¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la sección“Siga el baile, siga el baile/ De la tierra en que nací; /La comparsa de los negros/ Al compás del tamboril” cantaba Alberto Castillo en la década del cuarenta, un suceso que Los Auténticos Decadentes extendieron medio siglo después. Con ello se reinstalaba, recordaba, que el espíritu del Rey Momo bajó entre nosotros de los barcos esclavistas. Y que luego, en los tiempos del tango de malevos del novecientos, se contaminó de la sangre de los inmigrantes de conventillos. Fueron dos momentos fundacionales de una tradición porteña carnavalera que mezcla la murga, hija directa del candombe negro, con la comparsa, que representaba a todas las culturas venidas a hacerse la América. Volvamos a los días de los corsos antes de los corsos, cuando los negros, en señal de rebeldía, aprecia Lucio V. López en “La Gran Aldea”, “se llaman como sus amos, se dan su nombre y apellido, usan papel timbrado, se ponen sus fracs, sus guantes, su corbatas y sus camisas”, por tres días locos, o, ahora en “Morenada” de J.L. Lanuza, “se adornan con plumas, collares y espejitos… bailotean incansablemente…y cuando una murga oía a la distancia la gritería de otra, aumentaba los alaridos para taparla” Si cerramos los ojos, aún en los corsos de San Telmo resuenan estos llamados.
Hacia fines del siglo XVIII “los bailes de los negros a toque de tambor” son prohibidos y castigados con 200 azotes, la primera de las censuras al Carnaval en Buenos Aires. El motivo eran las sospechas de contubernio entre negros y franceses. Los negros venían candombeando casi desde que pisaron estos suelos como esclavos, y las diversas órdenes coloniales lo permitían particularmente en festividades religiosas. Eso se trasladó a los festejos patrios y hay registro que en 1822 se bailó el Himno Nacional por algunas de las naciones negras, marginadas en el Sur, entre Monserrat y Barracas. Pero duras medidas restrictivas en los primeros gobiernos patrios continuaban sobre los candombes y los negros organizaban una especie de guerrilla carnavalera. “Mascaritas a caballo”, decían, y se arrojaban arroz, huevos, garbanzos y, la temible, vegija de vaca inflada, predecesora de la bombita de agua, que llegaba a pesar cuatro kilos. Las crónicas hablan de decenas de contusos y heridos provocados por jinetes desbocados en los carnavales clandestinos. A todo esto accede al gobierno un hombre de ojos azulos, rico terrateniente, que no tenía esclavos en su decenas de estancias y saladeros, y contrataba negros como empleados con salarios. Raro para una sociedad que aún era esclavista pese a la progresista medida de libertad de vientres de la Asamblea del Año XIII. Era Juan Manuel de Rosas. El Restaurador de las Leyes que estimuló y censuró el carnaval, según la oportunidad política.
“Los negros encontraban en el Caudillo de la Pampa una decidida protección: les hizo concesiones y proporcionó fondos para que se estableciesen asociasiones con las denominaciones de las respectivas tribus africanas a la que debían su origen -nacimiento de las murgas- Así es que toda esa gente estaba alzada y más entonada que nunca; sabido es cuánto lisonjeaba a los negros en las farsas y representaciones extravagantes de costumbres, usos, bailes y alusiones a su país natal”, precisaba en las memorias el general Tomás de Iriarte, opositor de Rosas. En verdad fue un poco más allá el dictador paternalista, que gobernó a puño de hierro un cuarto de siglo, porque hizo madrina de uno de sus hijos -fallecido al poco tiempo- a una negra, Gregoria, y gustaba bailar entre las murgas, para horror de la alta sociedad. Entre las concesiones del gobernador bonaerenes aparece en 1836 un nuevo decreto que apresura la evolución murguera permitiendo las comparsas, aunque no queda claro si los negros salían con ellas en las fechas de Carnaval -y es más probable que continuaran manifestándose como en los tiempos coloniales, en San Baltazar de Reyes, o las fiestas patronales.
“Art 1: El juego de carnaval solo será permitido en los tres días que preceden al de Ceniza, principiando a cada día a las dos de la tarde, a cuya hora se anunciará con tres cañonazos en la Fortaleza, concluyendo al toque de la oración, tendrán lugar otros tres cañonazos”, señala el decreto firmado por Rosas, que reglamenta que las juegos serán desde azoteas y ventanas hacia la calle, prohibe el uso de huevos de avestruz como el juego en los patios, y restringue al jefe de policía la autorización de “cohetes y buscapies”. Asimismo el oficial deberá autorizar los juegos nocturnos, realizados tras la obligatoria oración. Y en el artículo séptimo fija, “queda igualmente prohibido el uso de las máscaras, el vestirse del traje que no corresponda su sexo, el presentarse en clase de farsante, pantomimo e entremés, con el traje o insignias de eclesiástico, magistrado, militar, empleado público o persona anciana”, limitando así uno de los personajes más característicos de las murgas históricas, junto al bastonero, aquellos disfrazados de mujeres mayores. Esto no impediría que 2000 negros concurran a la Plaza de la Victoria -de Mayo- en 1838 a celebrar el 25 de Mayo.
En 1844, tampoco resulta claro el motivo, si por el bloqueo anglofrancés o desconfianza a los coquetos bailes carnavaleros en San Isidro donde se tejían conspiraciones, Rosas vuelve a prohibir el corso en Buenos Aires. Recién se levantaría la restricción en 1863 pero con la condición de que el Jefe de Policía autorice a las comparsas. De la murga de los negros, ni hablar.
“Al frente iba mi abuelo, el guapo de veras, capitaneando el orfeón y la orquesta, tupida de violines y guitarras, mandolinas y fisarmónicas. Y más allá, tres largas cuadras de saltimbanquis, percusionistas, redoblantes, trovadores, mimos y zambomberos ¡Qué comparsa aquella! Oriflamas, banderolas y estandartes cruzaban el aire al compás de la marcha. El color de la ropa iluminaba los rostros. En la orilla de la comparsa, recorriendo la fila apretada de la multitud, un hombre joven reparte el texto de las canciones que compuesta especialmente para la ocasión. Viste como los demás, y el orgullo le revienta la casaca de seda Se llama Ángel Villoldo”, recordaba La Boca de 1900 Norberto Folino, y a la comparsa del abuelo, Los Farristas. La inmigración trajo las maneras del carnaval europeo, y españoles e italianos imponen trajes y nuevos ritmos. Nacen las comparsas porteñas típicas en la tanada de la “José Verdi”, o los gallegos de “Orfeón español”. Mientras tanto la alta sociedad se pintaba la cara, se apropiaba de candombe, y presentaba la comparsa “Sociedad de los Negros”, y los ya diezmados negros en 1880, solicitaban se le autorice a candombear en sus barrios ¡Cuna malemba!
José Gobello ha estudiado el aporte de la comparsa en el creador de “El choclo”, hora cero del Tango. Uno de los primeros tangos instrumentales de Villodo es justamente “El farrista” de 1903. Volvamos a la comparsa del novecientos, rigurosamente con los colores garibaldianos. Villoldo escribió la marcha de retirada, que se iba al canto, “es la farra -diversión licensiosa- nuestro lema/nuestra guía es el amor”. Pero varias más, de acuerdo a Folino, como “El canto del trovador”, “Porteña hermosa, faz seductora”, “Brindis”, “¡Beber y beber!”, y “Siempre de farra”. Con ella nos despedimos con nuestro mejor traje, bastón y galera carnaveleros, tesoros de los porteños como el adoquín bautizado con candombe, “Soy el farrista/ más consumado;/ Yo soy la crema/ De la gilí -gilipollas-,/ A todas las fiestas/ estoy invitado/ Y en todas partes/ gustan de mí/ Siempre de farra, por donde quiera/ Lo verán siempre, como un Milord”
Fuentes: Benarós, L. El carnaval en tiempos de Rosas en revista Todo es Historia.Nro. 492 Julio 2008. Buenos Aires; O´Donnell, P. Juan Manuel de Rosas. El maldito de nuestra historia oficial. Buenos Aires: Sudamericana. 2001; Folino, N. Las cosas que se piantan. Buenos Aires: CEAL. 1971
Imágenes: Ministerio de Cultura
Fecha de Publicación: 28/02/2022
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