Cada 21 de septiembre los argentinos festejamos con alegría el inicio de una estación que nos suele generar cambios en el humor. Casi siempre a niveles positivos, aunque pueda tener algún que otro detractor. Se trata de la temporada que le da fin al invierno y le antecede al verano. Un hermoso equilibrio climático para agradecerle a nuestra pachamama. Sin embargo, lo hermoso del mundo en el que vivimos es la diversidad de significados que un mismo evento puede tener. Tal es el caso del Ara Pyahú o año nuevo Mbyá, una fecha originaria del pueblo guaraní con muchos mensajes reveladores para aprender.
Tributo a la madre tierra
Para ellos, la llegada de la primavera es un momento en el que renace la tierra, el florecimiento y aparecen los pájaros. También, es cuando empieza a llover y rebrotan los árboles. Por lo que la tradición está claramente ligada a los movimientos que la naturaleza tiene para ofrecer y los regalos que nos brinda. De esta forma, la rueda se vuelve a cero y comienza otro tiempo de oportunidades y abundancia. La festividad se traduce como un nuevo día, en el que se realizan jornadas con diversas actividades. Entre ellas, la comunidad bendice las semillas para tener buenas cosechas en dos o tres meses.
Además, se organizan charlas sobre los cuidados de las plantaciones, como el maíz, y se preparan platos típicos de la gastronomía guaraní. En este sentido, las mujeres cumplen un rol fundamental en la organización de las tribus. Lo hacen ocupándose de la siembra, el cultivo y la alimentación de sus pares. No obstante, la celebración también persigue otros significados de índole espiritual. Esto se debe a que viene a preparar a sus integrantes para la época de bautismos del nombre Mbyá a los niños.
¿Qué cuenta la leyenda?
Para el pueblo aborigen el mundo surgió en medio de una velada gracias a Ñamandú, el padre. Fue cuando este se irguió desde los pies, y convirtió sus brazos y manos en ramas que agitaba el viento. Luego, una corona de flores rodeó su cabeza mientras un colibrí, considerado el pájaro primero, revoloteaba alrededor. El relato dicta que Ñamandú habló y que de su palabra nacieron los dioses y padres de los hombres. Sus nombres eran Jakairá, Karaí, Tupá y Ñamandú Py’a Guachú.
Posteriormente, desplegó la tierra y la bóveda celeste a la que sostuvo con cuatro palmeras pindó azules. Estaban ubicadas al este, al oeste, al norte, al sur y agregó otra en el centro. Inmediatamente creó la selva y puso en ella a la cigarra. También, creó los ríos y les dio el renacuajo. Asimismo, dio origen al universo subterráneo y al tatú, que fue el primero en llegar hasta él. Por último, se ocupó del nacimiento de la noche en la que reina la lechuza.
Más tarde, entregó a cada dios una facultad determinada sobre las cosas. Tupá tuvo el agua y lo fresco; Karaí, el fuego y el calor; y Jakairá, la niebla y el humo. Mientras que Ñamandú Py’a Guachu recibió el coraje. Dictadas las tareas, se puso manos a la obra. Así, con parte de la neblina creó a los hombres y ordenó a Karaí que les pusiera algo de fuego en el corazón. Por otro lado, ordenó a Tupá que les cediera un poco de frescura. Finalmente, les dio a los hombres sus leyes para que las aprendieran y las cumplieran. Una vez que su trabajo culminó, pudo irse a descansar tranquilo. Y el resto es historia.
Argentina, más específicamente de tierras litoraleñas. Nací en Entre Ríos y soy Comunicadora Social. Me especializo en la redacción en todas sus formas e intento crear imágenes mentales a través de las palabras. Melómana y apasionada de la semiótica por las miradas que nos aportan del mundo. La curiosidad siempre me mantiene en movimiento.