Ser Argentino. Todo sobre Argentina

"Lo argentino no se acaba en el Martín Fierro"

Junto con el director de la Biblioteca Nacional, Juan Sasturain, hablamos de las tradiciones argentinas y cómo no tener miedo a llamarse tradicionalista.

La Biblioteca Nacional Mariano Moreno es la memoria viva de todo lo que hemos pensado”, asevera el narrador y periodista Juan Sasturain, al frente desde 2020 de la institución que tuvo a Jorge Luis Borges o Paul Groussac en el mismo despacho, y agrega, “es un registro de todo los que hemos hecho y testimoniado. Y más allá de nuestras precariedades,  es el testigo de lo que quisimos ser, y de nuestra vocación universalista. Acá encontramos la afirmación que  los argentinos pertenecemos a un mundo cultural que nos trasciende. Esa vocación viene desde los primeros donantes, Belgrano y San Martín, entre otros,  que entregaron sus bibliotecas repletas de cultura europea.  Durante la gestión de Pedro de Ángelis en el Archivo General de la Nación, la mano derecha cultural de Rosas, se intentó incorporar más material americano y se realizó una tarea excepcional en la recopilación de documentos de la Colonia y Independencia hoy imprescindibles”, revela Sasturain, con una vasta trayectoria en medios gráficos y televisivos.   

“Notable resulta como medida de la sociedad aluvional que somos, que hombres que no dominaban muy bien la lengua, como Groussac o De Ángelis, fueran forjadores de las tradiciones argentinas desde esta biblioteca”, comenta el autor recientemente premiado en España por su novela “El último Hammett” (Alfaguara/Editorial Navona), y con la mirada puesta en un cargo bajo la lupa de los argentinos, “También la Biblioteca Nacional es una muestra de los avatares políticos e ideológicos del país. Es la suma del pensamiento nacional de un momento, donde el mismo techo pudo albergar a un Borges (1956-1973) o un Gustavo Martínez Zuviría (1931-1955), el reaccionario y xenófobo Hugo Wast”, cierra.

Periodista: ¿Qué cree que representa la Biblioteca Nacional para los argentinos?

Juan Sasturain:  Los argentinos tienen la imagen de la Biblioteca Nacional en tanto desmesura. La primera percepción que tenemos es que es algo inmenso, una estela borgeana de la biblioteca infinita. Y misteriosa. Las leyendas hablan de que Borges escribió una entrada al Necronomicón, un libro imaginario del universo de H. P. Lovecraft. También colaboró al misterio los recovecos de la sede en la calle México. Aquel edificio destinado a la lotería del novecientos, Groussac lo convirtió no solamente en nuestra biblioteca principal sino en su propia casa. En vez de funcionario fue un Patriarca de los Libros como Borges. La biblioteca era él, en pocas palabras. Borges mismo inventó mucho de su propia genealogía, de su mitología,  gracias a esta biblioteca. Es muy lindo pensar que nuestro escritor mayor haya tomado a la Biblioteca Nacional de morada. Muchos libros están anotados por él y se confundían con su propia biblioteca.

P: Desde siempre entonces la Biblioteca con publicaciones y actividades, y reforzado en los últimos años con el Museo de la Lengua, fue plataforma del pensamiento y la literatura argentina, ¿cómo continuar con esa tradición en pandemia?

JS: Tratamos de actuar en un contexto que fue arrasado por la coyuntura, y a través de propuestas compensatorias virtuales. Digamos que todo lo que teníamos pensado de cómo debería insertarse la biblioteca en la cultura argentina, quedó en suspenso. Mi idea para la biblioteca es la idea de un lector. Yo creo que me designaron no por bibliotecario, ni por escritor, sino por lector. O por lo menos alguien que represente los intereses de los lectores. Desde mi experiencia de lector pienso en formas de agilizar, o desmontar, todo lo que interfiera en el contacto con los libros.

Un libro tiene sentido en tanto es leído. Las bibliotecas son circunstanciales, igual que los libros, no así la escritura y la lectura. Incluso lo importante es la construcción y recepción de relatos más que los libros. Siempre habrá alguien que dice algo a alguien. Y yo lo que quiero es garantizar ese circuito con todos los elementos de la tecnología disponibles, en medio de una realidad complicada.

P:   ¿Se puede hablar de una tradición argentina en la literatura y el pensamiento? 

JS: A mí no me molesta ni le temo a la palabra tradición. Entre tradición y vanguardia, prefiero tradición. Yo no creo que exista el progreso en el arte sino distintas formas de alumbramiento. El arte opera por adición y no por sustitución. Cuando se discutía por si literatura de compromiso, o de evasión, era una discusión vana porque inevitable estamos inmersos en la realidad. La literatura es siempre invasión, aditiva de la realidad. En ese sentido es que polemizo con la teoría de una vanguardia que reemplace a las tradiciones. Las tradiciones son irremplazables y se van ensanchado debido a que las nuevas culturas, los nuevos artistas, engordan la realidad.

Pero también cuestiono a las tradiciones en un concepto  retrógrado. Lo que pasa es que celebramos el Día de la Tradición imbuídos aún en una visión parcial. Nuestras tradiciones son mucho más ricas que eso que solemos ver en un desfile del Día la Tradición.

P: En el mes de noviembre celebramos el genio de José Hernández ligado a la tradición, ¿sigue dialogando con nosotros su imagen del gaucho?

JS: Pensemos en José Hernández: un extraordinario poeta, que muchas veces nos olvidamos lo grande que es, periodista y político sin igual. Pero Hernández representa un aspecto de la compleja tradición argentina. Su poema Martín Fierro fue revindicado en el siglo XX cuando era otra la mirada del gaucho que tuvieron sus contemporáneos. Fue escrito por un contrario acérrimo al régimen mitrista hegemónico, como si hoy un líder político de la oposición se lanzara a escribir bien sobre los cartoneros, o la toma de tierras, y que lo publicara en los márgenes editoriales, con unas ventas inusuales para la época. Que ese mismo texto ninguneado por la cultura oficial de la época, casi medio siglo después, se haya tomado como lo argentino es un fenómeno coyuntural. Y está muy bien que aún se sostenga esa imagen del gaucho pero las tradiciones argentinas no son exclusivamente las gauchescas que pudo imaginar Hernández. Lo argentino no se acaba en el Martín Fierro.

Hay que pensar que si bien Hernández rescató al gaucho, olvidó otros factores que son tan importantes de nuestras tradiciones nacionales como los indios, totalmente demonizados en el poema de 1872 junto a los inmigrantes. El Martín Fierro es una radiografía perfecta de una parte del pensamiento y las tradiciones argentinas del siglo XIX.

Ciento cincuenta años de distancia arrojan un concepto de tradición argentino mucho más amplio. Para hablar de tradiciones contemporáneas debemos sumar el aporte aluvional del siglo XX. Y toda la cultura latinoamericana originaria. La visión de lo argentino asociada a Buenos Aires, y la pampa húmeda, soslayando las etnias originarias más la inmigración, es una visión pobre de nuestra cultura. No es una mala palabra definirse tradicionalista, uno que se representa en el asado y el libro de Doña Petrona, en los ravioles y los tamales.

P: Usted es uno de los mayores investigadores y difusores de la historieta argentina, ¿cuáles serían a su criterio las mejores del género gauchesco?

JS: La historieta gauchesca ha tenido muchísima importancia y continuidad en la cultura nacional. Lo primero que surge son tres o cuatro autores que desarrollaron una saga de personajes. Y que tuvieron mayor alcance en los diarios que en las revistas de historietas. Habría tres puntas, la más popular fue la de Walter Ciocca (1907-1984) con “Lindor Covas, el cimarrón”, que se publicó casi 25 años en el diario “La Razón” Quedó allí asociada que la gauchesca podía ser tratada a la manera del folletín. Y que las aventuras tenían el modelo del “Continuará” del radioteatro, y que partía de base folletinesca de Eduardo Gutiérrez y su Juan Moreira y sus derivados interminables.

Después la otra sería el equivalente autóctono del western en el contexto de la autodenominada Guerra del Desierto. Y creo que lo mejor fueron los dibujos de Carlos “Chingolo” Casalla (1926-2017) “El cabo Savino” es una historieta ejemplar. Trabajó en ella con varios guionistas y me parece que las aventuras destacadas son con Julio Álvarez Cao (1933-1992) En Savino,  la historia se cuenta desde abajo, bien de abajo,  porque nunca llegó ni a sargento (risas) Y, además, la mirada del indio es mucho más igualitaria.

Y la última vertiente clásica, más tradicionalista, aparece Enrique Rapela (1911 - 1978). “El Huinca” y “Fabián Leyes” son los exponentes de una estética propia en este guionista y dibujante. Rapela se relaciona con una tradición de ilustradores gauchescos, Eleodoro Marenco (1914-1996) y Tito Saubidet (1891-1955), y que hacen culto de la documentación histórica. Además trabaja con un área temporal distinta a los otros historietistas, y nos transporta a la Independencia y Rosas.  

Y brota una veta simultánea en los guiones de Héctor Oesterheld (1919-detenido/desaparecido 1977) Con los dibujos de Carlos Roume (1923-2009) crearon  “Patria Vieja” y “Nahuel Barros” en la editorial Frontera de los cincuenta. En el primero, Oesterheld cuenta episodios de la historia argentina, el que recuerdo se llamaba “Tilcara” y era sobre Los Gauchos de Güemes. Fue una historia argentina en viñetas relatada desde los soldados y el pueblo.

“Nahuel Barros”, en cambio, desarrolla la trama desde un baqueano, la experiencia del hombre de campo, contrapuesta a un oficial de carrera. Aparece allí un milico porteño bienintencionado que llega al fortín y debe aprender del gaucho. Oesterheld también hizo otra muy interesante llamada “Pichi”, chiquito en lengua araucana, y que son episodios de la campaña desde la mirada del perro. Una voz animal que estaba entre los indios y el fortín, je. En todas estas historietas el guionista parte de un revisionismo histórico e introduce así la historieta política en el universo gauchesco. Eso se verá mejor en “Historia de la Emancipación Americana” que hizo con Leopoldo Durañona (1938-2016) para la revista “Noticias” Cabe mencionar que las historietas de Enrique Breccia (1945)  hasta llegar a “El Sueñero” son modulaciones de esta tendencia, y que ahora por medio de la fantasía se revaloriza una tradición que enfrenta lo nacional contra el imperialismo.

P: Hablamos bastante de vertientes de la argentinidad, Juan, ¿qué es para usted ser argentino?

JS: Argentina es algo en construcción y, a veces, en destrucción. Existe una definición de Adolfo Bioy Casares que habla sobre esa cosa extraña de ser argentino. Me gusta pensar en qué medida la Argentina es un adjetivo. Nosotros decimos la Argentina pero en verdad es la República Argentina. Convertimos en el habla el adjetivo en un sustantivo. Y, encima, es mentiroso en sus orígenes de argentum, que remite a las leyendas del Rey Blanco, un lugar de fantasía y codicia. Nos definimos en una quimera, en la expectativa de un destino ineludible de grandeza. Irónicamente a veces afuera nos tildan de los propietarios de un sueño que no existe. Es muy bueno, hasta poético,  puede ser patético, pero nada deja de ser esa incomodidad el ser argentino.

En lo argentino también creo hay una gran dificultad para concebirnos como comunidad. Pareciera que nuestro individualismo, que uno no sabe bien de dónde proviene, si del campo o de los barcos, es un rasgo bastante fuerte en la condición nacional. Somos capaces a través de los individuos, somos mejores o más brillantes en el esfuerzo individual, pero tenemos fallas en las conductas colectivas. Podemos hacer cosas geniales sueltos, incluso a contrapelo, y nos disgregamos en la construcción común.  De todas formas comprendamos que solamente tenemos 200 años, unos pibes, che, y  sin contar la historia anterior americana que nos cuesta reconocer. También esa discontinuidad es ser argentino.

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