesto hablaba sobre lo que él quería, casi nunca respondía preguntas, y recordaba las mismas historias pasadas: la compra de esa casa, el antiguo dueño que murió en el sótano, sus amigos existencialistas, su madre, sus tantos hermanos, los paseos por Harrods…  y los mismos chistes y remates que nunca me cansaría de escuchar.

Mirábamos sus pinturas, leíamos sus libros, me retaba por hacerlo sin pausa, me corregía los tonos, me pedía que adelantara a la parte en que Juan Pablo le hablaba a María y mientras leía su escrito él me interrumpía (o me acompañaba) porque su memoria tenía palabra por palabra cada párrafo de El Túnel.

Anécdotas quedan tantas. Haber sido testigo de su intimidad, saber que dormía en una cama contra una pared que sostenía el cuadro de su madre, haber acariciado a Roque, su perro y fiel compañero, las cenas con Elvira que me decía: quédate que pedimos pizza, y escucharlos hablar sobre sus asuntos. Imposible que el recuerdo no se transforme en un suspiro largo.

Lamentablemente nunca me despedí de él, sí lo abracé y le sostuve las manos lo que durara el saludo de hasta pronto. Sí le dije gracias y lo miré con admiración sin terminar de creer que lo tenía parado enfrente. Me quedan sus libros, sus dedicatorias, sus pensamientos pesimistas grabados  y algunas fotos. También me queda la idea de que con él no existen las despedidas.

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