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Pulperías: los Gauchos nos hicieron vecinos

Centro de la vida social de la campaña bonaerense del siglo XIX, varias pulperías fueron punto de partida de barrios, pueblos y ciudades.

“Hacía falta un boliche en aquellos pagos, pues era todo un trabajo a las familias ir a más de veinte leguas…pero era gente tan pobre”, contaba Godofredo Daireaux en La “Pulpería modelo”, aguafuerte de una de ellas hacia 1870, y que reunía a “vagos, intrusos, desertores, gauchos malos, boleadores, sin más hacienda que la tropilla ni más recurso aleatorio producto de la caza” Este hacendado francés, que luego fue un gran docente, enumeraba las escasas mercancías del despacho, aguardiente y vino -recién en abundancia después de 1830, con los productos de Cuyo-, galletas -el pan nunca fue del gaucho-, algunas telas, yerba, tabaco, los ponchos que venían del Norte y el chaco paraguayo, y ciertos utensillos básicos para trabajar en la rusticidad rural, facones y aperos. Pero sobre todo entiende Daireaux  a la pulpería como un espacio necesario para la socialización y el esparcimiento en esos parajes alejados, y además motor económico. El mismo Godofredo, también periodista y difusor cultural en el novecientos del criollismo,  estableció varios almacenes/pulperías sobre la línea del ferrocarril Pacífico y participa en las fundaciones de  Rufino, Laboulaye y General Viamonte.  Despreciada por la historia oficial, la precaria pulpería respondió con asombrosa eficiencia a la demanda de los pioneros argentinos, de todas las clases y razas, de todos los oficios y prontuarios por casi doscientos años. Bienes materiales, deseos y demandas sociales fueron sus cimientos imaginarios –y un poco más. 

La prehistoria de las pulperías comienza en el Alto Perú, “las esquinas tomadas por pulperos”, en una postal de la Lima Colonial del siglo XVI. Estos primeros pulperos, una designación al comercio minorista derivado de la exclusiva venta de pulque, el aguamiel de los dioses aztecas, eran en su mayoría plebeyos criollos con capitales de militares y funcionarios españoles. Los precios quedaban a gusto de los comerciantes, quienes soportaban rigurosos gravámenes de los Cabildos latinoamericanos, y, en la mayoría de los casos, recibían pagos en especias, también regulado por las autoridades. En el Virreinato del Río de la Plata prácticamente no se conoció la moneda hasta el 1800.  Son los tiempos en que la industria del cuero y los saladeros en las pampas y el Litoral impulsan un paulatino incremento poblacional, escasez de alimentos, y los gobernadores presionan por una economía en metálico que impida en estos pequeños comercios que con unas plantas de lechuga se pueda comprar una gallina. Finalmente un bando establece que los pulperos no podrán recibir pago en mercadería, intimidando a los ladrones de huertas y, a la vez, ahogando cualquier intento de pequeñas chacras criollas. Además se los obliga a afincarse cerca de las ciudades para mejorar el control de impuestos.  Nada de esto impide que pasen de 284 en 1814 a 490 en 1817. Una de las razones del éxito del modelo pulpería es la profunda necesidad de puntos de intercambio comercial, y socialización,  en una patria que quedaba grande y concentrada en los puertos de salida ultramarina de Buenos Aires y Entre Ríos.  

Y florecen en especial en los pueblos de frontera, “en el resguardo de la glorieta, se amontonaban los paisanos pobres, bebedores de caña y de ginebra, maestros del naipe y voluntarios narradores de aventuras moreirescas -ya eran famosas las andanzas del gaucho matrero mucho antes del folletín de Eduardo Gutiérrez-, que el galleguito dependiente escuchaba detrás de las rejas con las manos en la quijada y la boca abierta”, recordaba Javier de Viana cerca de Choele-Choele, Río Negro, en una cita de Ricardo Rodríguez Mola, antes de la autodenominada Conquista del Desierto. Incluso allí aún aparecen las pulperías móviles, con aguardiente, sal, azúcar, tabaco, yerba, algunos cuchillos y quesos, no más en una carreta, en un remanente de los orígenes en el trueque de las pulperías.

“Las criollas, al remolino de la danza y el repiqueteo de los talones, levantaban nubes de polvo que hacían gruñir sordamente al viejo de los potrillos, y los milicos cantaban alegremente siguiendo la música de la banda”- narraba Gutiérrez en “Croquis y siluetas militares” sobre un baile en la puertas de las pulpería, con los caballos atados al palenque- “aquel era un paréntesis a la tremenda vida de abnegación y fatiga de que es sinónimo el servicio de la frontera, y los pobres milicos querían exprimirle hasta el último jugo”, cerraba de esos milicos, más bien gauchos de levas forzadas pobremente militarizados, antes de que el General Roca barriera la Patagonia con los fusiles remington del Ejército Argentino. 

 

La pulpería, corazón de la campaña argentina en el 1800 

Era un espacio ineludible de los gauchos, quienes entraban en contacto con esa realidad que tal vez no iba más de unas pocas leguas, y de los peones y sus familias criollos, luego inmigrantes. La pulpería fue una verdadera escuela sentimental de usos y costumbres argentinas. Allí aprendían los bailes populares durante el rosismo, el cielito y la mediacaña. O los gauchitos sus primeros rasgueos en las guitarras. También los trabajadores rurales sobre las últimas novedades de los centros urbanos mediante la lectura de los diarios por los pulperos, tal cual quedó registrado en numerosas crónicas e ilustraciones. Las décimas de la primera gauchesca, en forma de payadas, o las ediciones populares del “Martín Fierro”, fueron el material artístico –y ético- que se trasmitiría en los caminos polvorientos, y de generación a generación. De esto bien sabían los autoridades, en dichos de un juez de Paz de Chascomús en 1822, “En cuanto a las pulperías, no puedo omitir que en ellas son como oficinas o escuelas públicas en que se dan lecciones prácticas de inmoralidad y corrupción de costumbres…el pulpero, por haber obtenido la licencia, procura y fomenta las reuniones en ella...bebidas…juegos de azar, la taba y naipes…el hombre huye del trabajo y ama el ocio…una asamblea diaria…¡Cuántas veces la misma ciudad (Buenos Aires), al pasar las primeras autoridades del país por una pulpería, han sido ofendidos sus respetables oídos con estos bostezos de inmoralidad y disolución que infestan el pueblo todo, disimulando sin embargo esta corrupción sancionada con la tolerancia y el tiempo, cuyo poder es muy fuerte”, remataba cuando llegaban a los mil censadas. En menos de veinte años superarían las tres mil, siendo en el caso porteño tierra de nacimiento de barrios, entre humildes paredes de barro, Caballito, Pompeya, Barracas, Liniers y muchos más.   Félix de Azara apuntaría sobre los gauchos en la pulpería,  “es su costumbre convidar el presente pasando el vaso de mano a mano, y repitiendo hasta finalizar el dinero, tomando a mal no beber siendo convidado”, en un rito social que señala el carácter desprendido de los gauchos, y su poco apego al constante y sonante “Soy demasiado pobre para trabajar”, por eso criticaba Darwin a un paisano cuando nos visitó en 1832 sin comprender la marginación social y legal que oprimía a los humildes del campo argentino.

El control del ocio y el tiempo libre, en el combo de disciplinamiento de los “vagos y malentretenidos”,   se fue intensificando desde la Colonia, se prohibía “pronunciar palabras sucias y deshonestas” so pena de latigazos reservado a gauchos, mulatos y negros, o la exclusión violenta de las mujeres en las pulperías de 1788, a un nuevo estado más represivo hacia las pulperías con las Provincias Unidas de América del Sud y la Confederación  Argentina, con cientos de bandos y leyes, hasta “prohibir a los niños y jóvenes la asistencia a pulperías y prevenirlos de pasiones pecaminosas ”Los curas despotricaban a diario en los púlpitos, “-las pulperías- abrigo de muchas gentes en la noche de fandango y deshonestidad. Para alimentar estos vicios necesitan de dineros, pero la habitual holgazanería les es un obstáculo la ocupación y el trabajo y se arrojan sin moderación a los bienes de los pobres hacendados”, muchos de ellos los principales productores de alcohol en el país alentados en el proteccionismo rosista.

El contexto económico luego de Caseros iba reemplazando al gaucho libérrimo con el dócil peón de campo mientras la sociedad endurecía las reglas para garantizar la fuerza de trabajo. Desde 1880 las pulperías empiezan a cambiar aceleradamente su fisonomía a medida que los pueblos alrededor crecen, ferrocarril e inmigrantes mediante, “compraban más pan que galletas, bolsas de semillas y arados, no recados y caronas”, decía un pulpero en vías de transformarse en almacenero de ramos generales en Bragado, “muy poco hablaban de animales, de rodeos y de majadas…todo era hablar de trigo, de siembra, de cosecha, de negocios; parecía que ni se sabía ya casi lo que eran carreras” Y hacia fin de siglo el “parroquiano que después de comprar un pañuelo de seda, o los estribos de plata, o los calzoncillos cribados, quería remojar la garganta”, relataba desencantado Carlos María Ocantos, “tenía que salir de la tienda y rodear la casa” describía el autor de “Entre dos luces” los últimos fulgores de las pulperías donde todo ocurría, todo se aprendía, en un destello del Cafetín de Buenos Aires por venir.

 

La pulpería, corazón del resurgimiento de la campaña argentina en los 2000

Los Francisco, Dinorah, Germán y Fernanda en los Gardey, Payró, Hirsch escriben nuevas páginas, nuevos encuentros, en las pulperías bonaerenses. Abandonas por décadas, un inexplicable progreso argentino que dio la espalda al campo profundo, rematando soja y levantado vías, y sus pueblos a las veras de los ríos metálicos, son las nuevas generaciones quienes ponen de pie las pulperías, el orgullo nacional “En la esquina donde afina el pampero y el camino de tierra se vuelve destino gaucho”, narra Leandro Vesco en su imprescindible mapa humano “Desconocida Buenos Aires. Historias de Frontera” (Editorial El Ateneo), “está el Almacén San Francisco, un rancho de adobe que a la primera impresión produce un sentimiento de nostalgia, amor y alegría” Allí el periodista encuentra en Samanta, su dueña, quien  ofrece “lo que se come en las casas de Roque Pérez” Y mientras corta una porción de bondiola, reflexiona con la felicidad de brindar exquisiteces y esperanzas a una zona donde abundan los almacenes, La Paz, la Querencia, Lo de René, El Gramiyal, La Perla, Lo de Juana, El Descanso, La Paz Chica, La Estafeta, retoños  dignos de las viejas pulperías, “estos espacios son la identidad del bonaerense, donde las migraciones, la ruralidad combinada con una cercanía relativa al puerto, han hecho que seamos así raros como somos, pero con una identidad multicultural muy interesante y que merece el resguardo” Se ha dicho.  

Estos modernos pulperos, que no solamente con su esfuerzo siembran lazos comunitarios sino que alientan el trabajo de pueblos, muchos condenados a desaparecer, a veces continúan tradiciones, Juan Carlos, cuarta generación despachante rural en la Mira-Mar, u otras que se armaron de cero a puro trabajo, La Montaña. La actualidad es el pasado nos desafía Vesco. Y en las mejores tradiciones nacionales, retrucamos, la pulpería, late el ser argentino.

 

 

Fuentes: Daireaux, G. Las veladas del tropero. Buenos Aires: Emecé. 2000; Rodríguez Mola, R. Las pulperías en La vida de nuestro pueblo Volumen 4. Buenos Aires: CEAL. 1983; Vesco, L. Desconocida Buenos Aires. Historias de Frontera. Buenos Aires: Editorial El Ateneo. 2019     

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