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Marta Lynch. “Escribo para no volverme loca”

Junto a Beatriz Guido y Silvina Bullrich, Marta Lynch fue una de las escritoras más aclamadas y vendedoras de los sesenta. Hoy olvidada, Ser Argentino en un rescate para que el Mes de la Mujer tenga a todas las artistas que agitaron la ola verde.

Arte y Literatura
Marta Lynch

“Escribo para no volverme loca y vencer a la muerte, o para salvarme. ¿Por qué no? La muerte es horrorosa, pero también lo es la vida” comentaba unos días antes de suicidarse Marta Lynch, a los 60 años. Quizás más, quizás menos. No soportaba la idea del paso de los años la mujer que coqueteó con los poderosos y que mejor describió la Argentina que cambiaba, que se corrompía y aniquilaba, desde “La alfombra roja”, o la debacle frondizista, a “Informe bajo llave”, o el horror del Proceso.

Crítica a los roles sexuales, identidad y tiempo son puertas de entrada para navegar en el universo de Lynch, constelado en menos de 20 años entre novelas, cuentos, ensayos, conferencias y artículos. “Yo tengo una gran admiración por la mujer y deseo por todos los medios que ella se libere, comprenda la inutilidad de convertirse en objeto y se constituya gozosamente en un ser integral”, confesó a Mona Moncalvillo, en un programa feminista del cual Marta fue mártir y profeta.

El asco y la rebeldía interior

“A mí me gusta el escritor que me atrapa y me mete sostenidamente en su mundo” respondía en una entrevista de 1967 a la revista Gente, en el pináculo de su trayecto meteórico. Marta Lía Frigerio, Marta Lynch tomando el apellido de su segundo esposo, había nacido supuestamente el 8 de marzo de 1925, aunque dependía la nota o el interlocutor cambiar el año de natalicio. Marta era un experta y letal entrevistada. Parte del “Trío más mentado”, gentileza Bernardo Neustadt, en compañía de Guido y Bullrich, no existía medio que no buscara sus opiniones que iban desde el sexo libre a la política candente, saltando de defensora del Che Guevara a amante de Emilio Massera. Aunque Lynch fue la única que se animó a pedirle a la junta la aparición con vida de varios escritores, entre ellos Haroldo Conti, con quien había perdido el premio municipal, ella con “La alfombra roja” (1962). Este libro, nacido luego de una larga enfermedad, y el desencanto con el desarrollismo, inició el masivo reconocimiento a la producción literaria por el público en general, que apreciaba su lucha contra la hipocresía, la moralina y los techos de cristal como en “Cuentos de colores“ (1970). Pocos luego comprendieron la violencia guerrillera de los setenta como Lynch en “El cruce del río” (1972).    

Casi nadie la juzgó por su obra literaria, poco leída y apreciada por pares. “He recibido más palos que elogios", decía quien era considerada por los críticos una vedette mediática más que una artista de calidad o una adelantada a su tiempo. Jorge Asís y Cristina Mucci a posteriori trataron de ponderar, en ficción y biografía, a la lúcida escritora que podía responder, en la misma entrevista citada de Gente, “Nené -Cascallar- utiliza un lenguaje y situaciones de hace, exactamente, 35 años. No avanzó en ese período y es muy cómico ver como las mujeres son sacrificadas y los hombres engañadores. Además, todos son ricos, inclusive ocurre la extraña combinación de que hay condes y marqueses en la Argentina. Pero pienso que esa fantasía responde a la necesidad de escapar que tienen las amas de casa” o que el Tango necesitaba “cambiar de esquemas”. Pocos amigos hizo, menos luego de sus relaciones peligrosas con los militares, y solamente volvería a los titulares con el tiro del final del 8 de octubre de 1985.

Marta Lynch

 Señora Lynch, señora de nadie

“La señora Ordóñez” fue un suceso en su lanzamiento en los sesenta, varias ediciones de la novela agotadas rápidamente, como veinte años después, debido a la telenovela emitida en la Primavera Alfonsinista  y que sacudía las telarañas de la represiva dictadura. Historia de vejaciones cotidianas y liberaciones pequeñas que condesaba las ansías de miles de mujeres sometidas, humilladas, en especial de la clase media, en busca de la redención social -sexual y económica-; uno de los temas recurrentes en la producción de Lynch. Y que deseaban gritar como al final, como la señora Ordóñez, supuestamente inspirado en la madre de la propia autora, “hice todo lo que pude” Marta movió las olas.

“La señora Ordóñez” de Marta Lynch. Buenos Aires: Editorial Jorge Álvarez. 1968

“Todo iba a empezar como tantas otras veces, el mismo acto, los mismos movimientos, hasta el aire del dormitorio tomaba una consistencia espesa, aún las maderas de  las camas y el recuadro ancho y gris de la ventana. Con tristeza todavía, sin fuerzas para decir que no, pensó que la cosa se desparramaría sobre ella. Podría haber dictado a su marido cada actitud. A eso la llevaba el largo matrimonio y aún abrió los ojos una vez más y en un ángulo absurdo advirtió la esquina izquierda del cielo raso sin molduras, algo corno un chispazo en el que entraba el cuarto, los muebles y la amable realidad, todo sin razón aparente, mientras el rito comenzaba y ya sí, entonces, sobrevino el asco y la rebeldía interior.

Raúl la acosaba hábilmente. Lo sintió con el pantalón piyama sobre la carne y con infinita repulsión bajó ella misma el elástico hasta palpar las nalgas musculosas. Si al menos fuera piedad, pensó desesperada y todo su cuerpo huyó con espanto de la cama, es decir su verdadero cuerpo porque ella se había aferrado a su delicada esquizofrenia como un artista que preserva con pudor lo mejor de sí.

Pensó: no es posible, ahora insistirá en besarme y si llega a la boca me sentiré muy mal. Tanto  mejor —sollozó con un gemido seco que él entendió  como  de placer—ojalá hubiera sido de esas felices mujeres a las que tanto da una cosa como otra. Pero sólo tuvo la conciencia de ese beso espeso y el beso vino peor que de costumbre, más húmedo, más absurdo, como son siempre los besos sin amor, mancillándola y mancillar es una palabra para la madre, para la abuela, para las mujeres de otra época en que cosas como ésa que ocurría ahora en su cama se absorbían a ojos cerrados, sin comunicación, como un último y necesario sacrificio para retribuir la casa, los proveedores pagos y los hijos entre mezclándose  en  el  afecto. El beso fue entonces hacia el lado izquierdo de su cuello  y sobrevino la envidia y la melancolía por aquellos que amaban todavía; el beso de Raúl, el olor de su saliva y su manía de repetir obscenidades  para devolver al acto algo de esplendor. Pero  del  comienzo afortunado sólo quedaban algunos gestos y la bestialidad, el ridículo despanzurrarse sobre las sábanas revueltas en tanto, un desconocido a veces, un hermano otras, introducía su mano y su hálito por la intimidad. Cuando bajó por el  cuello,  todo  se  hizo  inevitable porque él acometía la empresa con una última generosidad, con masculina  cortesía de procurarle  placer, procurándoselo  generosamente, sin usura, con caricias que la ofendían y excitaban a la vez. Sabe que si me acaricia todo terminará  enseguida, insistió, estudiando el hecho con voracidad, como el cirujano sobre el vientre abierto en la camilla. Era curioso asomarse al mecanismo infinito de su cuerpo y a los restos de una sensualidad poderosa, viva  aún, en tanto la sentía despertarse como una bocanada liberadora. Reconoció la sensación erótica, la placidez y la perfidia con  que su cuerpo recibía aquellas caricias indeseables, plegándose a ellas, respondiendo devotamente como una  alumna aplicada. Ya la cosa se hacía tolerable, tristemente  deseable y  agradeció  la oscuridad  del  cuarto  que  impedía a su marido ver el   rictus de su cara,  que era de dolor, de auténtica desesperación, la cara de una mujer que va a llorar junto a un cuerpo  que empieza a retorcerse de gusto y a responder. Tan ridícula como debía estar, el camisón arrollado casi hasta el cuello mientras Raúl la apremiaba con la sana glotonería de sus buenas  relaciones, también su cuerpo de hombre liso  y blando, un cuerpo maduro que pesaba sin piedad, cada día más, ávido y hábil, tan  preciado por otras mujeres que necesitaran de aquella idiota pantomima, no por ella que nunca consiguiera entregarse. Aún faltaba un escollo y sumergiéndose en el cenagal del coito por hábito o por necesidad, recibió el impulso imperioso de Raúl, siempre joven, con  una aterradora y amable disposición para el sexo tal como él lo entendía, tantos besos, tantos apretujones e íntimas caricias; con frecuencia empecinada, de haberlo permitido, hubiera sido el suyo un forcejeo diario. Entonces en perfecta dualidad, sintiéndose vejada y miserable, cedió con todas sus reservas y se puso a desear ella misma las posturas de gimnasia y los miembros de Raúl junto a los suyos; sus ardores coincidieron con el ronco llamado de la carne  y se dejó hacer.”

 

Imágenes: Infobae

Fecha de Publicación: 20/03/2023

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