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Cortázar por Cortázar. Una biografía comentada

El escritor argentino revolucionó la literatura latinoamericana, con una letra experimental y lúdica, que instaura un lector partícipe necesario “No tener miedo a lo fantástico”, en cualquier terreno que cuestione la hegemonía, su máxima.

Arte y Literatura
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A través de los años la cifra de Julio Cortázar quedó encerrada en la casa tomada, por la estatura del molde frío del canon. Cortázar, que tanto hizo para darle algo que le falta a la literatura argentina en general, juego y humor. Por un lado, militante de la palabra con fecha de vencimiento, atado a la imaginación al poder de los setenta, asaltando el cielo con discursos, por siempre paladín de las causas justas. En otro carril de la cosmopista, una proficua obra para jóvenes, papeles de iniciación, inesperados; es cierto, alimentada por el mismo Cortázar en textos que persiguen puertas de la percepción. Finalmente, en el último round, en el fallo del gran público es un escritor señero del boom latinoamericano de los sesenta con la poliédrica “Rayuela”, que todo aquel que se juzgue culto debería tener en su estantería, sin imposición de leerla, obvio. A casi cuarenta años de su muerte, y que su enorme porte y voz extrañada acompañen a los argentinos a 11 mil kilómetros durante dos décadas, Buenos Aires-París, 1963-1984,Cortázar propone en su escritura al nuevo siglo una novedosa manera de leer la realidad, no fantástica ni inventada, sino humanizada, en los múltiples pasadizos que dejó tendido oración a oración. Como La Maga/Talita sobre el tablón que une dos casas de Buenos Aires.

“Soy argentino pero nací en Bruselas en -26- agosto de 1914”, escribía Julio Florencio Cortázar en 1968, en uno de sus tantos panegíricos sesentistas, en este caso Graciela Sola para el ensayo “Julio Cortázar y el hombre nuevo”, “Signo astrológico, Virgo; por consiguiente, asténico, tendencias intelectuales, mi planeta es Mercurio y mi color el gris (aunque en realidad me gusta el verde). Mi nacimiento fue producto del turismo y la diplomacia -su padre era agregado comercial de la embajada argentina en Bélgica, con antepasados de vascos ganaderos en Salta, y su madre una culta mujer criolla, con ascendencia francesa- Me tocó nacer en los días de la ocupación alemana de Bruselas, a comienzos de la Primera Guerra Mundial”, recordaría los primeros años que hacía 1916 derivan en Barcelona, y una vez finalizada la contienda, afincarían en Banfield, zona sur del Gran Buenos Aires, “no guardo un recuerdo feliz de mi infancia; demasiadas servidumbres, una sensibilidad excesiva, una tristeza frecuente”, narraba con la mención del abandono del padre a sus seis años, a quien jamás volvería a ver.

“En mi casa había una biblioteca y una cultura. Mis amigos no tenían esa suerte”, admitía a la escritora Elena Poniatowska en 1975 de sus días chatos en el conurbano, y enumeraba los meses solitarios en la cama, con diversas afecciones, reales o imaginarias, que lo transformaron en un lector voraz, en especial de literatura inglesa y francesa. Una precocidad, a los ocho años, ya con una “novelita”, y que asustaría a la propia madre. Ella consultó a los médicos si era normal que un niño leyera horas y horas, en trance, “una bruma de duendes, elfos, con un sentido del tiempo y el espacio distinto a los demás”, refería la niñez Cortázar, a la televisión española, en 1977.

“Una de las cosas que más me dolía continuamente era la insensibilidad que mostraban mis compañeros de escuela en relación a cosas que a mí me producían reacciones muy violentas…el escándalo de la muerte (una de las clave de la literatura cortazariana)…un niño con esa hipersensibilidad queda muy marcado. Entonces es bastante lógico que cuando empecé a escribir, al final de la adolescencia, en la primera juventud, todas esas capas que aparentemente habían quedado atrás volvieran en forma de personajes, de semi confesiones, como es el caso del cuento “Los venenos” y como es el caso de “Bestiario”. El trasfondo de sensibilidad de la niña Isabel de “Bestiario” es el mío, y el niño de “Los venenos” soy yo. En general los niños que circulan por mis cuentos me representan de alguna manera”, confiesa el escritor-niño, Cortázar, a Ernesto González Bermejo en 1970. Esta apretada síntesis que termina en su primer libro de reconocimiento público, los inmortales cuentos de “Bestiario” (1951), una vez que el escritor ya se instalaba en París gracias a una beca, esconden los años de esforzado aprendizaje del surrealismo, la patafísica de Alfred Jarry, o el estudio de las soluciones imaginarias y las leyes que regulan las excepciones, y la mecánica del cuento en la senda de Horacio Quiroga y Edgar Allan Poe, entre el magisterio ejercido en Bolívar y Chivilcoy, y los cargos universitarios en Tucumán y Mendoza “Había publicado “Los Reyes” de manera clandestina -en 1949, poema dramático, precedido por los sonetos de “Presencias” (1938)- y recién tres años después aparecería “Bestiario”…debo haber pecado de vanidad, porque me había fijado un espacie de techo, de nivel muy alto, para empezar a publicar, y tenía suficiente sentido autocrítico como para leer lo que iba escribiendo y darme cuenta que estaba por debajo”, recordaba a González Bermejo los poemas, novelas y cuentos que fueron destruídos, en su mayoría, por el mismo autor -las novelas “El divertimiento” (1949) y “El examen” (1950), con varios experimentos de su obra posterior, por ejemplo la duplicidad, aparecieron póstumas.

La impecable secuencia de “Casa tomada”, “le dije que era excelente”, alabanzas de Jorges Luis Borges cuando leyó el manuscrito en 1946, una alegoría antiperonista, “Carta a una señorita en París”, “Lejana”, “Ómnibus”, “Cefalea”, “Circe” -escrita durante los febriles meses que Cortázar estudia el traductorado, carrera de tres años que hizo en seis meses, y que condensa algunas de las fobias del escritor-, “Las puertas del cielo” -un relato de fondo discriminatorio y racista, influenciado por las posturas contrarias al populismo de Cortázar, que luego rechazaría por su escasa comprensión política y social de aquel momento, en sus propias palabras-  y “Bestiario” -la deriva animal, el otro lado del espejo de muchos de sus relatos-, todos estos en ese primer notable libro oficial de cuentos, y que fijaría un programa narrativo centrado en “lo fantástico que irrumpe en lo cotidiano” Por aquellos años también trabaja intensamente de traductor, Poe, Gide, Defoe, Chesterton y Yourcenar, entre otros, y que es fundamental en entender su escritura, plena de ecos y reveses, un anillo de Moebius de la literatura universal.

Cortazar

“La literatura como juego es el más serio de todos”

“Dejé la Argentina en 1951 y me instalé definitivamente en París. Tenía 37 años; gran parte de mi vida había transcurrido en la Argentina y me llevé la casa a cuestas: Argentina”, se defendía Cortázar de sus detractores, que lo acusaban de poco ligado a la realidad nacional en los setenta; encima juzgado por su tono de voz “afrancesado”, algo que no era impostado. Cortázar aprendió francés de infante aunque esa verba raspada era agravada por una “pronunciación en español que espantaría a los foniatras” Este español enrevesado trajo problemas al escritor en sus primeros trabajos de traductor y relator de noticiarios deportivos europeos, donde los términos técnicos de su adorado boxeo como speaker, deporte al cual dedicaría uno de sus mejores cuentos, “Torito” (1954), resultaban incomprensibles en las transmisiones. Viviendo al límite en cargos paupérrimos de traducción en la UNESCO y editoras italianas, y reservando incontables días libres para continuar su proyecto narrativo, publica en México los cuentos de “Final del juego” (1956), y en Buenos Aires “Las armas secretas” (1959), y el inefable “Historias de cronopios y de famas” (1962) “Me regocijo llega a límites sobrenaturales cuando deploran que “un escritor tan serio” se dedique a “escribir pavadas””, de Cortázar al editor Francisco Porrúa en referencia al último. En el libro de cuentos del 59 se produce un giro en su literatura, que deja de centrarse en pulidas tramas, y demuestra mayor interés en la carnadura de los personajes. El imprescindible “El perseguidor” en “Las armas secretas”, que le permite trabajar sobre uno de su amores, el jazz inspirado vagamente en Charlie Parker, “fue la primera vez que en mi trabajo de escritor y en mi vida personal que eso -el cuento- se traduce en una nueva visión del mundo. Y luego eso explica por qué yo entré en una dimensión que podríamos llamar política si quieres decir -son los años que se acercaría a la Revolución Cubana-, empecé a interesarme por problemas históricos que hasta ese momento me habían dejado totalmente indiferente…entonces decidí construir un personaje asimilable al hombre de la calle, un hombre medio pero que tuviera esa sed de absoluto”, comentaba a Evelyn Picón Garfield, en un antecedente de Horacio Oliveira de “Rayuela” (1963) Otro precursor sería la novela “Los Premios” (1960), en la cual bosquejaría indicios de “una contranovela”, “una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos”, en una carta al escritor y lingüista Jean Bernabé de 1978.

Medir el impacto de “Rayuela” en los sesenta puede resultar un ejercicio malicioso en los dos mil, tan descreídos y cínicos para opinar de una novela que defendía “que salvarse solo no es salvarse, en todo caso no nos justifica ante los hombres…la idea de Rayuela es una especie de petición de autenticidad total del hombre”, comentaba a otra de sus colaboradores cercanas, Ana María Barrenechea, con quien escribiría una guía de lectura sobre esta novela “Rayuela” traducida hasta en chino mandarín, un artefacto terrorista, con miles de entradas y salidas, del lado de acá y del lado de allá. Una patada para que los lectores abandonen al lector-hembra, o en la concepción cortazareana, lectores pasivos “Lo malo, decía Oliveira -sostenía Mario Benedetti en 1964- “es que además pretendo ser un espectador activo y ahí empieza la cosa”. Sí, efectivamente, ahí empieza la cosa. Ahora falta saber cómo sigue”, se preguntaba el escritor uruguayo.  Y en la novela, seguiría con las más dadaísta “62 Modelo para armar” (1968), “comprendí que había que seguir adelantándose. Porque lo Otro, ¿quién lo conoce?Ni el novelista ni el lector, con la diferencia que el novelista adelantado es aquel que entrevé las puertas ante las cuales él mismo y el lector futuro se detendrán tanteando los cerrojos y buscando el paso”, en la revista Los Libros de 1969,  y su libro quizá más politizado, y un tanto fallido, posiblemente adrede, en su forma de pastiche, “El libro de Manuel” (1973), la última pieza de largo aliento de Cortázar. “Fantomas contra los vampiros de las multinacionales” (1975), otro pastiche entre el cómic y la novela de aventuras, podría leerse en la radicalización del pensamiento del escritor, cada vez más inmerso en la luchas sociales de América Latina.  

 

 

“En París yo estaba haciendo literatura argentina y mirando a los ojos a América Latina”

En 1967 con  “La vuelta al día en ochenta mundos” y, el posterior, “Último round”, Cortázar arranca con una serie de libro-collage, una relectura literaria de las técnicas de las vanguardias históricas, que prolongaría hasta el final de la carrera con  “Los autonautas de la cosmopista” (1983), en colaboración con su última pareja, Carol Dunlop “Es posible que yo haya dicho que en mí hay dos temas permanentes y que me obsesionan, la muerte y la locura -Horacio Quiroga, de nuevo- Pero, la verdad, dicho así suena como una sentenciosa afirmación del hombre importante, y nada me produce más horror que ser juzgado desde ese punto de vista. Lo mismo cuando me hacen decir que he recibido noticias de Nueva York sobre -la película- Blow-up (1966) -inspirado en su cuento “Las babas del diablo” (1959)-, afirmando que es sensacional, y que es más Cortázar que Antonioni. Todo eso exigía más matices”, en una carta de 1967 a Sara Facio y Alicia D´Amico (ambas fotógrafas, y que producirían juntos a Cortázar, “Humanario” de 1977), en signos de cierto agobio ante una fama mundial inusitada, reafirmada en los libros de cuentos best seller “Octaedro” (1974) y “Alguien que anda por ahí” (1977)

“Si mis libros no reflejaran la realidad latinoamericana, no cabe duda que yo no habría recibido todas las muestras de afecto y simpatía en estos días en Chile, he recibido a tantos jóvenes”, declaraba el escritor a los medios transandinos en 1970. Similar fervor despertaba en sus regulares visitas a Buenos Aires. Cortázar era equiparable en la juventud movilizada, por momentos, con el Che Guevara, a quien dedicaría “Reunión” -en “Todos los Fuegos el Fuego”, 1966-, y un sentido poema cuando fue fusilado el guerrillero argentino en Bolivia, en 1967 “Las revoluciones están hecha por hombres y sujetos a críticas, equivocaciones, titubeos. Yo no soy nadie para dar soluciones y nunca las he dado, pero sí puedo señalar disconformismos y oposiciones”, en declaraciones que justificaban la ruptura de Cortázar con el régimen cubano por la prisión del poeta Heberto Padilla -detenido  por “perpetrar actividades subversivas contra el gobierno de Fidel Castro” con la lectura pública de su novela “Provocaciones”; se lo obligó a abjurar toda su producción. Nuestro escritor se involucra con las diversas organizaciones de derechos humanos, su hogar parisino paso franco de exiliados que denuncian los crímenes de asolan el Continente, a partir del golpe de Pinochet en Chile en 1973, y su producción literaria sea hace discontinua, ganada la urgencia de la militancia, ahora orientada a la revolución sandinista de Nicaragua, sobre la ingente miscelánea de pequeñas prosas, artículos y poesías. De todos modos los relatos de “Queremos tanto a Glenda” (1980) funcionan de excelso epitafio literario, fin sinfín como los Janet y Robert del cuento que cierra el volumen -contiene este libro su declaración eterna de amor a los felinos en “Orientación de los gatos”.  Con la alegría de pasar unos días en Buenos Aires con el retorno de la Democracia en 1983, Julio Cortázar fallece el 12 de febrero de 1984, a causa de una leucemia, que algunos sostienen fue provocada por el SIDA, posiblemente que el literato contrajo durante una transfusión de sangre en mal estado, en el sur de Francia. Descansa en el cementerio francés de Montparnasse, en compañía de Dunlop, y de varios de sus ídolos literarios, entre ellos Tristan Tzara, padre del dadaísmo, y el poeta Charles Baudelaire. En Argentina, instituciones, plazas y monumentos lo recuerdan en Buenos Aires y distintos puntos del país.

“La literatura ha sido para mí una actividad lúdica, en el sentido que le doy al juego; ha sido una actividad erótica, una forma de amor”, de Cortázar a González Bermejo en 1977, “Y todas esas cosas, con sus altas y bajas, han sido positivas en mi vida; no lo lamento en absoluto. Me ha hecho muy feliz escribir. Me ha hecho muy feliz sentir que en torno a mi obra había una gran cantidad de lectores, jóvenes sobre todo, para quienes mis libros significaron algo, un compañero de ruta. Eso me basta y me sobra”, remataba el cronopio Cortázar, que en su postrero libro en vida de poesías de 1984, “Salvo el crepúsculo”, y cerrando el ciclo abierto en los sonetos de 1938, citaba, “este camino/ya nadie lo recorre/salvo el crespúsculo” Julio, que nos dio ánimos para atravesar la Noche de la mano del fuego de La Maga.

 

 

Fuentes: Cortázar, J. Bestiario. Rayuela. 62 Modelo para armar. Barcelona: Editorial Bruguera. 1979; González Bermejo, E. Revelaciones de un cronopio. Conversaciones con Julio Cortázar. Buenos Aires: El Cuenco de Plata. 2013; Cortázar. Presencias. Buenos Aires: Fundación Internacional Argentina. 2006; Benedetti, M. El ejercicio del criterio. Buenos Aires: Seix Barral. 1996

Imágen: Minist. Cultura Argentina

Fecha de Publicación: 26/08/2021

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