En las escuelas argentinas se repite una y otra vez la frase sarmientina “Las ideas no se matan”, inaugural del Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas (1845). Cuenta el mismo Sarmiento que fue pintada a las apuradas en un baño de Zonda en 1840, escapando hacia Chile de los mazorqueros y cardenales: “Que en día más felices había pintado en una sala, escribí en carbón estas palabras: On ne tue point les idées”. Y la traduce a sus contemporáneos no en la amable cita escolar, sino con “a los hombres se los degüella; a la ideas, no”. Pero el mismo Sarmiento hace un libre uso “acriollando” la cita, que primero traslada acorde a los intereses ilustrados de la Generación del 37, y, luego, la acondiciona a la realidad nacional de la gobernación bonaerense de Juan Manuel de Rosas. En verdad la cita original de Diderot es “no se disparan tiros de fusil a las ideas” Y, claro, después en las cartas a sus amigos le divierte el desconcierto de los federales que no saben francés, y que envían una comisión de “notables” a descifrar mis “jeroglíficos”, “incluso me llegó del boca a boca que pensaban que decía 'Hijos de gran puta, montoneros, un día me la pagarán, ¡salvajes!'”, cierra Sarmiento, que con el tiempo gustará que lo llamen “doctor montonero”. También erra en la atribución original en el Facundo y se la otorga a otro francés que inflama sus ideales librescos, Fortoul. Esta gaffe de un intelectual de provincias del siglo XIX posibilita que Ricardo Piglia en su novela Respiración artificial señale que en el momento del cual el mismo Sarmiento se imagina heroico frente al despotismo rosista, y cuando desea gritar la superioridad de la cultura europea ante esbirros de la divisa punzó, la barbarie y la incultura se le cuelen dolorosamente. Civilización y barbarie son las arenas movedizas en que se mueve desde las primeras frases el Facundo.
La literatura argentina nace de un graffiti en la pared de un baño
“En un incompatible mundo heteróclito de provincianos, orientales y porteños, Sarmiento es el primer argentino, el hombre sin limitaciones locales”, señala Borges en 1943 de un hombre que en los años de la escritura del Facundo creía que uno de los fracasos de Rosas, y de los países latinoamericanos, era “no plagiar a Europa” Pero sobre todo era un periodista casi desconocido, desterrado, y que creía como nadie en el poder de la palabra, y que con eso llegaría la gloria política, los salones literarios, la invención de una Nación y, desde luego, la presidencia. Imaginarse sin limitaciones locales ni mentales, sin prerrogativas de su entorno, y abocarse a la tarea de diseñar un programa político, fue el trabajo arduo de los diez años de exilio en el país transandino. Y en esta construcción del Sarmiento de los libros de historia, le cabe al Facundo un sitial destacado porque es una mezcla de todos los géneros que tenía a mano para su proyecto personal. Por momentos autobiografía, por momentos libro de geografía y viajes, por momentos tratado sociológico, allí sus capítulos “Originalidad y caracteres argentinos” o “Presente y porvenir”, cierra con un programa de gobierno liberal solo posible con la caída de “maquiavélico” Rosas.
Aquí aparece nuevamente esa “y” que nos sumerge en un piso refaloso. Facundo es presentado poseedor de un “secreto”, uno profundo del indómito e iletrado espíritu americano, que debe ser explicado para las élites cultas del mundo, y entonces el escritor en su afán empieza a patinar, a no saber cuándo dejar de ser América bárbara para ser Europa civilizada. La anécdota del enfrentamiento de Quiroga con un “tigre” (jaguar) en algún paraje entre San Juan y San Luis, que termina con la “valentía” del caudillo peleando “con miedo”, y lo humaniza finalmente, se mezcla con la sutil inclusión resaltando la figura de otro caudillo, Bolívar, a quien los biógrafos europeos “quitan el poncho, para presentarlo desde el primer día con el frac”. Todo Facundo remite a los conflictos internos de Sarmiento, es más, sus escritos en totalidad podrían ser leídos como un conflicto contra sí mismo, inaugurando un estilo argentino de negarse a cada paso. Una literatura basada en el oxímoron, y sus agujeros negros, que sería expandida por uno de sus mejores discípulos, Jorge Luis Borges. Y, claro, una fuente inagotable sus contradicciones para sus detractores y, finalmente, el revisionismo histórico, que lo usa de patito de feria para criticar a la Argentina conservadora y oligárquica.
Rosas, en cambio, en Facundo, es el mal absoluto, la “sombra terrible”, “el polvo ensangrentado”, una esfinge argentina, “mitad mujer por lo cobarde, mitad tigre por lo sanguinario”. Y, sin embargo, el mérito de Rosas es ser “calculador”, algo que Sarmiento reconoce como signo de civilización aunque “haya hecho del crimen, del asesinato, de la castración y del degüello un sistema de gobierno”. Sistema, al fin. Incluso admite que el gobierno rosista unificó a mano de hierro el país futuro, combatió la anarquía, mezcló a los habitantes del campo y la ciudad, y hasta la misma mazorca tiene sus virtudes para pacificar la campaña. Es más, alaba a sus mazorqueros que “aniquilarán a los gauchos, malevos y compadritos a favor de la inmigración europea”.
Entonces Rosas no es la barbarie unívoca, tampoco, y el problema con él es que, simplemente, estorba para la concreción de los planes de la generación de Sarmiento. Rosas es una determinación sudamericana que hay que superar para el progreso universal. ¿Y quiénes son los héroes que encarnan la barbarie y la civilización en esta gran novela romántica, por momentos? Tampoco aparecen claramente definidos tal cual nos enseñan en las escuelas. No son Facundo ni Rosas como vimos por completo. Y tampoco hay uno que represente la civilización, no los son los unitarios ni sus compañeros de la Generación del 37, quienes son ridiculizados como “las momias de la República”, sino que apela a otro que debe imaginarse el lector con las pistas entre argentinos de la época, muchos a quienes no conocía al igual que la pampa, las acciones “positivas” de los personajes y el mismo Sarmiento. Este “hombre nuevo”, este hombre civilizado que nacerá del suelo americano, solo vive en la imaginación de Sarmiento.
Una más de Sarmiento y Rosas, quien Echeverría había acusado de “inventar” al sanjuanino con su denodada persecución . De hecho, tras la publicación de Facundo, y en medio de una política de acercamiento entre argentinos y chilenos, Sarmiento obtiene un “viaje pedagógico” por Europa y Estados Unidos. En la vísperas de Caseros, Rosas lee los boletines de Sarmiento recopilados luego en “Campaña en el Ejército Grande”. Y, cuando el sanjuanino llega a Palermo tras la victoria de Urquiza y las tropas de tres naciones, se sienta en el escritorio del Restaurador de las Leyes, y le alcanzan esos boletines envueltos en un cordón punzó.
Facundo, paredón y después
Con el Facundo bajo el brazo Sarmiento llega a Francia y, insistente, consigue una laudatoria reseña por Charles de Mazade en su querida Revue des Deux Mondes. Querida porque de allí había sacado la famosa cita del paso cordillerano muchos años atrás. Era su consagración internacional, algo para lo que había trabajado casi desde que empezó a formarse de manera autodidacta, en especial en francés, la lengua civilizada que consideraba superior al bárbaro castellano.
Desde el exilio Valentín Alsina, otro antirrosista vehemente como él, le escribe una interminable carta señalándole que la pampa que describe no existe, que no conoce a los gauchos, y que subestima a los potenciales de la Argentina, además de innumerables errores geográficos e históricos. El sanjuanino agradece y contesta que corregirá. Nunca lo hace. Otra es de Juan María Gutiérrez, miembro de la Generación del 37, tan lapidada en el Facundo, en especial con la burda imagen que compone Sarmiento de Rivadavia. El poeta Gutiérrez, si bien en la prensa alaba el libro, en cartas sentencia que todo lo escrito con supuesto rigor es “mentira” Dalmacio Vélez Sarsfield afirmó a Sarmiento, en una de las tantas reediciones del libro, donde lo único que se suprimía eran los ataques a Buenos Aires durante las elecciones: “El Facundo mentira será mejor siempre que el Facundo verdadera historia”. Verás que todo es mentira, suena de fondo Discepolín.
En un prólogo a Recuerdos de Provincia, Borges opina tajante en 1944: “Sarmiento sigue formulando la alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiésemos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor”, remata con el horizonte del “monstruoso” peronismo tomando casas y calles. Nuestro primer escritor nacional reemplaza la “y” por la “o”, tal cual nos enseñaron en las aulas, algo que el mismo Sarmiento fue solidificando a medida que exigía “sangre de gauchos” en el altar del progreso. Tal vez una lectura en diálogo de las páginas del Facundo, sin anacronismos, una que se acerque más a la urgencia del voluntarismo biográfico del sanjuanino, nos traería “no tanto un esquema viable para la interpretación de la realidad argentina y sudamericana sino la tensión entre su esquema y dicha realidad, el fracaso de su sistema”, anota certeramente Carlos Gamerro. Salir de la lectura hipnótica y vital que nos propone esta obra fundamental de los argentinos, señalaban desde distintas ópticas Martínez Estrada y Piglia, y no exigirle más a viejas fórmulas de batalla, escritas hace más de 150 años por un colérico cuyano ¿Cuándo nos liberaremos del fantasma de Facundo?
Fuentes: Gamerro, C. Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina. Buenos Aires: Sudamericana.2015; Terán, O. Historia de las ideas argentinas. Diez lecciones iniciales, 1810-1980. Buenos Aires: Siglo XXI. 2008; Sarlo, B. Escritos sobre la literatura argentina. Buenos Aires: Siglo XXI. 2007
Periodista y productor especializado en cultura y espectáculos. Colabora desde hace más de 25 años con medios nacionales en gráfica, audiovisuales e internet. Además trabaja produciendo Contenidos en áreas de cultura nacionales y municipales. Ha dictado talleres y cursos de periodismo cultural en instituciones públicas y privadas.